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19:25 h

Barron se puso unos bermudas grises de deporte y luego entró descalzo a la cocina, a coger una cerveza de la nevera. Todo aquello se resistía a abandonar su mente. El asesinato ya había sido lo bastante devastador, pero la arrogante clarividencia de Raymond lo empeoraba. El resto era lo que los demás habían hecho luego: Valparaiso acercándosele con la versión oficial de lo ocurrido; la actitud mecánica de Polchak al quitar las esposas y poner el revólver en la mano fría, muerta, de Donlan. Luego, el prestigioso Red McClatchy… su preocupación paternalista por Valparaiso, dándole palmaditas y mandándolo a casa; su aviso tranquilo de que mandaran una ambulancia y un equipo técnico que revisara la escena del crimen y, sin duda, confirmara lo que Red les habría contado, y su última petición de que John redactara el informe del caso. Aparte de la propia ejecución, esto último era la mayor muestra de cinismo y crueldad.

Como todos los demás, Barron ya se había convertido en cómplice del asesinato por el simple hecho de haberlo presenciado. Pero redactar el informe, mecanografiarlo y firmarlo con su nombre lo convertiría en colaborador, con su nombre estampado a pie de página como agente de policía que certificaba la tapadera. Eso significaba que no se lo podía contar a nadie sin incriminarse. Era un asesinato y él formaba parte del mismo, le gustara o no. Y le gustara o no, estaba seguro de que Raymond, fuera quien fuese y sin importar lo que hubiera hecho, estaba al tanto de la situación.

Cerveza en mano, Barron cerró la puerta de la nevera sintiendo que tenía la cabeza a punto de estallar. Era policía, se suponía que no debía sentirse asqueado ni perturbado por aquel asunto, pero así era como estaba. Las circunstancias eran distintas y ahora era mayor, pero el pasmo y el horror y la incredulidad que ahora le revolvían las tripas se parecían mucho a lo que sintió ocho años atrás, cuando, con dieciocho años de edad, llegó a su casa y vio los destellos de los coches de policía y de las ambulancias en la calle, aparcados enfrente. Había estado por ahí con Dan Ford y otros amigos. En su ausencia, tres tipos jóvenes habían entrado en la casa y matado a tiros a su padre y a su madre, delante de Rebecca. Los vecinos oyeron los disparos y vieron a los tres hombres salir corriendo, meterse en un coche negro y marcharse a toda velocidad. La policía lo llamó «intento de robo en domicilio que había acabado mal». Hasta la fecha nadie sabía por qué no habían matado también a Rebecca. A cambio, la muchacha había sido condenada a una especie de cadena perpetua en el purgatorio.

Cuando Barron llegó Rebecca ya había sido trasladada a una institución psiquiátrica. Dan Ford, al verlo paralizado por el horrible impacto de lo que acababa de ocurrir y darse cuenta de que la familia Barron no tenía más parientes ni amigos demasiado próximos, llamó de inmediato a sus propios padres y lo organizó todo para que John se quedara con ellos todo el tiempo que necesitara. Fue una terrible pesadilla de policía, luces, sirenas y confusión. Barron podía ver todavía la expresión de su vecino al salir de la casa. Temblaba, tenía la mirada perdida y la tez pálida como la cera. Sólo más tarde se enteraría de que el hombre se había ofrecido voluntario para reconocer los cadáveres para que John no tuviera que pasar por aquel mal trago.

Durante muchos días posteriores al episodio vivió sumido en el mismo estado de shock, horror e incredulidad que ahora sentía, mientras trataba de comprender lo que había ocurrido y consultaba con varias instituciones para encontrar un lugar en el que cuidaran de Rebecca. Luego el shock se transformó en un agudo sentimiento de culpa. Todo había sido culpa suya y él lo sabía. Si se hubiera quedado en casa podría haber hecho algo para evitarlo. Jamás tendría que haber salido con sus amigos. Había abandonado a su madre, a su padre y a su hermana. Si se hubiera quedado en casa. Si hubiera estado allí…

Luego la culpabilidad se convirtió en rabia de la más profunda, y quiso hacerse policía de inmediato y enfrentarse cara a cara con aquel tipo de asesinos. Estos sentimientos se volvieron más intensos a medida que pasaban los días, las semanas y los meses y los asesinos no aparecían.

