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23

De prisa, tropezando, entra en el estudio. El cuarto grande contiene los restos tangibles de su larga carrera. A este lado, la música misma, en ejecuciones grabadas: discos y cassettes para las obras tempranas, brillantes cubos de reproducción para las más recientes. Aquí están los manuscritos, uniformemente encuadernados en tafilete, una de sus pequeñas vanidades. Aquí están los álbumes con recortes de reseñas y programas de conciertos. Aquí están los trofeos. Aquí los volúmenes de sus obras de crítica. Staunt ha sido un hombre ocupado. Mira los titulares del lomo de los manuscritos: las sinfonías, los cuartetos de cuerda, los conciertos, las obras misceláneas de cámara, las canciones, las sonatas, las cantatas, las óperas. Tanto. Tanto. Staunt cree que no ha malgastado su tiempo llenando este cuarto con lo que contiene. Nunca, en los últimos cien años, ha pasado una semana sin que se haya ejecutado una de sus composiciones en alguna parte. Ésa es justificación suficiente para haber compuesto, para haber vivido. Pero ciento treinta y seis años es tanto tiempo...

Mete los cubos en las ranuras de reproducción, tocando tres de sus obras a la vez, haciendo brotar briosas marañas de sones de la colección de altavoces del cuarto; y se queda de pie en el centro, temblando un poco, aceptando la andanada sónica. Después de quizá cuatro minutos corta el sonido y dice al teléfono que le ponga con la Oficina de Realización.

—Mi Guía es Martín Bollinger —dice—. ¿Podría avisarle que me gustaría pasar a la Casa de Despedida tan pronto como sea posible?

24

El Dr. James le había dicho, hacía mucho, que los que Parten salieron invariablemente de la sacudida de la memoria en estado de éxtasis y que con frecuencia estaban tan transportados que insistieron en Ir inmediatamente, antes de que pudieran decaer de su exaltación. Emergiendo de los efectos de la droga, Staunt buscaba en vano el éxtasis. ¿Dónde? Estaba completamente tranquilo. Durante algunas horas, o quizá unos pocos minutos —no tenía idea de cuánto había durado la sacudida— había saboreado trozos del pasado, fragmentos de conversaciones, de paisajes, de texturas azarosas de contacto, acontecimientos esparcidos, sin cronología, sin orden. Su música y su mujer. Su mujer y su música. Un caldo muy aguado para ciento treinta y seis años de vida. ¿Dónde estaban las tormentas? ¿Dónde estaban las tempestades? Una sola gran tragedia, sí, y en otros aspectos todo tranquilo. Una vida demasiado ordenada, demasiado cuerda, demasiado vacía, y ahora, con permiso para remirarla, se encontraba sin nada a qué agarrarse salvo los aplausos, que se escurrían de los dedos, y su amor por Edith, y aun eso había perdido la magia. ¿Dónde estaba ese exceso de amor recordado que el doctor James había dicho que podría ser peligroso? Quizá le habían aplicado demasiado el monitor, bajando la intensidad de su espíritu. O quizá su espíritu tenía la culpa. Viejo y seco, pálido y enjuto.

A diferencia de los otros de los que había oído, él no pidió la Ida inmediatamente después de su viaje. Sin ese éxtasis terminal, ¿por qué Ir? No se sentía exactamente deprimido, pero sí abatido, por cierto; la excursión por sus ayeres le había empujado a una especie de quietud, una parálisis de la voluntad, que le dejaba colgando igual que antes, entretejido en las hebras de su propio tranquilo pasado.

Pero si Staunt se quedó sin decidirse a Ir, no sucedió así con los otros.

—Estás invitado a la ceremonia de Despedida de David Golding —le dijo la señorita Elliot el día después de la sacudida de memoria.

