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Barron se recostó y miró por la ventana, más allá de la joven durmiente, tratando de relajarse. El trabajo de los detectives del tren era comprobar que el jugador de cartas era en efecto el hombre buscado por la policía de Chicago. Si así era, deberían seguirle si bajaba del tren antes de llegar a Los Ángeles o, si permanecía a bordo -como sospechaban que iba a hacer porque su billete era hasta allí-, atraparlo cuando fuera a bajar. La idea era acorralarlo entre ellos y los otros tres detectives de paisano que esperaban en el andén de Union Station para arrestarlo rápidamente.

En teoría, el plan era fáciclass="underline" no hacer nada hasta el último instante y luego apretar la tuerca minimizando el riesgo para la gente de la estación. El problema era que su hombre era un tipo extraordinariamente receptivo, emocionalmente explosivo y un asesino extremadamente violento. Ninguno de ellos quería ni imaginarse lo que podía pasar si sospechaba que estaban dentro del tren y se ponían en acción allí mismo. Pero éste era el motivo por el cual habían subido por separado y se habían mantenido deliberadamente discretos.

Todos ellos -Barron, Valparaiso y Halliday, más los tres que esperaban en Union Station- eran detectives de homicidios pertenecientes a la brigada 5-2 de la Policía de Los Ángeles, la prestigiosa y centenaria unidad de «situaciones especiales» que ahora formaba parte de la brigada de Robos y Homicidios. De los tres que viajaban en el tren 39002, Valparaiso era el mayor, de cuarenta y dos años de edad. Tenía tres hijas adolescentes y llevaba dieciséis años en la 5-2. Halliday tenía treinta y un años, dos hijos gemelos de cinco y su esposa estaba embarazada de nuevo. Llevaba ocho años en la brigada. John Barron era el niño, con veintiséis años y todavía soltero. Llevaba una semana en la 5-2. Razón de más para que ahora sintiera las manos y el labio superior sudados y para que la joven que dormía a su lado y el niño del osito de peluche y todo el resto de personajes del vagón le preocuparan. Era su primera situación de tiroteo potencial en la 5-2, y su hombre, si resultaba que lo era realmente, era enormemente peligroso. Si algo ocurría y él no entraba en escena cuando le tocaba, o si metía la pata de alguna manera y mataban o herían a alguien… No quería ni pensarlo. En vez de eso, consultó el reloj: eran las 6:40, exactamente dos horas antes de la llegada prevista a Union Station.

4

Raymond también había visto subir al tren al hombre alto del traje oscuro. Seguro de sí mismo, sonriente, maletín en mano, con aspecto de hombre de negocios dispuesto a empezar un nuevo día. Pero, al igual que la de los hombres que habían subido al Chief en Barstow, su presencia era demasiado entusiasta, demasiado estudiada, demasiado cargada de autoridad.

Raymond lo observó pasar y luego se volvió disimuladamente a mirar cómo se detenía a mitad del pasillo más abajo para dejar que una mujer instalara a su hijo en un asiento, y luego proseguía y salía por la puerta del fondo del vagón, justo cuando Bill Woods entraba por la misma en dirección contraria, sonriente como siempre y con cuatro tazas de café en una bandeja de cartón.

Vivian Woods sonrió mientras su marido posaba la bandeja en la mesa de las cartas y se deslizaba en el asiento a su lado. De inmediato, cogió las tazas y las repartió, haciendo un esfuerzo por no mirar a Raymond. En vez de eso, se volvió amablemente hacia Frank Miller.

– ¿Se encuentra mejor, Frank? Tiene mejor cara.

Según los cálculos de Raymond, el vendedor había entrado y salido del vagón ya tres veces en las últimas dos horas, despertándolos a todos cada vez que iba o volvía.

– Estoy mejor, gracias -dijo Miller, forzando una sonrisa-. Es algo que he comido, supongo. ¿Qué les parece si jugamos unas cuantas manos antes de llegar a Los Ángeles?

Justo en aquel momento pasó el revisor.

– Buenos días -dijo, al pasar junto a Raymond.

