Falkenbridge, un joven pelirrojo fornido, aparentemente un tipo de enfermero, intentaba con suaves movimientos sentarle en la silla de ruedas. Irritado, Staunt se zafó de él diciendo:
—No. No. Yo puedo. Martín, dile que no la necesito.
Bollinger susurró algo a Falkenbridge. El joven se encogió de hombros y mandó irse al robot de transporte. Ahora todos empezaron a caminar hacia la Casa de Despedida, Falkenbridge al lado derecho de Staunt y la señorita Elliot al izquierdo, los dos andando cerca de él en caso de que se tambaleara.
Se encontraba bajo una tensión inesperadamente fuerte. Posiblemente rechazar la silla de ruedas había sido una bravata tonta. El calor seco y feroz, la fatiga de su viaje de noventa minutos en cohete a través del continente, la textura gruesa del suelo, todo ayudaba a ponerle las piernas bamboleantes. Dos veces estuvo a punto de caerse. La primera vez la señorita Elliot le cogió suvamente del codo y le estabilizó; la segunda vez pudo recobrarse él mismo después de un tropiezo a medias que descargó un dolor punzante por su tobillo izquierdo.
De repente, de un golpe, sintió su edad. En un solo día había empezado a tartajear como si la decisión de entrar en la Casa de Despedida le hubiera desnudado de todo su vigor de largos años. No. No. Rechazó la idea. Estaba cansado simplemente, como un hombre de su edad tenía todo derecho a estar; con descansar un poco estaría como siempre. Caminó más rápido, a pesar del esfuerzo que le costaba. El sudor le goteaba por las mejillas. Tenía un punto de dolor en el costado. La pierna izquierda entera le dolía.
Por fin llegaron a la entrada de Omega Prima.
Vio que lo que le había parecido tiendas diáfanas vistas desde arriba eran de hecho cúpulas de plástico, sólidas y fuertes, enlazadas por una complicada red de pasadizos cubiertos. El patio, alrededor del que se agrupaban, estaba plantado con la variada flora del desierto: gigantes cactos de brazos rígidos, plantas suculentas con blancas barbas enlazadas, raros vegetales de ángulos y espinas. Se habían agrupado las plantas con admirable gracia y sutileza alrededor de una colección de extrañas piedras enormes y lajas lisas y brillantes; el efecto causado era de una belleza extraordinaria. Staunt se paró un momento para contemplarlo. Bollinger dijo apaciblemente:
—¿Por qué no vas a tu apartamento primero? El jardín estará aquí todavía esta noche.
Tenía un domo entero para sí. Las paredes interiores lo dividían en dormitorio, sala y una especie de cuarto de uso práctico; todo era fresco y sencillo y de buen gusto, y la temperatura estaba a diez grados menos que afuera. Una ventana daba al jardín.
El personal y el cuarteto de los que Parten desaparecieron dejando a Staunt a solas con su Guía. Bollinger dijo:
—Cada uno de los residentes tiene un apartamento como éste. Puedes comer aquí si quieres aunque hay un comedor comunal debajo del patio. Hay medios de recreo allí también: una biblioteca, un teatro, una sala de juegos; pero puedes pasar todo el tiempo felizmente aquí donde estás.
Staunt se estiró cuidadosamente en una hamaca de tejido-espuma. Al registrarse su peso, diminutas manos mecánicas empezaron a darle masaje en la espalda. Bollinger sonrió.
—Éste es tu terminal de información —dijo entregando a Staunt una varilla color cobre de unos veinte centímetros—. Es una unidad de entrada normal. Puedes conseguir cualquier libro de la biblioteca —y hay miles de libros— proyectado en la pantalla y puedes tocar la música que quieras, y también es una entrada de teléfono. Pídele que te conecte con cualquier persona que se te ocurra. Anda. Pide.
—Mi hijo Paul —dijo Staunt.
—Pídeselo —dijo Bollinger.
Staunt activó el terminal y le dio el nombre y número de entrada de Paul. Al instante una pantalla se animó junto a la hamaca. El hijo de Staunt apareció en la argentina profundidad. La pantalla casi podría ser un espejo, una rara especie de espejo que suavizaba el paso del tiempo y que era capaz de captar la cara de un hombre anciano y reflejarla como la de un hombre simplemente viejo. Staunt miró a alguien que era una versión más joven de sí mismo, aunque no joven ni mucho menos: serenos ojos grises, labios finos, una cara huesuda delgada, espeso cabello blanco.
La cara de Paul se mostraba con profundas arrugas pero aún vigorosa. A la edad de noventa y uno todavía no se había jubilado de la empresa de arquitectos que encabezaba. Mientras la salud de un hombre seguía bien y su mente sana y todavía encontraba grata su carrera, no había por qué jubilarse, cuando fallara la mente o el cuerpo o perdiera sabor la carrera, ésa sería la hora de retirarse y prepararse para Ir.
Staunt dijo:
—Te llamo desde Omega Prima.
—¿Y eso qué es, Henry?
—¿Nunca has oído hablar de ella? Una Casa de Despedida en Arizona. Parece un sitio precioso. Martín Bollinger me trajo aquí esta tarde.
Paul parecía sorprendido.
—¿Estás pensando en Ir, Henry?
—Sí.
—¡Nunca me dijiste que tenías pensado semejante cosa!
—Te lo estoy diciendo ahora.
—¿Te encuentras malo?
—Me siento muy bien —dijo Staunt—. Todo el mundo me pregunta eso y siempre digo lo mismo. Mi salud es excelente.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Tengo que justificarlo? He vivido bastante tiempo. Mi vida se acabó.
—Pero siempre has estado tan despierto, tan comprometido...
—Soy yo quien tengo que tomar la decisión. Es una falta de cortesía discutirla así conmigo.
—Si no discuto —dijo Paul—. Estoy intentando adaptarme. Sabes que has sido parte de mi vida durante nueve décadas. Me importan un pito las convenciones sociales: no puedo simplemente sonreír y asentir y decir qué gracioso cuando mi padre anuncia que va a morir.
—Ir.
—Ir —refunfuñó Paul—. Lo que sea. ¿Se lo has dicho a Crystal?
—Eres el primero de la familia en saberlo. Salvo tu madre, quiero decir.
—¿Mi madre?
—El cubo —dijo Staunt.
—Ah. Sí. El cubo. —Una tenue risa afilada y nerviosa—. Bien. Yo se lo diré a los otros. Supongo que tendré que aprender a ser la cabeza de la familia, al fin. ¿No vas a hacerlo inmediatamente, no?
—No, naturalmente. ¿De dónde sacas tales ideas? Tendré una Despedida propia. Elegante. Serena. Unas semanas, un mes o dos, la cosa normal.
—¿Y podemos visitarte?
—Claro, eso espero —dijo Staunt—. Es parte del rito.
—Y... perdóname... ¿qué se hace de los aspectos legales? ¿Disposición de la propiedad, esas cosas?
—Todo se arreglará de la manera acostumbrada. La Oficina de Realización ha de ayudarme. No te preocupes, tendrás todo lo que te toca.
—Ésa no es la manera afectuosa de decirlo, Henry.
—Ya no tengo que ser bueno. No tengo ni que estar en mi juicio. Sólo soy un viejo loco que se arregla para Ir.
—Henry, papá...
—Bien, bien. Perdóname. De alguna forma esta conversación no ha salido bien. ¿La empezamos de nuevo?
—Me gustaría —dijo Paul.
Staunt se dio cuenta de que estaba temblando. Los músculos de la cara estaban tirantes. Hizo un esfuerzo deliberado de relajarse y después de un momento dijo en voz baja: