—Es un paso perfectamente normal y conveniente. Estoy viejo y cansado y solo y aburrido. No valgo nada ni para mí mismo ni para nadie, y de veras no tiene sentido darles la molestia a mis médicos de mantenerme funcionando más. Así que voy a Ir. Prefiero Ir ahora cuando aún estoy relativamente saludable y con la mente despejada, en vez de tratar de aferrarme a la vida unas décadas más, hasta que me haya deslizado hacia la senectud. Me he trasladado a Omega Prima y todos vosotros vendréis a visitarme antes de mi Despedida, y será una Despedida bella y tranquila, espero. Es todo. No hay por qué llorar. Dentro de cuarenta o cincuenta años comprenderás todo esto mucho mejor.
—Lo comprendo ahora —dijo Paul—. Me cogiste de sorpresa cuando llamaste, pero entiendo. Por supuesto, no queremos perderte pero es sólo nuestro egoísmo el que habla. Has vivido una vida plena y la rueda tiene que girar.
Qué suavemente lo hace, pensó Staunt. Qué fácilmente cae en la jerga. Qué pronto se pone de acuerdo conmigo después de su primer momento de choque reflejo. Sí, Henry, por supuesto, Henry, haces muy bien en Irte, Henry, has vivido bastante tiempo. Staunt se preguntaba cuál fue el engaño: la resistencia inicial de Paul a la idea de su Ida, o su asentimiento filosófico. ¿Y qué más daba? ¿Por qué —se preguntó Staunt— debo ofenderme si mi hijo piensa que es apropiado que me Vaya cuando me ofendió dos minutos antes su intento de persuadirme que no?
Empezaba a estar inseguro de su propio terreno. Tal vez sí quería que le persuadieran que no se Fuera.
Debo leer Hallam pronto, se dijo.
Le dijo a Pauclass="underline"
—Tengo mucho que hacer esta noche. Te llamaré mañana. O me llamas.
La pantalla quedó en blanco.
Bollinger dijo:
—Lo tomó bastante bien, pensé. Los hijos no siempre aceptan la idea de que un padre se Vaya. Aceptan la teoría de la Despedida, pero siempre piensan que son los viejos de otro y no los suyos los que se Irán.
—¿Quieren que sus propios padres vivan para siempre, aún cuando los padres no tengan ganas de quedarse?
—Eso es.
—¿Y si alguien sí tiene ganas de quedarse para siempre? —preguntó Staunt.
Bollinger se encogió de hombros.
—Nunca tratamos de obligarle a decidir. Insinuamos un poco, tan sutilmente como podemos si alguien tiene unos ciento cuarenta o ciento cincuenta y es realmente una ruina, pero se aferra a la vida de todos modos. En cuanto a eso, si tiene ochenta o noventa, incluso, y sólo está pasando por los movimientos de la vida sostenido sólo por sus médicos, tratamos de animarle a Ir. Tenemos maneras indirectas de trabajar por medio de médicos o amigos o parientes intentando hacerle al que demora sobreponerse a su miedo de morir, intentando convencerle de la idea de que es mejor que siga camino, no sólo para la sociedad sino para sí mismo. Si no se da por enterado no hay nada que podamos hacer. La eutanasia involuntaria simplemente no es parte de nuestro sistema.
—¿Cuántos años —preguntó Staunt— tienen los más viejos que están vivos ahora?
—Yo creo que los más viejos que conocemos tienen unos ciento setenta y cinco o ciento ochenta. Lo que quiere decir que nacieron durante los primeros años del siglo XX, alrededor de los años de la Primera Guerra Mundial. Alguien nacido antes simplemente pasó demasiados años de su vida en la época de la medicina medieval como para esperar una duración realmente larga. Pero si naciste, digamos, en 1920, todavía tenías sólo cincuenta y cinco o sesenta cuando estaba empezando la época de trasplante de órganos y servicios de salud procesados por computadoras y cirugía láser; y si tenías la suerte de estar en buena forma en las décadas de 1970 y de 1980, te podían mantener casi un tiempo indefinido después. Unos pocos del temprano siglo XX sí seguían vivos en la época de la medicina total, y algunos de ellos están todavía con nosotros. Negándose cortésmente a Ir.
—¿Cuánto tiempo pueden durar ya?
