Lee vio a Valparaiso corriendo hacia una verja baja, veinte metros más adelante. Inmediatamente, su enorme pie derecho pisó el freno y el Ford se detuvo justo cuando Valparaiso saltaba la verja y corría hacia él.
– ¡Vamos! -gritó Valparaiso, subiendo al coche. Antes de que éste hubiera cerrado la puerta, Lee pisó el acelerador y el Ford salió disparado, dejando un rastro de rueda quemada.
14
8:53 h
Raymond miró a Donlan. Con el Colt automático en el regazo, la intensidad y el atrevimiento con los que conducía -cortando el tráfico, saltándose semáforos, girando abruptamente aquí y allá; todo con un ojo en la carretera y el otro en el retrovisor-, le parecía que estaba en una película de acción. Sólo que esto no era ninguna película, era más bien un exceso de realidad.
Raymond desvió la vista hacia la carretera. Iban a mucha velocidad. Donlan iba armado y era obvio que no tenía problemas para matar a la menor provocación. Además, era tan observador como Raymond. Resultaba evidente que había detectado al instante la presencia de los policías en el tren, y éste era el motivo de sus constantes viajes al baño. Eran sus nervios, nada más, mientras trataba de decidir qué hacer. Pero su vigilancia y rapidez significaban que intentar hacer algo contra él aquí y ahora era una locura. Quería decir que tenía que informar a Donlan de lo que iba a hacer antes de hacerlo.
– Voy a buscar en mi bolsillo y sacaré la cartera y el móvil, ¿vale?
– ¿Por qué? -Donlan tocó el revólver de su regazo pero mantuvo los ojos en la carretera.
– Porque tengo un permiso de conducir y tarjetas de crédito falsos y si la policía nos alcanza no me gustaría que me los encontraran. Tampoco quiero que me cojan el móvil y rastreen los números de teléfono.
– ¿Por qué? ¿En qué está metido?
– Estoy en este país ilegalmente.
– ¿Es terrorista?
– No. Es por algo personal.
– Haga lo que tenga que hacer.
Donlan giró bruscamente a la derecha. Raymond se sujetó mientras el Toyota se enderezaba y luego sacó la cartera y sacó el efectivo que le quedaba: cinco billetes de cien dólares. Los dobló por la mitad y se los puso en el bolsillo, abrió la ventana y tiró la cartera a la calle. Al cabo de cinco segundos tiró su teléfono móvil y lo miró romperse en mil pedazos al golpearse con el bordillo de la acera. Se la jugaba, lo sabía, y mucho, en especial si salía de ésta, porque necesitaría tarjetas de crédito, documentación y un móvil. Pero escapar del psicópata armado Donlan sin la ayuda de la policía era algo improbable, al menos de manera inmediata. Si pillaban a Raymond, lo interrogarían; examinarían su documentación cuidadosamente, la comprobarían y descubrirían que su permiso de conducir era falso y que las tarjetas de crédito, aunque eran reales, estaban emitidas por entidades bancarias en las que había utilizado documentación falsa, cosa que también las convertía en fraudulentas.
Por este motivo, y en especial a la luz de la preocupación sobre seguridad interna que reinaba en Estados Unidos, si encontraban su teléfono móvil harían exactamente lo que le había dicho a Donlan: rastrear las llamadas que había hecho. Y aunque había usado números de terceros y centralitas extranjeras para hacer las llamadas, había alguna posibilidad, aunque fuera remota, de que descubrieran que había estado en contacto con Jacques Bertrand en Zúrich y con la baronesa que lo esperaba en Londres. Que descubrieran a uno de ellos o a los dos era algo que no podía dejar que ocurriera, no ahora que tenían el horario europeo cerrado y había empezado la cuenta atrás.
