—¿Y qué? —preguntó Bollinger.
—Estoy bastante bien —Staunt dijo—. Yo dejo el juego mientras voy ganando. Ésa es la manera de hacerlo. —Levantó el terminal de información otra vez—. ¿Tendrán alguna música mía almacenada aquí? —se preguntó y abrió el nudo de entrada e hizo una petición; el cuarto se inundó con las primeras cuerdas de su Duodécima Sinfonía. Estaba contento. Cerró los ojos y escuchó. Cuando se terminó el movimiento miró alrededor del cuarto y encontró que Bollinger se había ido.
5
El Dr. James vino a verle un poco más tarde, mientras la noche envolvía al desierto. Staunt estaba de pie junto a la ventana mirando aparecer las brillantes estrellas cuando el anunciador del cuarto le avisó de la visita.
El médico era un hombre bastante joven —de cuarenta o cincuenta, Staunt ya no sabía adivinar edades— con una nariz larga y aparentemente frágil y una manera suave y levemente untuosa y como diciendo quiero-que-tenga-una-preciosa-Despedida. Las primeras palabras que dirigió a Staunt fueron:
—He estado ojeando su ficha médica. De veras debo felicitarle por el excelente estado de su salud.
—Hay algo en la música que mantiene a la gente en buena forma —dijo Staunt.
—¿Es usted director?
—Compositor. Pero he dirigido mis propias obras con bastante frecuencia. Blandir la batuta, evidentemente, es buen ejercicio.
—Yo no entiendo mucho de música, me temo. Alguna tarde tiene que programar unas de sus piezas preferidas para mí. —El médico sonrió tímidamente—. Las más fáciles. Música para un médico inexperto, si ha compuesto alguna. —Estuvo un momento en silencio. Luego dijo—: Realmente sí, tiene usted una historia médica excelente. La computadora de su médico nos transfirió la ficha entera esta tarde cuando se hizo la reservación. Naturalmente, mientras esté con nosotros queremos que siga con la salud y el confort perfectos. Recibirá el mismo tipo de cuidados que tenía en casa: las terapias de músculos, los tratamientos de compensación de iones, la depuración circulatoria, y así sucesivamente. Además de cualquier terapia especial de apoyo que pueda necesitar. No es que espere que a alguien como usted le haga falta mucho de eso.
—¿Podría durar otros cincuenta años, eh?
El Dr. James parecía avergonzado. Sus redondas mejillas brillaban.
—Es enteramente suya la decisión, señor Staunt.
—No se preocupe. No voy a cambiar de idea ni mucho menos.
—Nadie aquí le va a acuciar —dijo el médico—. Hemos tenido casos de gente que se quedó en Omega Prima durante tres o incluso cuatro años. La Despedida de cada persona es el acontecimiento más importante de su vida, al fin y al cabo, tiene el derecho de hacerlo a su propio modo, de retirarse del mundo tan paulatinamente como quiera usted. Sabrá que no se le cobra nada por ningún gasto durante su estancia aquí. El gobierno se encarga de pagarlo todo.
—Creo que Martín Bollinger me lo explicó.
—Bueno. Déjeme hablarle entonces de algunas alternativas de Despedida que tiene usted. Muchos de los que Parten prefieren comenzar su retiro del mundo por hacer un gran viaje —una especie de despedida a todos los lugares magníficos, las Pirámides, el Taj Mahal, Notre Dame, el Sahara, la Antártida, lo que sea—. Podríamos hacer cualquier plan de viaje que le guste. Tenemos varios viajes organizados en los que viajaría usted con cinco o seis otros que Parten y varios Guías, un viaje de un mes por los sitios más famosos, un viaje de dos meses o de tres meses. Éstos están planeados de antemano, pero podemos cambiar el itinerario según la opinión unánime de los que Parten. O si prefiere, podría viajar solo, eso es, solos usted y su Guía a cualquier parte del mundo que...
Staunt le miró asombrado. ¿Este hombre era médico o agente de viajes?
