– En la bolsa había un Ruger automático del calibre 40 y dos recambios enteros de munición.
– Dios mío -se oyó decir Barron-. ¿Llevaba sus huellas?
– Ni las suyas ni las de nadie. Nada.
– Quieres decir que ha usado guantes.
– Es posible. Ahora estamos revisando el resto de efectos. Polchak mandará sus huellas y su foto a la policía de Chicago para comprobar si tienen algún dato de él, y Lee bajará a interrogarlo. Red lo lleva todo en secreto hasta que sepamos más cosas. Que no sepa nada la prensa; ni la prensa ni nadie.
– De acuerdo.
– John… -Barron sintió el cambio de tono en la voz de Halliday. Era la misma preocupación que había mostrado en el tren antes de que empezara toda la operación para cazar a Donlan-. Lo que ha ocurrido hoy es duro, lo sé. Pero es el modo en que todos nosotros fuimos bautizados. Lo superarás. Lo único que necesitas es un poco de tiempo.
– Vale.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– Te llamaré si hay algo más de Raymond.
19:10 h
Respiró hondo una vez y luego otra.
John Barron cerró los ojos, apoyó la cabeza en la pared de la ducha de su casita alquilada en el barrio de Los Feliz y dejó deslizarse el agua por encima de él.
«Es el modo en que todos nosotros fuimos bautizados», le había dicho Halliday. ¿Todos bautizados? Eso significaba que había habido otros. Dios santo, ¿cuánto tiempo llevaban con aquellas prácticas?
Si estaba bien, le había preguntado Halliday.
¿Bien? Por Dios de los cielos.
Habían pasado casi quince horas desde el momento en que se subió al Chief en Barstow con Marty Valparaiso; casi diez desde que, revólver en mano, había subido por la rampa del parking hombro con hombro con Red McClatchy. Al cabo de poco, Valparaiso, padre de tres criaturas, se había acercado a un hombre esposado y lo había liquidado de un tiro en la sien.
Barron levantó la cabeza hacia la ducha, como si la fuerza del agua pudiera ser capaz de llevarse el recuerdo y el horror.
Pero no fue así. Si algo hizo, fue intensificarlos. El fuerte bang del disparo todavía resonaba en su cabeza. Y con él venía el recuerdo del cuerpo de Donlan cayendo al suelo. En su mente lo veía una y otra vez. Cada vez más lenta que la anterior, hasta convertirse en una danza delicada de imágenes congeladas que ilustraban la pura fuerza de la gravedad una vez la vida dejaba de existir.
Luego venía lo demás: las caras, las voces, las imágenes que fluían por su memoria.
– Dice llamarse Raymond Thorne. Dice que su documentación se ha quedado en el tren. -Lee estaba en el asiento delantero del coche de detectives, leyendo sus notas mientras Halliday conducía por el parking, de camino al exterior. Barron iba detrás, sentado junto a su rehén/prisionero esposado y todavía indignado. Intentaba desesperadamente que no le notaran la sensación de pasmo, contrariedad y horror casi insoportable que todavía circulaba por su cuerpo.
– Dice ser ciudadano estadounidense nacido en Hungría. -Lee se volvió un poco en dirección a Barron-. Reside en el número veintisiete oeste de la calle Ochenta y seis, en Nueva York. Afirma ser comercial informático y trabajar para una empresa alemana. Pasa la mayor parte de su tiempo viajando. Dice que tomó el tren hasta Los Ángeles porque en Chicago cerraron los aeropuertos a causa de la tormenta de granizo. Allí fue donde conoció a Donlan.
– No digo que soy ciudadano estadounidense, lo soy -le espetó Raymond a Lee-. Y soy una víctima. He sido secuestrado y tomado como rehén. Estos hombres estaban en el tren. Lo han visto todo. ¿Por qué no se lo pregunta?
De pronto se quedaron bañados en luz de día, al salir Halliday del garaje, y avanzaron hacia una pared de furgones satélite y periodistas. Policías uniformados les abrían paso mientras Halliday iba acercándose; luego pasaron a través de ellos, giraron hacia la calle y se alejaron, de camino a la comisaría del centro de la ciudad, situada en Parker Center.