Con lo que la policía habría encontrado en el tren no podía hacer nada. En algún momento tendrían que buscar por los montones de equipaje esparcidos y encontrar su bolsa con un recambio de ropa, el Ruger, las dos cartucheras de munición extra, el billete de avión a Londres, su pasaporte estadounidense, las escasas notas que guardaba en una agenda delgada del tamaño de un talonario y tres llaves idénticas numeradas correspondientes a cajas fuertes, guardadas en una pequeña bolsa de plástico de cierre hermético. Ahora lamentaba haberse llevado el Ruger. El billete era sencillamente lo que era. Sus notas, probablemente, no significarían nada para nadie, y las llaves de las cajas fuertes tampoco revelaban nada, como descubrió furiosamente, puesto que sólo llevaban grabado el sello de su fabricante belga y el número de las mismas, 8989. Los anteriores propietarios de las llaves, las personas a las que había matado en San Francisco, México y Chicago, no tenían ni idea de dónde estaba la caja fuerte. De eso estaba seguro, porque a todos ellos les había provocado el suficiente dolor físico como para hacer que cualquier ser humano revelara cualquier cosa. De modo que, aunque tenía las llaves, no sabía más de ellas ahora que antes: que la caja fuerte a la que correspondían estaba en un banco en alguna localidad francesa. Pero en qué banco y en qué ciudad, no tenía ni idea. Era una información vital y sin ella las llaves no tenían ningún valor. Obtenerla antes de volar hacia Londres había multiplicado por mil su necesidad de pasar por Los Ángeles, pero eso, por supuesto, era algo que la policía no sabría. Lo que les quedaría, entonces, sería su pasaporte, y puesto que lo había usado sin problemas para entrar y salir del país, supondrían que era auténtico. El problema llegaría si comprobaban la banda magnética de detrás. Si eran lo bastante astutos para relacionar las cosas, descubrirían que había estado en San Francisco y México D.F. los mismos días en que se habían cometido los asesinatos, y que había regresado a Estados Unidos vía Dallas, desde México, el día antes de los crímenes de Chicago. Pero eso implicaba que tendrían alguna información sobre esos crímenes, lo cual era mucho suponer, puesto que eran muy recientes y muy alejados geográficamente. Además, buscar por entre el caos de los equipajes y efectos personales que se habían caído cuando el revisor tiró del freno de emergencia del tren llevaría un tiempo, que era lo que ahora trataba de ganar desprendiéndose de cualquier elemento sospechoso. Si capturaban a Donlan, Raymond podría decir sencillamente que toda su documentación se había quedado en el tren, esperar que le creyeran un rehén aterrorizado y le dejaran marchar antes de encontrar su bolsa de viaje.
8:57 h
– La furgoneta verde -dijo Donlan bruscamente, con la mirada clavada en el retrovisor.
Raymond se volvió y miró detrás de ellos. Una furgoneta Dodge verde los seguía a unos setecientos metros y a gran velocidad.
– ¡Allí! -gritó Barron. Tocó el claxon y pisó el acelerador a fondo. Le hizo un interior a un Buick y lo adelantó bruscamente, luego se colocó en el carril de la izquierda.
Halliday levantó su radio.
– Red…
– Aquí, Jimmy. -La voz de McClatchy se oyó claramente.
– Lo tenemos a la vista. Estamos en el este, en Cesar Chavez, acabamos de cruzar North Lorena.
Dos manzanas más adelante el Toyota se escoró hacia la izquierda, cambiando de carril. Estuvo a punto de estrellarse con un autobús y luego se metió a toda velocidad por una calle secundaria.
– Agárrate. -Barron rodeó un Volkswagen Beetle, luego cruzó los carriles izquierdos desafiando el tráfico que venía y se metió por la misma calle que Donlan.
Halliday cogió la radio.
– A la izquierda en Ditm… ¡Cuidado!
El Toyota venía directamente hacia ellos. Vieron a Donlan al volante sacando la mano izquierda por la ventana, con la pistola preparada. Barron dio un brusco giro a la derecha y el furgón se escoró.
¡Bang, bang, bang!
Los dos detectives se agacharon mientras el parabrisas del furgón saltaba en mil pedazos. Se levantó sobre dos ruedas y luego volvió a caer de pie. Barron redujo rápidamente, hizo un giro de 180 grados y salió disparado tras el Toyota.