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—¿Le presento a otros que Parten? —preguntó la señorita Elliot.

—Por favor. Sí.

Ella le acompañó de persona en persona. Es Henry Staunt, dijo una y otra vez. El famoso compositor. Y ella le dijo todos sus nombres. No reconoció a ninguno. David Golding, Michael Green, Ella Freeman, Seymour Church, Katherine Parks. Nombres y apellidos. Caras marchitas. La señorita Elliot no ofreció etiquetas que identificaran a ninguno, como ofreció para identificarle a él; no había ninguna «Ella Freeman, la famosa actriz», ni «David Golding, el famoso astronauta», ni «Seymour Church, el famoso financiero». Ellos no habían sido actrices ni astronautas ni financieros. Sólo Dios sabía lo que habían sido; la señorita Elliot no iba a decirlo y Staunt se encontraba sin energía para preguntarles. Contadores, bolsistas, amas de casa, maestros de escuela, programadores. Cualquier cosa. Nada. Simplemente personas. Gente común. Sobrevivientes de épocas geológicas anteriores. Tan viejos, tan viejos, tan viejos. En casi ninguno podría percibir Staunt algún vislumbre de vida, y vio por primera vez qué afortunado había sido él al llegar a esta avanzada edad que tenía y estar aún entero. Los muertos ambulantes. Seymour Church, el famoso cadáver resucitado. Katherine Parks, la famosa sonámbula. Parecía que ninguno había oído hablar de él. Eso no le sorprendió a Staunt; incluso un famoso compositor aprende pronto en la vida que únicamente será famoso entre una minoría de sus compatriotas. Pero esas miradas vacías, esos ojos sin enfocarse. Mucho gusto en conocerle, señor Stout. Encantado, señor Stint. Hola. Hola. Hola.

—¿Ha conocido a gente interesante? —dijo la señorita Elliot, al pasar al lado de Staunt media hora después.

—Estoy más cansado de lo que creía —dijo Staunt—. Quizá deba acompañarme al apartamento.

Ya se le iban de la memoria los nombres de los otros que Partían. Había hablado brevemente, en fragmentos, con seis o siete de ellos, pero no podían concentrarse en lo que decían, ni tampoco él, descubrió. Una fatiga terrible, que jamás había sentido antes, caía sobre él. La senectud debe ser contagiosa, decidió. Treinta minutos entre los que Parten y soy como ellos. Tengo que escaparme.

La señorita Elliot le guió al cuarto. El señor Falkenbridge, el enfermero, apareció sin ser llamado; le ayudó a desnudarse y le acostó. Staunt estuvo despierto largo rato en la cama extraña, su mente tensa haciendo tic-tac implacablemente. Un problema del huso horario, pensaba. Sentía la tentación de pedir un calmante, pero mientras buscaba la fuerza para sentarse y llamar a la señorita Elliot, le cautivó el sueño y le hundió en un pozo de oscuridad.

7

En los días siguientes logró conocer a algunos de los otros. Era una tarea que se impuso a sí mismo. A lo largo de su vida, Staunt había seguido, a veces con dificultad, el estrecho límite entre el recato y el esnobismo, intentando mantenerse aparte sin dar la impresión de rechazar a otros, y estaba especialmente ansioso por no retirarse hacia la auto-suficiencia en estos días tan importantes. Así que buscaba a sus compañeros entre los que Partían y hacía lo que podía para romper las barreras que les separaban de él.

No obstante, era tarde ya en la vida para hacer nuevos amigos. Encontró difícil comunicarles algo de sí mismo, o de extraer de ellos algo de más importancia que los meros hechos básicos de sus vidas. Como sospechaba, eran un grupo soso, gente que nunca había logrado nada en particular salvo la longevidad. Staunt no tenía eso en contra suya: no veía la razón de por qué todo el mundo tenía que rebosar de creatividad, y había querido profundamente a muchos cuyos únicos talentos habían sido los de la amistad. Pero esta gente, llegando ahora al fin de sus días estaba ahuecada por las erosiones del tiempo y quedaba tan poco de ella que aún el común calor humano se había desgastado. Contestaron a las preguntas mecánicamente y rara vez respondieron con preguntas propias suyas. «¿Compositor? Qué interesante. A veces yo escuchaba música.» Logró descubrir que Seymour Church llevaba ocho meses viviendo en la Casa de Despedida porque su hijo había insistido, pero no quería Irse; que Ella Freeman había tenido (o creía que había tenido) una aventura amorosa, hacía más de un siglo, con un hombre que después fue Presidente; que David Golding se había casado seis veces y estaba excesivamente orgulloso de eso; que cada uno de éstos que Partían se agarraba a algún dato biográfico trivial que le daba un trocito de identidad individual. Pero Staunt no fue capaz de penetrar más allá de ese dato identificador; o no había nada más en ellos, o no podían o no querían revelárselo. Un grupo soso, pero Staunt ya no estaba en condiciones de escoger a sus compañeros por los méritos que tenían.