John Barron había empezado sus estudios universitarios en el Instituto Politécnico de California, en San Luis Obispo, donde comenzó la especialidad de paisajismo para poder convertir en realidad su sueño desde que era niño: dedicarse profesionalmente al diseño de jardines. Después del asesinato de sus padres, pidió el traslado de inmediato a UCLA para estar más cerca de Rebecca y preparar una licenciatura en Filología Inglesa para ingresar en la facultad de Derecho, donde pensaba especializarse en Derecho Penal. Soñaba con convertirse un día en fiscal, o hasta en juez, y decidió dedicarse a hacer observar el cumplimiento de la ley. Pero cuando el dinero del seguro de vida de sus padres empezó a agotarse y los gastos de Rebecca se dispararon, tuvo que buscar un empleo a tiempo completo, y lo hizo en el departamento de Policía: de cadete a agente, y de ahí a detective, con una rápida ascensión.

A los cinco años de incorporarse al LAPD se convirtió en miembro de la prestigiosa y centenaria brigada 5-2 y subió la rampa de un garaje abandonado hombro con hombro con el legendario Red McClatchy en busca de un asesino fugado. Era la misión soñada por cualquier policía del LAPD y probablemente de la mitad de policías de todo el mundo, y había llegado a ella por una combinación de esfuerzo intenso, inteligencia y un compromiso profundo con la vida que había adoptado.

Y en un instante, todo había saltado en pedazos, igual que su vida estalló aquella noche oscura y terrible de hacía ocho años.

– ¿Por qué? -gritó de repente-. ¿Por qué?

¿Por qué, si Donlan estaba desarmado y ya bajo custodia? ¿Qué respeto a la ley era éste? ¿Qué código se suponía que seguían? ¿Su propia ley de vigilancia? ¿Era éste el motivo del juramento de por vida que se hacía al ingresar en la brigada? Nadie abandonaba jamás la brigada 5-2. Ésta era la norma. Punto.

Barron abrió la cerveza y dio un trago largo. Luego miró a la foto enmarcada en la mesa que había al lado de la nevera. Era una imagen de él y Rebecca tomada en Saint Francis. Estaban abrazados y se reían. «Hermanos del año», decía el pie de foto. No se acordaba de cuándo se la habían hecho ni por qué, tal vez para recordarle que debía ir de vez en cuando a visitarla y pasar un poco de tiempo con ella. Hoy lo había hecho; mañana no podría ni soñar hacerlo.

Entonces, de pronto y como de la nada, le invadió la calma al darse cuenta que le daba igual cuáles eran las normas de la brigada. Nunca más habría lugar en su vida para el asesinato a sangre fría, en especial si el criminal era la propia policía. Sabía lo que había decidido casi en el mismo instante en el que Donlan fue ejecutado; que sólo había una cosa que podía hacer: encontrar un lugar muy lejos de Los Ángeles en el que Rebecca pudiera recibir tratamiento y luego, sencillamente, recogerla y marcharse allí con ella. Tal vez hubiera sido el último en incorporarse a la 5-2, pero sería también el primero en toda la historia del LAPD en abandonarlo.

21

Parker Center, Comisaría Central del LAPD.

El mismo martes, 12 de marzo, 22:45 h

Raymond permanecía junto a la puerta de su celda, mirando a la galería oscura. Estaba solo y llevaba un mono naranja con la palabra PRISIONERO cosida a la espalda. Tenía un lavamanos, una cama y un retrete, todo a la vista de cualquiera que pasara por el pasadizo de fuera. No tenía ni idea de cuántos reos más había, ni de por qué estaban allí. Lo único que sabía era que ninguno era como él, ni podría serlo jamás. Ni hoy, ni probablemente nunca. Al menos en América.