Donlan paseó la mirada por todos ellos.
– ¿Qué pasa? -dijo, con la voz empapada de pronto por el miedo.
– ¿Qué cojones crees tú que pasa? Blanquito… -Valparaiso lo miraba fijamente.
Barron miró a Red, tan confuso como antes.
Lo siguiente ocurrió en una milésima de segundo. Polchak dio un paso adelante, cogió a Donlan por los brazos y lo inmovilizó. Al mismo tiempo, Valparaiso se les acercó, empuñando un revólver del calibre 22.
– ¡No, no! -gritó Donlan aterrorizado. Trató de liberarse de los brazos de Polchak, pero no le sirvió de nada. Valparaiso le apoyó el 22 en la sien.
¡Bang!
– ¡Me cago en la puta! -masculló Barron, quedándose sin respiración. Entonces Polchak lo dejó y el cuerpo de Donlan cayó al suelo.
18
Raymond se sobresaltó y trató de liberarse al oír el disparo agudo que retumbó como un petardo por las paredes de cemento desde el piso de arriba. Halliday lo volvió a apoyar contra el maletero del Ford de Lee y éste siguió leyéndole sus derechos:
– Tiene derecho a un abogado. Si cree que no se lo puede permitir…
– Necesitamos una unidad de investigaciones científicas y el forense. -McClatchy se había dado la vuelta y hablaba por radio, mientras Valparaiso le entregaba el 22 a Polchak, luego se levantaba y se dirigía a Barron.
– Donlan llevaba una 22 escondida en los pantalones. Cuando intentamos llevarlo escaleras abajo se quitó una de las esposas y se disparó. Sus últimas palabras han sido «Hasta aquí llego».
Barron lo oyó, pero apenas lo registró. El shock traumático y el horror se habían apoderado de él, mientras a metro y medio Polchak abría una de las esposas de Donlan y le ponía el 22 en la mano, disfrazando la escena para que pareciera exactamente como Valparaiso la había descrito. Mientras tanto, un charco de sangre oscura brotaba de debajo de la cabeza de Donlan.
Que algo así pudiera ocurrir, y que lo hubieran hecho esos hombres, resultaba incomprensible. De nuevo, y por segunda vez en su vida, el mundo de John Barron se había convertido en un sueño oscuro y terrible. En él veía a McClatchy acercarse a Valparaiso:
– Ha sido un día muy largo para ti, Marty -le decía, amablemente, como si el detective saliera simplemente de una jornada doble como conductor de autobús, o algo así-. Pídele a una de las unidades motorizadas que te lleve a casa, ¿vale?
Barron veía a Valparaiso hacer un gesto de agradecimiento con la cabeza y alejarse hacia la escalera de incendios, y luego Red se dirigía a éclass="underline"
– Vuelve con Lee y Halliday -le decía, directamente-. Fichad al rehén como cómplice hasta que sepamos quién es y qué coño pasa con él. Luego vete a casa y descansa también un poco. -McClatchy hizo una pausa y Barron pensó que, tal vez, estaba a punto de ofrecerle una explicación-. Mañana por la mañana quiero que redactes un informe sobre lo ocurrido aquí.
– ¿Yo? -exclamó Barron, incrédulo.
– Sí, tú, detective.
– ¿Y qué coño pongo?
– La verdad.
– ¿Qué, que Donlan se ha suicidado?
Red hizo una pausa deliberada:
– ¿No ha sido así?
19
Santuario de Saint Francis, Pasadena, California.
El mismo día, 22 de marzo, 14:00 h. Tres horas más tarde
Sin la americana, arremangado y con una raqueta de bádminton en la mano, John Barron se mantenía en el centro del terreno de césped, bajo la sombra de un enorme sicómoro, observando la trayectoria de la pelota volante por encima de la red hacia él, mientras trataba desesperadamente de quitarse de la cabeza lo que había vivido tan sólo unas horas antes. Al recibir la pelota, la golpeó con la raqueta dibujando un arco con la misma, mandándola por encima de la red hacia las dos monjas del otro lado. Una de ellas, sor MacKenzie, corrió como si quisiera responder, pero de pronto se detuvo para ceder el honor a la jovial sor Reynoso, que se avanzó para golpearla hábilmente por encima de la red. Barron se balanceó, resbaló y se pegó un batacazo que lo dejó tumbado en el césped, mirando al cielo.
