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– ¿Hay algún problema, detective?

– Es algo… -Barron buscaba la palabra justa- personal, confidencial y… muy urgente, por motivos que todavía no puedo explicarle. Quiero cambiar algunas cosas de mi vida, y el primer paso es encontrarle un lugar a Rebecca. Todavía no he pensado exactamente el lugar, tal vez Oregón, o el estado de Washington, o Colorado, algo así. Pero ha de ser lejos de aquí y lo antes posible.

Hubo un largo silencio y Barron supo que la psiquiatra estaba tratando de comprender lo que estaba ocurriendo.

– Detective Barron -dijo finalmente-, teniendo en cuenta el estado de Rebecca, creo que usted y yo deberíamos sentarnos y hablar tranquilamente.

– ¡Hey, John!

Barron levantó la vista bruscamente al oír su nombre. Halliday acababa de entrar en la cafetería y se dirigía rápidamente hacia él.

Barron habló al teléfono:

– Permítame que la llame dentro de un rato, doctora. Gracias. -Colgó justo cuando Halliday llegó hasta su lado.

– No hay ningún Raymond Thorne en la calle Ochenta y seis de Manhattan -dijo Halliday, enfático-. La empresa alemana de informática para la que dice trabajar no existe. Sus huellas e identidad han salido limpias de la policía de Chicago, pero hemos descubierto que, el domingo, dos hombres fueron hallados torturados y acribillados en una sastrería, no mucho antes de que Raymond tomara el Southwest Chief. El arma del crimen no se encontró, pero las autopsias revelan que debe de ser de más o menos del mismo calibre que el Ruger que estaba en la bolsa de Raymond. Quieren que se haga un informe de balística.

»En la misma bolsa había un billete de primera clase a nombre de Raymond Thorne, de Los Ángeles a Londres, para un vuelo que salía de LAX a las 17:40 del lunes, lo cual nos hace suponer que sus planes originales no incluían un viaje de dos días en tren para llegar hasta aquí. Estoy trabajando con los federales, intentando que alguien en el Departamento de Estado sección Documentación nos dé una lectura de la banda magnética de su pasaporte. Polchak se encarga del test de balística. Tú ve a la audiencia de Raymond en el Tribunal Penal y asegúrate de que el juez no lo deja salir bajo fianza.

Por un instante muy breve Barron se quedó mirándolo, como si no lo hubiera entendido.

– John -lo apremió Halliday-. ¿Has oído lo que te acabo de decir?

– Sí, Jimmy, lo he oído. -Barron se levantó de pronto y se metió el móvil en el bolsillo-. Ya voy.

25

Edificio del Tribunal Penal, a la misma hora, 7:50 h

Ataviado con el mono naranja, las manos esposadas a la espalda, Raymond subía en ascensor con los dos agentes fortachones vestidos de uniforme que lo habían escoltado desde Parker Center y lo llevaban a su audiencia, a celebrarse en una sala de vistas de piso alto. Aquél era el momento que había decidido entre las pocas horas que había dormido durante la noche.

La idea de que podía usar al joven e inseguro detective Barron como medio para huir todavía le rondaba por la cabeza, pero el tiempo pasaba con rapidez. Su misión original al venir a Los Ángeles había sido mantener una confrontación final con el arrogante y extrovertido joyero de Beverly Hills Alfred Neuss. Que lo hubiera elegido para ser el último de su lista formaba parte integral de su operación.

La fase inicial del plan había sido recoger rápida y silenciosamente las llaves de la caja fuerte de los sujetos de San Francisco, México D.F. y Chicago, y luego, con el mismo silencio y rapidez, eliminar a los que las habían guardado. Si aquella fase hubiera funcionado como debía, no sólo tendría ahora las llaves sino que además sabría el nombre y la ubicación del banco francés que albergaba la caja fuerte. Con aquella información, habría mandado las dos primeras llaves rápidamente, por mensajero exprés, a Jacques Bertrand en Zúrich. La tercera llave habría sido enviada por el mismo método a la baronesa en Londres, donde el mismo Raymond la recogería a su llegada el martes. Al día siguiente habría viajado a Francia y habría retirado el contenido de la caja, para después regresar inmediatamente a Londres y mantener sus importantes reuniones al día siguiente, jueves, víspera de la ejecución de la acción en sí… que debía tener lugar en Londres el viernes, 15 de marzo; la misma fecha, irónicamente, de los idus de marzo.

La segunda fase del plan, y el motivo de convertir a Alfred Neuss en su última parada en América, era matarle, un acto que añadiría muchísima influencia a su poder creciente para lo que tenía que ocurrir el próximo viernes. Pero su incapacidad, incluso después de torturar a sus víctimas, de enterarse del nombre del banco y de su localidad le hizo darse cuenta de que la distribución de las llaves había sido una mera prevención, y que sin saber dónde estaba la caja fuerte, enviar las llaves a Bertrand o a la baronesa no tenía ningún sentido. La verdad, como se había dado cuenta al final, era que sólo dos hombres en el mundo sabían en qué banco y en qué ciudad francesa estaba la caja fuerte, y Alfred Neuss era uno de ellos. Era una certeza que añadía mucha tensión al juego y que convertía la necesidad de verle en más urgente que nunca.

Desde el principio, el factor tiempo lo había sido todo, y ahora lo seguía siendo. Y mucho más a la luz de la información que ahora tendría la policía. Significaba que no tenía más alternativa que reaccionar de manera radical antes de encontrarse más metido en el sistema jurídico americano.

7:52 h

Subieron una planta, luego otra.

Los agentes miraban al frente, no a él. Las mandíbulas apretadas, las pistolas enfundadas en los rígidos cinturones de los que también colgaban porras y esposas, los micros de las radios pegados a los cuellos de las camisas, la musculatura trabajada y su actitud fría, dura y distante; todo expresaba la intimidación obvia: que estaban totalmente preparados para hacer cualquier cosa necesaria en caso de que su prisionero se pusiera difícil.

Sin embargo, Raymond sabía que, a pesar de su pose y chulería, aquellos hombres eran poco más que funcionarios que recibían un salario. La motivación que él tenía, en cambio, era incomparablemente mayor e infinitamente más compleja. Y eso, unido a su extensa formación, suponía una diferencia enorme.

26

7:53 h

Ninguno de los dos agentes se dio cuenta de cómo Raymond giraba las muñecas con agilidad detrás de él, ni tampoco lo vieron quitarse una esposa, luego la otra. Ninguno vio su mano izquierda acercarse para tirar de la anilla de la pistolera que cubría la Beretta 9 mm del agente más cercano. Fue sólo en la décima de segundo siguiente cuando sintieron el peligro y se empezaron a dar la vuelta. Pero para entonces ya era demasiado tarde. La Beretta se deslizó hasta detrás de la oreja del primer agente y luego hacia la del otro, uno, dos, con una velocidad cegadora.

El estruendo ensordecedor de los dos disparos inundó el pequeño espacio y se apagó justo cuando el ascensor alcanzó la planta marcada y se detuvo. Con calma, Raymond tocó el botón de la última planta y el ascensor volvió a subir de nuevo. Uno de los agentes gimió, pero Raymond lo ignoró, de la misma manera que ignoraba el penetrante olor a pólvora y la sangre que fluía lentamente por el suelo de la cabina. Se quitó el mono de reo y se puso los pantalones y la camisa del primer agente. Luego cogió las armas de los dos hombres, se levantó y se colocó bien el uniforme de policía mientras el ascensor se paraba.