—Es difícil decir —contestó Bollinger—. Simplemente no sabemos cuáles son los límites prácticos de la duración máxima de la vida humana. Nuestra experiencia de la medicina total no ha tenido el tiempo suficiente para probarlo. He oído decir que la cifra máxima es doscientos o doscientos diez, pero dentro de veinte o treinta años quizá tengamos unas personas que hayan llegado a esa edad y encontremos que podemos mantenerles aún más. Quizá no haya límite, dado lo que podemos hacer para reconstruir un cuerpo deteriorado. Pero ¡qué horriblemente antisocial es por su parte, quedarse siglo tras siglo simplemente para probar nuestra habilidad médica!
—Pero si hacen aportaciones valiosas a la sociedad a lo largo de estos cientos de años...
—Si hacen —dijo Bollinger—. Pero el hecho es que el noventa a noventa y cinco por ciento de toda la gente nunca hace ninguna aportación a la sociedad, ni aún siendo jóvenes. Sólo ocupan espacio, hacen trabajo que se podría hacer realmente mejor con máquinas, engendran hijos que no tienen más talento que ellos, y siguen, viven y viven y viven. No queremos perder a nadie que sea valioso, Henry; ya he hablado contigo de eso. Pero la mayoría, para empezar, no es valiosa y se hace menos valiosa mientras continúa, y no hay razón en el universo por la que deba vivir más de cien o ciento diez años, y mucho menos doscientos o trescientos o lo que sea.
—Es una filosofía dura. Cínica, incluso.
—Lo sé. Pero, lee a Hallam. La rueda tiene que girar. Hemos logrado una duración media de la vida que hubiera parecido una fantasía loca en época tan reciente como cuando tú eras un niño, Henry, pero eso no quiere decir que hay que luchar para hacerles a todos inmortales. A no ser que la gente esté dispuesta a no tener hijos, y no es así. Es un planeta finito. Si hay flujo hacia dentro tiene que haber flujo hacia afuera, y me gusta pensar que los que fluyen hacia fuera son los que tienen menos que ofrecernos a los demás. Los decrépidos, los débiles, los lerdos, los de alma mezquina. Gracias a Dios la mayoría de los viejos están de acuerdo. Por cada uno que no quiere desasirse en absoluto de la vida hay cincuenta que están contentos de Ir cuando han alcanzado cien años más o menos. Y cuando los demás se hacen aún mayores, cambian de opinión, exactamente como tú has hecho recientemente. No hay muchos que quieran seguir más allá de ciento cincuenta. Los pocos que sí quieren seguir los consideramos experiencias en geriatría y los dejamos en paz.
—¿Cuántos años tienen esos cuatro que me recibieron del cóptero? —preguntó Staunt.
—No podría decirte. Ciento veinte, ciento treinta, por ahí. La mayoría de los que arreglan la Despedida ahora son gente nacida entre 1960 y 1980.
—Son de mi generación, entonces.
—Supongo que sí.
—Yo no tengo tan mal aspecto, ¿verdad? Son una cuadrilla de momias ambulantes, Martín. Yo les hubiera echado cincuenta años más que yo.
—Lo dudo mucho.
—¿Pero no soy como ellos, no? Tengo los dientes. El pelo. Los ojos propios. Parezco viejo pero no antiguo. ¿O me estoy engañando, Martín? ¿Soy realmente una pesadilla acartonada, también? ¿Es que sólo me he acostumbrado a mi aspecto, no he notado los cambios, década tras década mientras me pongo más y más viejo?
—Ahí tienes un espejo —dijo Bollinger—. Contesta tus propias preguntas.
Staunt se miró fijamente. Líneas y arrugas, sí: un plano topográfico del tiempo, los valles y las hondonadas de una larga vida. Manchas en la piel. Los ojos relucientes profundamente hundidos, las mejillas descarnadas, revelando las agudas líneas de la calavera por debajo. Una cara vieja, tremendamente vieja. Pero aún no como las caras suyas. Él no era momia todavía. Imaginaba que un hombre del siglo XX le echaría no más de ochenta u ochenta y cinco, así como un hombre del siglo XX supondría que Paul tenía unos sesenta y Martín Bollinger unos cincuenta y tantos. Esos otros, esos cuatro, mostraban su edad verdadera. Debe hacer falta toda la magia a la disposición de sus médicos para mantenerlos. Y ahora, cansados de defraudar a la muerte, han venido aquí para Irse y terminar la farsa. Mientras que yo todavía estoy fuerte, mientras que yo podría seguir fácilmente, sólo con que quisiera seguir.