Una vez en casa escuchó los mensajes en el contestador. Tenía dos llamadas. La primera era de Halliday, hecha poco tiempo después de que Barron saliese a encontrarse con Dan Ford. Decía que Lee había visitado a Raymond en Parker Center y que éste había negado tener conocimiento alguno del revólver automático hallado en su equipaje. Aparte, ni el arma ni la munición tenían huellas digitales. Todo estaba perfectamente limpio, como si el que las hubiera utilizado lo hubiera limpiado todo cuidadosamente o hubiera usado guantes.
– Este tipo esconde algo, John -concluía Halliday-. Qué, no lo sé, pero ya lo descubriremos. Nos vemos por la mañana.
La segunda llamada era de la doctora Flannery. Era demasiado tarde para devolvérsela y sabía que debía esperar a la mañana, de la misma manera que debería esperar para hacer algo más sobre la logística de abandonar la brigada. El cómo, cuándo y dónde iba en función del hecho de que debía encontrar un lugar adecuado para Rebecca, lo más lejos posible de Los Ángeles, y eso era algo que tenía que dejar enteramente en manos de la doctora Flannery. Así que, con el segundo peor día de su vida a sus espaldas, finalmente agradecido, se metió en la cama.
3:18 h
El sueño se le resistía todavía. En su lugar, la vaga agitación que le provocaba preguntarse cómo había acabado tan solo que había una única persona en la tierra en la cual podía confiar. Sus amigos del pasado, del instituto, de la universidad, habían seguido su camino, y su vida de adulto, a pesar de que seguía teniendo como objetivo lejano la licenciatura en Derecho Penal, había estado dirigida por su responsabilidad hacia Rebecca. Tuvo que encontrar un trabajo seguro y hacerlo todo lo bien que podía en el mismo, lo cual había cumplido en la policía de Los Ángeles. Y aunque había trabado alguna amistad entre los agentes y detectives con los que trabajó, ninguna había durado lo bastante para convertirse en la amistad genuina que surge después de años de experiencias compartidas. Tampoco contaba con las otras relaciones y recursos que tienen otras personas: parientes, curas, psicólogos…
Tanto él como Rebecca habían sido adoptados de niños. Su madre y padre adoptivos eran originarios de Maryland e Illinois, respectivamente, y sus propios padres habían muerto hacía tiempo. Los dos hablaban muy raramente de sus parientes, y tenían contacto con ellos todavía más raramente, de modo que si tenía tíos o tías o primos lejanos, no los conocía. Además, su padre adoptivo era judío y su madre católica, por lo que decidieron dar a los niños una educación totalmente laica. Por eso no tenía ningún pastor, cura ni rabino en quien confiar. El hecho de que Rebecca estuviera al cuidado de unas monjas era algo circunstancial que reflejaba el hecho de que Saint Francis era la mejor, y tal vez la única, institución para ella que quedaba cerca y que podían permitirse. En cuanto a la terapia, en los ocho años en Saint Francis Rebecca había visto a cinco psicoterapeutas distintos y ninguno de ellos, ni siquiera su actual psiquiatra, la aparentemente competente doctora Flannery, había sido capaz de empezar a sacarla del estado de trauma profundo en el que vivía. Eso hacía que dirigirse a ella no fuera una opción con la que él pudiera sentirse cómodo.
Y así estaba: de los miles de millones de seres humanos de la tierra sólo había dos con los que se sentía lo bastante cómodo como para abrir su corazón: Rebecca y Dan Ford. Y por razones muy obvias, no se podía dirigir a ninguno de ellos.
3:57 h
Finalmente empezó a conciliar el sueño. Mientras la oscuridad empezaba a aliviarlo vio una sombra que se levantaba y se dirigía hacia él. Era Valparaiso y llevaba una pistola en la mano. Luego vio a Donlan, de pie, aterrorizado, inmóvil entre las manos que lo atrapaban como garras de Polchak. Valparaiso se acercó a él y le puso la pistola en la sien.
