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Raymond respiró con fuerza y miró al hombretón de rostro rubicundo y cazadora arrugada que dormía en el asiento de la ventana, a su lado. Se trataba de Frank Miller, un vendedor de productos de papelería de Los Ángeles, cuarentón, un poco obeso y divorciado, que llevaba un peluquín bastante obvio y odiaba volar. Al otro lado de la estrecha mesa plegable estaban Bill y Vivian Woods, de Madison, Wisconsin, una pareja de cincuentones que se dirigía a pasar unas vacaciones en California y que ahora dormía en los asientos frente a él. Eran unos desconocidos que se habían convertido en amigos y compañeros de viaje casi desde el momento en el que el tren partió de Chicago y Miller se le acercó, cuando estaba solo en el vagón-restaurante, tomando una taza de café, para decirle que buscaban a un cuarto jugador de póquer e invitarlo a jugar. Para Raymond fue perfecto y asintió al instante, tomándolo como una oportunidad para mezclarse con los otros pasajeros en el caso poco probable de que alguien lo hubiera visto salir de la sastrería y la policía hubiera dado el aviso de busca y captura de alguien que viajara solo y coincidiera con su descripción.

Desde algún punto distante se oyeron dos pitidos de tren. El tercero llegó a los pocos segundos. Raymond miró hacia la parte delantera del vagón. El hombre enjuto del asiento de pasillo permanecía inmóvil, con la cabeza reclinada, como si, como todos los demás, estuviera durmiendo.

La tormenta de granizo y el viaje en tren ya eran lo bastante molestos en sí mismos, una vuelta de tuerca más en una serie de hechos meticulosamente planeados que se habían torcido. Durante los últimos cuatro días había estado en San Francisco, México D.F. y luego Chicago, adonde había llegado vía Dallas. Tanto a San Francisco como a México había ido a buscar información vital pero no había logrado encontrarla, había matado a la persona o personas implicadas e inmediatamente había continuado su camino. La misma locura se había reproducido en Chicago: donde se suponía que obtendría información, no encontró ninguna, de modo que tuvo que marcharse al último punto de su andadura por América, que era Los Ángeles o, más concretamente, Beverly Hills. Estaba seguro de que allí no tendría ningún problema para hallar la información que necesitaba antes de matar al hombre que la tenía. El problema era el tiempo. Era martes, 12 de marzo. Debido a la tormenta de granizo, llevaba ya más de un día de retraso sobre lo que había sido un plan trazado con precisión que todavía le exigía llegar a Londres no más tarde del mediodía del 13 de marzo. A pesar de lo frustrante que eso resultaba, se daba cuenta de que las cosas simplemente se habían retrasado y seguían siendo factibles. Lo único que necesitaba era que, durante las horas siguientes, todo fuera sobre ruedas. Pero no estaba tan seguro de que eso pudiera ocurrir.

Raymond se reclinó con cautela y miró su bolsa de viaje en el estante para equipajes que tenía arriba. Dentro llevaba su pasaporte de Estados Unidos, un billete a Londres de primera clase de British Airways, el rifle automático Sturm Ruger del calibre 40 que había utilizado en los asesinatos de Chicago y dos cargas de munición adicionales de once balas cada una. Se había arriesgado lo bastante como para llevarlo frente a los comandos de seguridad antiterroristas que patrullaban atentos por la estación y luego meterlo en el tren en Chicago, pero ahora se preguntaba si había hecho bien. Los rifles que utilizó en los asesinatos de San Francisco y México los había mandado en unos paquetes envueltos con papel de embalar que debían recogerse en la empresa de mensajería Mailboxes Inc., en la que previamente había abierto una cuenta y disponía de un casillero con llave. En San Francisco recogió el arma, la usó y luego la tiró a la bahía, junto al cuerpo del hombre que había asesinado. En México D.F. hubo problemas para localizar el paquete y tuvo que esperar casi una hora hasta que llamaron al responsable y lo encontraron. Recogió otra arma en un punto de recogida de Mailboxes Inc. en Beverly Hills, pero con el horario ya muy apretado debido al desplazamiento en tren, y con el problema de México todavía muy presente en su memoria, decidió correr el riesgo y llevar el Ruger con él para no jugársela y no encontrarse con otra cagada que pudiera retrasar su llegada a Londres.