– ¡Oh! ¿Se ha hecho daño, señor Barron? -Sor Reynoso corrió y miró por encima de la red.
– Me siento superado, hermana. -Barron se incorporó, forzó una sonrisa y luego miró al lado de la pista-. Vamos, Rebecca, dos contra uno. Ayúdame un poco, ¿no? Me están machacando.
– Sí, venga, Rebecca. -Sor Reynoso rodeó la red-. Tu hermano te necesita.
Rebecca Henna Barron permanecía en el césped contemplando a su hermano mientras la suave brisa jugueteaba con su melena oscura, pulcramente recogida en una coleta. Sostenía una raqueta en las manos como si fuera el objeto más raro que había visto en su vida.
Barron se levantó del suelo y se le acercó:
– Sé que no puedes oírme, pero también sé que comprendes lo que está pasando. Queremos que juegues con nosotros. ¿Lo harás?
Rebecca sonrió dulcemente, luego miró al suelo y negó con la cabeza. Barron suspiró. Esto era lo que nunca cambiaba, la tristeza que la embargaba totalmente y le impedía dar siquiera los primeros pasos para llevar una vida propia.
Rebecca tenía ahora veintitrés años y no había hablado ni mostrado ningún síntoma de poder oír desde que vio a unos intrusos asesinar a tiros a su padre y a su madre, en el salón de su casa del Valle de San Fernando, ocho años atrás, cuando ella tenía quince. A partir de aquel momento, la joven poco femenina, brillante, divertida y animada a la que había conocido toda su vida se convirtió en la sombra de un ser humano, alguien envuelto en un aire de fragilidad trágica que la hacía parecer absolutamente niña y, a veces, incluso indefensa. Cualquier competencia o capacidad de comunicarse que pudiera conservar permanecía encerrada bajo la montaña del fuerte trauma. Y sin embargo, detrás del mismo, por la manera en que se comportaba, por cómo se animaba cuando la iba a visitar, estaba la hermana aguda, inteligente y divertida que él recordaba. Por lo que le habían dicho una serie de profesionales de la psiquiatría que hasta el momento no habían conseguido ningún logro, incluida su psiquiatra actual, la prestigiosa doctora Janet Flannery, si de alguna manera su alma se podía liberar y disipar la oscuridad, emergería de su temible crisálida como una brillante mariposa y en poco tiempo sería capaz de vivir una existencia autónoma y coherente, tal vez hasta plena. Pero hasta entonces no había ocurrido. Ningún cambio en absoluto.
Barron le levantó el rostro para que lo mirara directamente.
– Hey, no pasa nada. -Intentó sonreírle-. Ya jugaremos otro día, de verdad. Te quiero; lo sabes, ¿no?
Rebecca sonrió y luego inclinó la cabeza y lo observó. John vio una expresión inquieta instalarse en su rostro. Finalmente, la joven se tocó los labios y luego le tocó los suyos. Ella también le quería, eso es lo que quería decirle, pero la manera en que lo hizo, mirándolo a los ojos todo el tiempo, significaba que sabía que había algo que lo había perturbado profundamente y que quería hacerle saber que lo había percibido.
20
15:35 h
Barron estaba aparcando delante de Thrifty Dry, la lavandería donde llevaba su ropa. Estaba haciendo la maniobra, tratando de olvidarse de la experiencia traumática de haber presenciado el asesinato de Donlan y de reflexionar lógicamente cuál debía ser su próximo movimiento, cuando de pronto le sonó el móvil. Con un gesto automático lo descolgó:
– Barron.
– John, soy Jimmy. -Era Halliday y su voz sonaba algo alterada-. Los de Investigaciones Especiales que han revisado el tren han encontrado el equipaje de Raymond. Menuda víctima.
– ¿Qué quieres decir?