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—El cóptero cayó tan rápido, señor Staunt. Lo seguían con el haz de estabilización por toda la tempestad, pero sabe que no es posible siempre...

—¿Y mi mujer? ¿Mi mujer?

—Lo sentimos, señor Staunt.

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Está sentado frente a la fila de teclas del piano, impacientándose con la teoría y el enlace de acordes. Las piernas todavía no alcanzan los pedales; una molestia que durará poco. Cierra los ojos y golpea el teclado. Éste es el tono de do mayor, el fácil. La cuerda tónica. La dominante. ¿Por qué esperaron tanto para hablarle de estas cosas? Construye cuerda tras cuerda. Ahora moderaré a re menor. Modular. Hago esto y esto y esto. Tiene nueve años. Durante toda la calurosa tarde de sábado ha explorado este otro lenguaje maravilloso de los sonidos. Mientras su familia está sentada, helada, frente al televisor.

—¿Henry? ¡Henry, van a salir del módulo en cualquier momento!

Él se encoge de hombros. ¿Qué le importa a él caminar por la Luna? La Luna está muerta y muy remota. Y éste es el mundo de re menor. Tiene sus propias exploraciones que hacer hoy.

—¡Henry, ya está fuera! ¡Bajó la escalera!

Bien. Tónica. Dominante. Y la séptima disminuida. Las palabras son extrañas. Pero qué fácil es ir más y más profundo en el laberinto del sonido.

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Los profesores y los estudiantes tenemos gran placer, señor Staunt, al presentarle en esta ocasión de su centesimo aniversario, este recuerdo de un compositor que compartía la divina productividad de usted, si no su longevidad afortunada: el manuscrito original de «Divertimento en si» de Mozart, Kóchel número...

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—Un niño. Sí. Vamos a llamarle Paul, por el padre de Edith. Y qué sensación más rara es decirme que tengo un hijo. Sabes, tengo cuarenta y cinco años. Ha pasado más de la mitad de mi vida, supongo. Y, ahora, un hijo.

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El sol es enorme en el cielo y la playa está ardiendo con resplandecientes furias de calor, y más allá de la media luna rosada de arena, el verde Caribe descansa en su lecho como agua en una tina quieta. Éstas son las horas cuando él se queda a la sombra en una hamaca, leyendo o tomando notas para un ensayo o su próxima composición. Pero allí está esa chica otra vez, agachada cerca de la ribera, dando suaves golpes con los dedos a los bichitos en un charco que formó la marea, las tímidas anémonas y las pequeñas caracolas y los ermitaños inquietos. Así que él tiene que exponer la piel vulnerable porque mañana volverá en avión a Nueva York, y ésta puede ser la última oportunidad de presentarse a la muchacha. La ha observado durante la semana entera de vacaciones. No una chica, exactamente. Por lo menos tiene veinticinco años. Muy suya: reservada, distantemente precisa, alerta, elegante. Una tentación. Rara vez se ha sentido tan atraído hacia nadie. Conservar su estado de soltero no ha sido difícil para él; pasa tan suavemente de mujer en mujer como de ciudad en ciudad. Pero hay algo en los ojos de esa Edith, algo en su sonrisa que tira de él. Sabe que se hace el tonto. Todo esto es pura fantasía: no tiene idea de cómo es ella, qué intereses tiene. Ese aspecto de inteligencia y simpatía puede ser su propia invención; la chica detrás de la cara puede ser de veras vacía y ordinaria, alguna programadora en vacaciones, el alma de ella una oscura confusión de ensueños de estrellas encantadoras de la holovisión. Pero tiene que acercarse. El sol golpea sobre su piel sensible. Ella le mira sonriendo desde el charco. Un caracol violeta se arrastra levemente por su palma. Él se arrodilla junto a ella. Ella le ofrece el animalillo y él le deja arrastrarse por la mano, y se ríen, y ella va mostrándole conchas, caracolas marinas, crustáceos, hasta que hay alguna especie de contacto humano por medio de las criaturas de este charco salado, y por fin él dice, sintiéndose torpe:

—No nos conocemos. Soy Henry Staunt.

—Lo sé —dice Edith—. El compositor.

Y todo se hace mucho más fácil.

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—... y la medalla de oro por su destacada obra en la forma sinfónica extensiva del estudiante de menos de dieciséis años se entrega —como estoy seguro de que todos se han dado cuenta— a Henry Staunt, que...

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—¿Y mi mujer? ¿Mi mujer?

—Lo sentimos tanto, señor Staunt.

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—Y mientras estamos entrando ya en esa parte de la noche, Henry, me permito el privilegio de hacer algo de análisis también. ¿Sabes lo que te pasa de veras? ¿Lo que está mal en tu música, tu alma, todo? No sufres. Nunca te ha tocado el dolor, o si lo ha hecho, no lo has asumido. Mira, tienes cuarenta años y nunca has conocido más que el éxito, se toca tu música en todas partes, un logro increíble para un compositor vivo, y podrías aparentar treinta años. O incluso veintisiete. El tiempo no te araña. Yo no recomiendo el sufrimiento, no, pero sí digo que templa el alma del artista; añade una riqueza de textura que —perdóname, Henry— a ti te falta. Sabes que podrías vivir hasta muy viejo, viendo como no pareces envejecer, y algún día, cuando tengas noventa y siete o ciento cinco o más, te darás cuenta de que nunca has coincidido con la realidad, que te has mantenido aislado, que en un sentido nunca has vivido siquiera, ni has creado nada, ni... perdóname, Henry. Lo desdigo todo, aunque todavía sonríes. Ni siquiera un amigo debiera decir esas cosas. Ni siquiera un amigo.

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—El premio Pulitzer de Música del año 2002.

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—Yo, Edith, te tomo a ti, Henry, como mi marido legal...

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—No es como si fuera tu novia, Henry. Dios sabe que es terrible perderla de esa manera, pero fue tuya durante cincuenta años, Henry; cincuenta años, el tipo de matrimonio que la mayoría de la gente apenas se atreve a soñar que tendrá, y si bien ella se ha ido, conténtate con haber tenido por lo menos esos cincuenta años.

—Pero hubiera querido que nos estrelláramos juntos.

—No seas infantil. Tienes —¿cuántos?— ¿ochenta y cinco, ochenta y siete años? Te quedan quince o veinte años saludables y productivos por delante. Más, si tienes suerte. La gente alcanza a tener edades fantásticas hoy. Quizá vivas ciento diez o ciento quince.

—Sin Edith, ¿para qué vale eso?

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—Pon las manos en el centro del teclado. Estira los dedos todo lo que puedas. Más. Más. ¡Eso es, hombre! Ahora, Henry, ésta es la que llamamos do mayor.