Otro pitido más del tren y Raymond volvió a mirar hacia el hombre que dormía cerca de la puerta del vagón. Lo observó unos instantes, luego miró la bolsa del estante de arriba y decidió intentarlo: sencillamente levantarse, coger la bolsa y abrirla como si buscara algo en su interior; entonces, aprovechando la escasa luz, meterse con cuidado el Ruger debajo del jersey y volver a poner la bolsa en su sitio. Estaba a punto de hacerlo cuando se dio cuenta de que Vivian Woods lo estaba observando. Cuando la miró, ella le sonrió. No fue una sonrisa de cortesía, ni de complicidad entre compañeros de viaje despiertos a la misma hora temprana de la mañana, sino una sonrisa cargada de deseo sexual y muy reconocible por parte de él. Con treinta y tres años, Raymond era delgado y fibroso y tenía la belleza de una estrella del rock, el pelo rubio y unos ojos azules y grandes que subrayaban unas facciones delicadas, casi aristocráticas. Tenía además una voz aterciopelada y una manera exquisita de comportarse. Para las mujeres de casi todas las edades, aquella mezcla resultaba letal. Lo miraban con atención y, a menudo, con el mismo deseo que Vivian Woods mostraba ahora, como si estuvieran dispuestas a fugarse con él adonde les dijera y, una vez allí, a hacer cualquier cosa por él.

Raymond le respondió con una sonrisa amable y luego cerró los ojos como si quisiera dormirse, a sabiendas de que ella seguiría contemplándolo. Era halagador, pero a la vez era una vigilancia que, en aquel momento, le resultaba de lo más inoportuno, porque le impedía levantarse y apoderarse del rifle.

3

Estación de la Amtrak, San Bernardino, California, 6:25 h

John Barron observó la hilera de madrugadores que subían al tren para ir a trabajar a la urbe. Algunos llevaban maletines u ordenadores portátiles; otros, vasos de papel llenos de café. De vez en cuando había alguno hablando por el móvil. La mayoría parecían todavía medio dormidos.

Al cabo de varios minutos el revisor cerró la puerta, y a los pocos instantes sonó el pitido del tren, el vagón dio una pequeña sacudida y el Chief se puso en marcha. Al hacerlo, la joven que iba al lado de Barron se agitó un poco y luego volvió a dormirse.

Barron la miró a ella y luego al pasillo, hacia la hilera de pasajeros que todavía no habían encontrado asiento. Estaba impaciente. Desde que había empezado a amanecer se moría de ganas de levantarse e ir más allá de donde estaban los jugadores de cartas para saber qué pinta tenía su hombre. Si es que era su hombre. Pero no era la táctica adecuada, de modo que se quedó en su sitio y observó pasar a un niño de unos cuatro o cinco años aferrado a su osito de peluche. Le seguía una bella rubia, que Barron supuso que era su madre. Mientras pasaban, miró a Marty Valparaiso en su asiento frente a la puerta. Dormía, o fingía hacerlo. Barron sintió que le sudaba el labio superior y se dio cuenta de que tenía las palmas de las manos también húmedas. Estaba nervioso y eso no le gustaba. De todos los estados en los que podía encontrarse ahora, nervioso era el que menos ayudaba.

Ahora el último de los madrugadores pasaba por su lado en busca de un sitio para sentarse. Era alto y atlético, iba vestido con traje oscuro y llevaba un maletín. Parecía un joven ejecutivo agresivo, pero no lo era. Se llamaba Jimmy Halliday y era el tercero de los seis detectives de paisano asignados para arrestar al jugador de cartas cuando el Chief llegara a Union Station en Los Ángeles a las 8:40 de la mañana.