Golding era el hombre que había tenido seis mujeres, sobreviviendo a algunas, divorciándose de otras, y sufriendo que otras se divorciaran de él. Su heroica carrera de marido ya no se notaba en nada; ahora era pequeño y sarmentoso y descarnado; y como estaba casi ciego, su cara estrecha y mezquina estaba deformada por los conos salientes de dos transvisores ópticos. Decían que tenía ciento veinticinco años, pero a Staunt le parecían, por lo menos, doscientos. Para la ceremonia de Despedida, sin embargo, los técnicos de la Casa habían transformado al pequeño viejo en algo sublime. Su cara brillaba con un maquillaje que borraba las grietas de décadas; se mantenía vigorosamente erguido, sin duda inflado en semejanza a su antigua virilidad por alguna droga; estaba vestido con una bata radiante, resplandeciente. Veintenas de parientes y amigos le rodeaban en las Cámaras de Despedida, un grupo de salas subterráneas, brillantemente decoradas, al otro lado del centro de recreo. Staunt, al entrar, estaba consternado por la magnitud de la muchedumbre. Tantos, tan jóvenes, tan ruidosos.

Ella Freeman se le acercó furtivamente y tocó el brazo de Staunt con la mano marchitada:

—Mira, allí: dos de sus mujeres. Él no había visto a una en sesenta años. Y sus hijos. Todos ellos, hijos suyos. ¡Dos o tres con cada mujer!

La ceremonia, dirigida por el hombre relativamente joven que era el Guía de Golding, tenía un tono elegiaco; era breve y dulce. De pie bajo el emblema de la Oficina de Realización, la rueda y los engranajes, el Guía habló brevemente de la filosofía de dejar sitio para los otros, de la belleza de una partida voluntaria. Luego elogió al que Partía en términos generales, vagos; uno de los hijos hizo un elogio más específico; y al fin, Seymour Church, elegido para representar a los compañeros de Golding en la Casa de Despedida, graznó un discurso corto, casi incoherente, de adiós. A todo esto el que Partía, que parecía transfigurado de felicidad y ya a la mitad del camino al otro mundo, contestó con unas pocas sílabas tenues, expresando él, borrosamente, su gratitud por una vida larga y feliz. Golding parecía entender apenas lo que pasaba; estaba sentado, radiante, en un tipo de trono, soñoliento y remoto. Staunt se preguntó si le habrían drogado hasta el atontamiento.

Cuando se terminaron los discursos, se sirvieron los refrescos. Luego, acompañado sólo por sus parientes más cercanos, quince o veinte personas, Golding fue llevado al cuarto más profundo de las Cámaras de Despedida. La puerta corrediza se cerró detrás de él, y en su ausencia la fiesta de Despedida siguió alegremente.

Hubo cuatro de estos acontecimientos durante las cinco semanas siguientes. En dos de ellos —las Idas de Michael Green y de Katherine Parks— se le pidió a Staunt que diera el discurso de adiós. Fue una tarea que cumplió con gracia, serenamente, y él pensaba que con bastante elocuencia. Habló diez minutos de Michael Green, y casi quince de Katherine Parks; habló no tanto de los que Partían, que apenas había llegado a conocer bien, sino de la filosofía entera de la Ida, de la belleza y la maravilla del acto de renunciar al mundo. No era costumbre que el que daba un discurso de adiós se esforzara tan sostenidamente, y su público le escuchó totalmente fascinado; si la ocasión lo hubiera permitido, sospechaba Staunt, hasta le habrían aplaudido.

Así que tenía una nueva vocación, y varios de los que Partían aceleraron su propia Ida para poder pedirle a Staunt que hablara en los ritos. Era verano ya, y Arizona estaba atrapada en relucientes olas de calor. Staunt ya no salía afuera nunca; pasaba mucho tiempo tratándose socialmente con la gente en el centro de recreo, haciendo investigación, por decirlo así, para la futura oratoria. Raras veces leía en estos días. Nunca escuchaba música. Se había acomodado a una rutina agradable y serena. Ya era el cuarto mes en la Casa de Despedida. Con excepción de Seymour Church, que aún no quiso que le empujaran suavemente hacia la Ida, Staunt era el mayor en cuanto a residencia, entre los que Partían. Y a fines de julio, Church por fin se despidió. Staunt, por supuesto, habló en el rito y tocó el tema de la lentitud del viaje hacia la Ida, y fue difícil para él evitar referencias personales a su propia y semejante renuencia. ¿Por qué me demoro aquí?, se preguntaba Staunt. ¿Por qué no digo la última palabra?