– ¡No, no lo haga! -gritaba Donlan.
¡Bang!
24
Parker Center. Todavía miércoles, 13 de marzo. 7:15 h
La sala de la brigada 5-2 era pequeña y práctica, amueblada con seis viejas mesas de despacho desgastadas y sus correspondientes sillas giratorias. En cada mesa había un ordenador de última generación y un teléfono multilínea; una impresora compartida cerca de la puerta descansaba sobre una mesa, bajo una pizarra grande que colgaba de la pared. En otra pared había un corcho lleno de notas y fotos pegadas de gente y de escenarios correspondientes a casos que se estaban investigando. Otra pared estaba ocupada por ventanales cubiertos por estores venecianos que tapaban el fuerte sol de la mañana. Un mapa detallado de Los Ángeles ocupaba la cuarta pared, y frente a esa pared estaba sentado John Barron, solo en el despacho, mirando a la pantalla de ordenador de su mesa y a lo que había escrito en ella:
FECHA: 12 de marzo
NÚMERO DE ARCHIVO: 01714
TEMA: Frank Blanquito Donlan
DOMICILIO: Desconocido
INVESTIGADOR RESPONSABLE DEL INFORME: Detective II, John J. Barron
INVESTIGADORES ADJUNTOS: Comandante Arnold McClatchy; detective III, Martin Valparaiso; detective III, Leonard Polchak
Barron miró a la pantalla un rato más y luego, de manera fría y mecánica, se puso a teclear. Prosiguió donde lo había dejado, siguiendo las instrucciones del comandante McClatchy. Lo hizo por él mismo, por Rebecca, incluso por Dan Ford: tomando la única puerta de salida que conocía.
OTROS INVESTIGADORES: Detective III, Roosevelt Lee; detective III, James Halliday
OFICINA DE ORIGEN: Brigada 5-2, División Central
CLASIFICACIÓN: Suicidio por disparo autoprovocado
De pronto, Barron se detuvo. Seleccionó las últimas palabras, le dio a la tecla borrar y «Suicidio por disparo autoprovocado» desapareció de la pantalla. Entonces escribió, furioso:
CLASIFICACIÓN: Homicidio
QUEJA: Ejecución del sospechoso detenido por el Detective III, Martin Valparaiso
Barron volvió a detenerse. Seleccionó el documento entero, le dio a la tecla BORRAR y la pantalla se quedó en blanco. Luego se reclinó en la silla y, por cuarta vez en los últimos quince minutos, consultó su reloj.
7:29 h
Todavía era pronto. Le importaba un comino.
7:32 h
Barron entró en una pequeña y luminosa mini cafetería: una sala con varias máquinas expendedoras, media docena de mesas de fórmica y varias sillas de plástico. Un sargento de uniforme estaba sentado, charlando con dos secretarios de paisano en la mesa de más cerca de la puerta. Aparte de ellos, el lugar estaba vacío.
Barron los saludó educadamente con un gesto de la cabeza, se acercó a una máquina de café y echó tres monedas de 25 centavos. Luego pulsó la tecla de LECHE Y AZÚCAR y esperó a que apareciera el vaso de papel y empezara a llenarse. Una vez lleno, las luces de la máquina se apagaron. Cogió el vaso y fue a sentarse a una mesa de la esquina, de espaldas a los demás.
Tomó un sorbo de café y luego sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Al tercer pitido, una conocida voz femenina contestó la llamada:
– Habla la doctora Flannery.
– Doctora Flannery, soy John Barron.
– Anoche lo llamé. ¿Oyó mi mensaje?
– Sí, gracias. Tuve que salir. -Barron levantó la vista hacia la ruidosa carcajada que salía del trío de la puerta. De inmediato, se volvió hacia el teléfono y bajó la voz-: Doctora, necesito su ayuda. Quiero encontrar otra institución para Rebecca, en algún lugar lejos de Los Ángeles; preferiblemente fuera de California.