Durante la primera semana de estancia en Arizona la mayor parte de su familia vino a verle, empezando por la visita de Paul y el joven Henry, el hijo de Crystal. Se quedaron con él dos días. David, el otro hijo de Crystal, llegó un poco más tarde con su mujer, los hijos y uno de los nietos; luego se presentaron las dos hijas de Paul y una variedad de jóvenes. Todo el mundo, incluso los niños, mostraban empalagosas e infelices expresiones de alegría. Estaban empeñados en considerar la Ida de Staunt como un acontecimiento bello. Durante las conversaciones con él nunca mencionaron siquiera la Ida, sólo hablaron de chismes familiares, música, la primavera, las flores, memorias. Staunt jugaba su juego. Tenía tan poco deseo de agitación emocional como ellos; quería retirarse cordialmente de sus vidas, sonriéndose, haciendo reverencias. Tenía cuidado, por eso, de no indicar para nada que pronto iba a terminar su vida. Fingía que había venido a este lugar en el desierto sólo para pasar unas breves vacaciones.

La única que no le visitó, aparte de unos bisnietos, fue su hija Crystal. Cuando trató de llamarla por teléfono no tuvo respuesta. Sus visitas evitaban cualquier alusión a ella. ¿Estará enferma?, se preguntó Staunt. ¿Muerta, incluso?

—¿Qué intentas ocultarme? —preguntó por fin a su hijo—. ¿Dónde está Crystal?

—Crystal está perfectamente —dijo Paul.

—No es eso lo que te pregunté. ¿Por qué no ha venido?

—Realmente no ha estado del todo bien estos últimos días.

—Como sospechaba. Está enferma de gravedad, y tú crees que el choque de saberlo me hará daño.

Paul negó con la cabeza:

—No es así ni mucho menos.

—¿Qué le pasa entonces? —Por su mente cruzaron visiones de cáncer, de intervención al corazón, tumores cerebrales—. ¿Ha tenido alguna especie de trasplante? ¿Está en el hospital?

—No es un problema físico. Crystal simplemente está sufriendo de fatiga. Ha ido a Luna Domo para tomarse un descanso.

—Hablé con ella el mes pasado —dijo Staunt—. Parecía bien entonces. Quiero saber la verdad, Paul.

—La verdad.

—Sí, la verdad.

Paul cerró los ojos cansadamente un momento, y en ese momento Staunt vio a su hijo tal y como era: un viejo, aunque no tan viejo como él mismo. Después de un rato, Paul dijo con voz plana, monótona:

—El problema es que Crystal no ha aceptado tu Ida muy bien. La llamé para decírselo, inmediatamente después de que me habías dicho, y se puso histérica. Piensa que te están engañando, que tu Guía es parte de un complot para eliminarte, que tu decisión es prematura diez o quince años por lo menos. Y no puede hablar con calma de esto, así que creíamos que era mejor llevarla a donde no pudiera hablarte para que no te molestara. Ya está. Esa es la historia. No iba a contártela.

—Fue tonto por tu parte esconderlo.

—No queríamos estropearte la Ida con escenas histéricas.

—Mi Ida no se estropeará tan fácilmente. Me gustaría hablar con ella, Paul. Puede que le haga bien cualquier ayuda que yo pueda darle. Si puedo hacerle ver la Ida como es de veras —si puedo convencerla de que su actitud no es sana—. Paul, consígueme una llamada a Luna Domo, ¿quieres? La gente de la Realización la pagará. Crystal me necesita. Tengo que hacerle comprender.