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«Tiene derecho a un abogado», le había dicho el policía negro, enorme e imponente, cuando le leía sus derechos. ¿A un abogado? ¿Qué significado tenía eso ahora? En especial a medida que el cerco se iba estrechando a su alrededor, como siempre había sabido que sucedería. Era un proceso que había empezado ya cuando ese mismo policía negro y enorme se le acercó para preguntarle sobre el Ruger. Su respuesta fue la misma que habría sido si lo hubieran pillado en el tren y el arma descubierta en su bolsa allí: sencillamente, una mentira. Actuó con absoluta sorpresa y le dijo que no tenía ni idea de dónde había salido aquella arma. Llevaba mucho tiempo en el tren, yendo y viniendo del vagón restaurante, del baño, de pasear por el pasillo. Cualquiera podría haberle metido el arma en la bolsa. Lo más probable es que fuera Donlan, para tenerla disponible por si le fallaba su propio revólver. Habló con el policía con actitud seria y absolutamente inocente, protestando todavía porque él era una víctima, no un criminal. Finalmente el policía le dio las gracias por su colaboración y se marchó. Al menos, Raymond había ganado un poco de tiempo.

La incógnita ahora era cuándo se darían cuenta de que todo lo que les había contado era mentira. Cuando lo hicieran, su atención hacia todo lo demás se intensificaría. ¿Cuánto tiempo tardarían en ponerse en contacto con la policía de Chicago para hablar del Ruger y preguntar si tenía antecedentes penales o alguna orden de arresto allí? Y fuera el que fuese el número de asesinatos cometidos en Chicago durante el fin de semana, ¿cuánto tardarían en enterarse del homicidio de los dos hombres acribillados en la sastrería de Pearson Street? Entre otras cosas, el calibre del arma usada saldría a la luz. ¿Cuánto tiempo faltaba para que la policía de Chicago pidiera un informe de balística del Ruger? Y hasta sin huellas digitales en el arma, ¿cuánto tardarían en empezar a relacionarlo todo y preguntarse qué vínculo había entre las llaves de la caja fuerte, sus recientes viajes dentro y fuera del país, los hombres asesinados en Chicago, su llegada y misión en Los Ángeles y el billete de avión a Londres?

22:50 h

De pronto Raymond se volvió y se sentó en la cama, pensando en las posibilidades de la larga cadena de coincidencias que habían tenido lugar en tan poco tiempo. Por alguna casualidad, había coincidido en el mismo tren, en el mismo vagón y en la misma mesa de juego con un hombre tan buscado por la policía que cuando supieron que viajaba allí, unos agentes de paisano de la policía habían sido enviados a bordo en mitad de la noche para asegurarse de que no se les escapaba. Luego, de entre todos los pasajeros del tren, el mismo tipo lo había elegido a él como rehén. Y casi en el mismo episodio, la policía lo había visto saltar al interior del coche robado a punta de pistola por su captor y habían asumido que eran cómplices, lo cual no tenía nada que ver con la verdad pero se había convertido en el motivo por el que estaba ahí.

Raymond hizo rechinar los dientes de rabia. Todo había sido planeado con mucho cuidado. Era un hombre que viajaba ligero, con las armas preparadas con antelación. Su único teléfono móvil era todo lo que necesitaba para mantenerse en contacto con la baronesa en un período tan breve de tiempo. Lo que debía haber sido tan sencillo se había acabado liando en una absurda e inconcebible cadena de circunstancias que, combinada con su frustración por haber sido incapaz de descubrir la ubicación en Francia de la caja fuerte -algo totalmente imprevisible porque las instrucciones contenidas en los sobres que guardaban las llaves, que él había leído y destruido, tenían que haberle dado esa información, pero no fue así-, bastaban para… De pronto cayó en la cuenta: todo aquello no tenía nada de casual. Eran hechos inevitables. Era lo que los rusos llamaban sudba, el destino, algo para lo que se había preparado y de lo que le habían advertido desde su infancia: que Dios pondría a prueba una y otra vez su valentía y su devoción, su dureza, su astucia y su voluntad de salir adelante en las situaciones más difíciles. Desde su juventud y hasta ahora había triunfado siempre. Y por muy imposible que la situación pareciera ahora, esta vez no sería distinto.