¿Y quería él hacer tales viajes? Era una tentación vaga. A expensas del gobierno ver los templos de Chichén Itzá a la luz de la luna, flotar por encima de los Andes y descender hacia Machu Picchu, oler el perfume de los clavos en Zanzíbar, mirar arriba las remotas coronas verdiazules de los abetos gigantes, ver a los hipopótamos dándose empellones en el Nilo, pasear por las ruinosas calles polvorientas de Babilonia, volar lentamente sobre las complejidades barrocas de la Gran Barrera de Arrecifes de Australia, ver las agujas de arenisca roja de Utah, caminar por la Gran Muralla de China, despedirse de lagos y desiertos y montañas y valles, ciudades, pantanos, pingüinos y osos polares...
Pero ya había visto todos aquellos lugares. ¿Para qué regresar? ¿Para qué molestarse en hacer un peregrinaje jadeante, arrastrando sus flojos huesos de sitio en sitio? Una vez fue suficiente. Tenía sus memorias.
—No —dijo—. Si hubiera tenido algún deseo de viajar no habría pensado en Ir en primer lugar. Si me entiende. Todo ha perdido sabor, ¿comprende? No tengo la fuerza ni el motivo para cargar conmigo por ahí. Ni siquiera para hacer gestos sentimentales de despedida.
—Como quiera, señor Staunt. La mayoría de los que Parten sí aprovechan de la opción de viajar. Pero no encontrará usted ninguna coacción aquí. Si no siente inclinación de viajar, quédese aquí mismo.
—Gracias. ¿Qué otras alternativas ofrece la Despedida?
—Es costumbre de los que Parten buscar experiencias que quizá les hayan faltado durante la vida, o repetir las que encontraron especialmente gratas. Si hay algún tipo de comida especial que le guste...
—Nunca fui gourmet.
—U obras de música que quiera escuchar otra vez, obras maestras que le gustaría vivir por última vez...
—Hay algunas —dijo Staunt—. No muchas. La mayoría me aburren ahora. Cuando Mozart y Bach y Beethoven empiezan a aburrirle a uno sabe que es la hora de Irse. ¿Sabe que incluso Staunt ha empezado últimamente a parecerme menos interesante?
El Dr. James no sonrió.
Dijo:
—En cualquier caso, encontrará que estamos programados para toda clase imaginable de música, y si hay alguna obra que encuentre que no tenemos y que debemos tener, espero que nos lo diga. Lo mismo con los libros. Su pantalla puede ofrecerle cualquier obra en cualquier lengua... sólo hay que hacer la petición. Muchos de los que Parten aprovechan esta oportunidad para leer, por fin, La guerra y la paz o Ulises o Gengi Monogatari, digamos.
—O la Enciclopedia Británica —dijo Staunt—, de «Aardvark» a «Zwingli».
—Usted cree que bromeo. Hace cinco años hubo aquí uno que Partía que se puso a hacer precisamente eso.
—¿Hasta dónde llegó? —quería saber Staunt—. «¿Antimonio?» «¿Betelgeuze?»
—«Magnetismo» —creo—. Se dedicaba bastante a la tarea.
—Tal vez también yo lea algo, doctor. No la Británica. Pero Hallam, por lo menos. Quizá Montaigne y Hobbes y quizá Ben Jonson. Durante unos sesenta años he tenido la intención de leer las obras de Ben Jonson de cabo a rabo. Supongo que ésta es mi última oportunidad.
—Otra alternativa —dijo el Dr. James—, es la sacudida de la memoria.
—¿Qué es...?
—El estímulo químico de los centros mnemónicos. Revuelve las memorias, despierta cosas en las que quizá no haya pensado durante ochenta o noventa años, envía por la mente imágenes y texturas y olores y colores de experiencias pasadas de un modo asombrosamente vivo. En un sentido, es un viaje a lo largo de su pasado entero. No conozco a ninguno de los que Parten que lo ha hecho y no haya salido en una especie de estado extático, de una felicidad radiante.