Barron recordó los perfiles solemnes de Lee y Halliday sentados delante. Estaban en el piso de abajo cuando todo ocurrió. Ahora sabía que estaban perfectamente informados de lo que iba a suceder en el momento en que se llevaron a Raymond de la escena por la escalera de incendios. Eso significaba que la ejecución de alguien como Donlan era un hecho habitual y que ellos esperaban que, ya que Barron era uno de ellos, sencillamente lo aceptaría sin rechistar. Pero estaban equivocados. Muy equivocados.
Barron cerró el grifo con brusquedad y salió de la ducha. Se secó y se afeitó mecánicamente, sin prestar demasiada atención. Por su mente pasaban todavía viñetas inacabables de lo que había ocurrido durante las horas desde que Valparaiso apretó el gatillo aquella mañana. Dentro de ellas, dos escenas destacaban de manera imborrable.
La primera era de cuando condujeron en medio de las hordas de periodistas frente al parking, y en ella veía la silueta del hombre bajo y joven -con su habitual chaqueta desgastada azul marino, sus pantalones arrugados color caqui y sus gafas de pasta- acercarse al coche y mirar fijamente en su interior. Dan Ford era así, el más agresivo de los periodistas de la ciudad. Cuando los miraba de la manera que lo hacía, resultaba mucho más obvio porque sólo tenía un ojo; el otro era de cristal, aunque resultaba difícil de distinguir… hasta que miraba fijamente con el ojo bueno, como si tratara de asegurarse de que veía realmente lo que creía. Eso fue lo que hizo mientras Halliday conducía a través de ellos. Al verlo tan de cerca observando, Barron desvió la vista apresuradamente.
El problema no era tanto que Ford trabajara para el Los Ángeles Times, o que, con veintiséis años, la misma edad que Barron, fuera sin duda el periodista policial más respetado de la ciudad, un tipo que contaba la verdad en lo que escribía y que conocía a los detectives de casi los dieciocho distritos policiales de la ciudad. El problema era que él y John Barron eran íntimos amigos desde el instituto. Por eso se había girado tan rápido al ver que Ford se acercaba. Barron sabía que Ford detectaría el shock y la repulsión en sus ojos y adivinaría que algo horrible acababa de ocurrir. Y no tardaría en preguntarle qué era.
La segunda escena ocurrió en la comisaría y el protagonista fue el propio Raymond. Lo habían fotografiado, le habían tomado las huellas dactilares y estaba de camino a la celda cuando pidió hablar con Barron. Como era el agente que lo había arrestado, Barron accedió, pensando que Raymond tenía intención de reclamar su inocencia por enésima vez. Pero, en vez de ello, su reo le preguntó por su estado:
– No parece que estés bien, John -le dijo, tranquilamente-. En el coche me has parecido inquieto por algo. ¿Estás bien?
Raymond le dedicó un levísimo esbozo de sonrisa, al final de todo, y Barron estalló en un ataque de furia, gritándoles a los guardias que se lo llevaran. Y eso hicieron, se lo llevaron de inmediato por las puertas de acero que se cerraron con fuerza detrás de él.
John.
De alguna manera, Raymond se había enterado de su nombre y ahora lo utilizaba para llegar a él, como si hubiera adivinado lo que le había ocurrido a Donlan y hubiera visto o percibido lo trastornado que Barron se había quedado por el incidente. Su petición de hablar con él había sido una manera de ponerlo a prueba y de confirmar su suposición, y Barron había caído de cuatro patas. La sonrisita, la mueca, la ironía del tono no eran solamente intolerables, sino que lo delataban enteramente. Sólo le quedaba haber acabado con un «gracias».
¿Y qué haría cuando Lee bajara a interrogarle sobre el Ruger automático hallado en su equipaje del tren? ¿Cómo explicaría este hecho? La respuesta era que, sencillamente, se haría el inocente. O tendría una respuesta legítima por lo del arma -era suya, viajaba muy a menudo y tenía permiso de armas, lo cual Barron dudaba mucho-, o negaría saber nada de ella, en especial si sabía que no había huellas de ningún tipo, y alegaría no tener ni idea sobre su procedencia. En cualquiera de las dos opciones, el tema de Donlan no saldría para nada. Raymond guardaría este pequeño dato entre él y John Barron.