Esta idea lo tranquilizó, y se dio cuenta de que a pesar de toda la oscuridad que lo rodeaba, había algo que jugaba a su favor: el error cometido por la policía al matar a Donlan. El por qué no era importante; lo que importaba era que lo habían hecho. El simple eco del disparo le bastó para adivinarlo, y su conjetura quedó confirmada por el lenguaje corporal y facial del joven detective John Barron cuando se reunió con ellos en el coche patrulla, a los pocos minutos. La confirmación definitiva le llegó en forma de la respuesta furiosa y rápida de Barron al final de su detención, cuando Raymond le preguntó cómo se sentía. Así que sí, la policía había ejecutado a Donlan. Y sí, Barron estaba claramente afectado por aquel hecho. Si Raymond podría utilizar aquella información, o cómo, lo ignoraba, pero la clave, el eslabón que fallaba, era Barron. Era joven y emotivo y estaba en falso con su propia conciencia. Barron era alguien que, bajo las circunstancias apropiadas, podía ser explotado.

22

Cafetería Hollywood, Sunset Boulevard. Miércoles, 13 de marzo, 1:50 h

– A ver, déjame repasarlo otra vez. -Dan Ford se ajustó las gafas de pasta y miró el desgastado bloc de bolsillo que tenía delante-. Los otros jugadores de cartas eran William y Vivian Woods, de Madison, Wisconsin.

– Sí. -John Barron miró hacia el fondo de la cafetería. Estaban en una mesa trasera de un local abierto toda la noche, prácticamente solos. La excepción eran unos adolescentes que se reían en una mesa cerca de la entrada y una camarera de pelo canoso que conversaba en el mostrador con dos empleados de la compañía del gas que parecían recién salidos del trabajo.

– El nombre del revisor era James Lynch, de Flagstaff, Arizona.

– Ford se acabó el café que tenía en la taza-. Era empleado de Amtrak desde hacía diecisiete años.

Barron asintió con la cabeza. Los detalles sobre lo que había ocurrido en el tren Southwest Chief y los nombres de los implicados, que hasta entonces no habían trascendido a la prensa hasta que la investigación estuviera más avanzada y se hubiera notificado a las familias correspondientes, eran lo que le había prometido a Ford cuando éste lo llamó a casa un poco después de las once. Barron estaba despierto, miraba la tele y se había pasado las últimas horas barruntando cómo dejar la brigada y marcharse de Los Ángeles; preguntándose adonde ir y cuál era la mejor manera de hacerlo para Rebecca. La llamada a su psiquiatra, la doctora Janet Flannery, todavía no le había sido devuelta, y cuando el teléfono sonó pensó que sería ella. Pero era Dan Ford, que lo llamaba para ver cómo estaba después de su primera jornada real con el batallón, y luego preguntarle si podían hablar sobre lo ocurrido.

Quería preguntarle a Ford si había hablado con Lee o Halliday o alguno de los otros, pero se reprimió. Dan Ford era su mejor amigo y en algún momento debería hablar con él. Y si Ford estaba dispuesto a separarse un rato de Nadine, su coqueta esposa francesa a la cual después de dos años de matrimonio seguía llamando «novia» y tratando como tal, éste era un momento tan bueno como cualquier otro. Además le ayudaría a no pensar más en la cobertura periodística del día después de los asesinatos en el tren y de la persecución y muerte de Frank Donlan, que parecía estar en todos los canales de televisión. Había visto el tren parado en medio de las vías y las bolsas con los cadáveres de Bill Woods y del revisor un montón de veces. Había visto el garaje y el Ford con Halliday al volante, a él mismo sentado en el asiento de atrás al lado de Raymond, saliendo por entre el ejército de periodistas y fotógrafos; había visto el furgón del forense con el cadáver de Donlan en el mismo escenario; a Red McClatchy en Parker Center junto al jefe de policía, Louis Harwood, mientras Valparaiso reiteraba el cuento del «suicidio» de Donlan frente a las cámaras: la versión de Marty que se convertiría de inmediato en la versión oficial, como Barron sabía.