– Buenos días -contestó Raymond distraídamente, y luego se volvió en el momento en que Bill tomaba una baraja de naipes de la mesa de delante de ellos.

– ¿Juega, Ray?

Raymond sonrió con sencillez:

– ¿Por qué no?

5

Los Ángeles, Union Station, 7:10 h

El comandante Arnold McClatchy llevó su Ford azul claro por una zona polvorienta en construcción y se detuvo en un aparcamiento apartado de gravilla, justo enfrente de una cadena metálica que cerraba la vía 12, por donde estaba previsto que llegara el Chief del suroeste. Menos de un minuto más tarde, otro Ford de camuflaje aparcó a su lado con los detectives Roosevelt Lee y Len Polchak dentro.

Hubo cierres enérgicos de puertas y los tres miembros restantes de la brigada 5-2 cruzaron hasta el andén de la vía 12 bajo un sol ya muy cálido.

– Si queréis café, hay tiempo. Id a buscarlo. Yo me quedo aquí -dijo McClatchy al llegar al andén. Luego miró a sus veteranos detectives, uno alto y negro, el otro bajo y blanco, alejarse por una rampa larga que bajaba hasta el interior fresco de Union Station.

Durante un rato McClatchy permaneció donde estaba, vigilante, y luego se volvió y anduvo por el andén solitario hasta el final para mirar al punto lejano por el que las vías desaparecían haciendo una curva bajo la intensa luz del sol. Si Polchak o Lee querían café o no daba igual, ellos sabían que quería estar solo para hacerse una idea del lugar y de la acción que se desplegaría a la llegada del tren, cuando se pusieran manos a la obra.

A sus cincuenta y nueve años, Red McClatchy llevaba más de treinta y cinco como detective de homicidios, y treinta de ellos en la 5-2. En aquel período había resuelto personalmente ciento sesenta y cuatro casos de asesinato. Tres de sus asesinos habían sufrido la pena de muerte en la cámara de gas de San Quintín; siete más permanecían en el corredor de la muerte, a la espera de sendas apelaciones. Durante las últimas dos décadas había sido propuesto cuatro veces como jefe del LAPD, el Departamento de Policía de Los Ángeles, pero todas ellas lo había rechazado alegando que él era un currante, un policía de la calle, y no un administrador, ni un psicólogo, ni un político. Y además, quería dormir por la noche. También era el jefe de la 5-2 y lo llevaba siendo desde mucho tiempo atrás. Esto, decía, es suficiente para cualquier hombre.

Y obviamente lo era, porque en todo este tiempo, después de los escándalos y de las guerras políticas y raciales que habían empañado el nombre y la reputación tanto de la ciudad como del departamento, ese «currante» había sido capaz de conservar inmaculada la larga y rica tradición de la brigada. Su historia incluía casos que habían saltado a los titulares de la prensa internacional, entre ellos el crimen de la Dalia Negra, el suicidio de Marilyn Monroe, el asesinato de Robert Kennedy, la matanza de Charles Manson y el caso O. J. Simpson. Y todo ello envuelto con el aura, el resplandor y el glamour de Hollywood.

El aspecto de agente fronterizo de este policía alto y de espalda ancha, pelirrojo y con las sienes que empezaban a clarear, no hacía más que potenciar su imagen. Con su clásica camisa blanca almidonada, su traje oscuro con corbata, el Smith & Wesson del 38 enfundado en la cintura, se había convertido en una de las figuras más conocidas, respetadas e influyentes dentro de la policía de Los Ángeles, tal vez hasta de la ciudad, y era casi una figura de culto dentro de la comunidad policial internacional.

Sin embargo, nada de esto lo había cambiado. Ni a su manera de trabajar, ni a la manera de operar de su brigada. Eran artesanos: tenían un trabajo que hacer y lo hacían día a día, en lo bueno y en lo malo. Y hoy era lo mismo. Un hombre debía llegar en el Southwest Chief y debían capturarlo y arrestarlo para la policía de Chicago, y al mismo tiempo cuidar de que ningún otro ciudadano sufriera daños. Nada más y nada menos, así de sencillo.