Robert Wilson
La ignorancia de la sangre
Serie Inspector Falcón 4
Para Jane
«El amor es la llave maestra que abre
las puertas de la felicidad, del odio,
de los celos, y, sobre todo,
la puerta del miedo.»
OLIVER WENDELL HOLMES
Prólogo
Sevilla. Jueves, 14 de septiembre de 2006,19.30
El vodka helado descendía por la garganta de Vasili Lukyanov mientras el tráfico circulaba con estruendo frente al área de descanso de la nueva autopista de Algeciras a Jerez de la Frontera. Con el calor que hacía allí, delante del maletero abierto del Range Rover Sport, empezaban a aparecerle gotas de sudor en el pelo oscuro. Estaba esperando a que anocheciera; no quería recorrer de día el último tramo hasta Sevilla. Bebía, fumaba, comía y pensaba en su última noche con Rita, todo el tiempo entregándose en silencio, pero muy sensualmente, al sexo oral. ¡Dios, qué bien se lo hacía! Le daba rabia tener que abandonarla. La había educado a la perfección.
La sangre le latía con fuerza en la garganta mientras observaba el sólido bulto de la maleta Samsonite, embutida contra la nevera portátil abierta que contenía champán helado y botellas de vodka con bloques de hielo. Mordió otro trozo de bocadillo, degustó el jamón entre los dientes y bebió un trago de vodka helado. Le vino a la mente otra escena carnal de su última noche con Rita. Su cintura de violonchelo, el caramelo de su piel, suave como el toffee entre sus dedos sobones. De pronto se atragantó con un trozo de pan. Casi no podía respirar, se le salían los ojos de las órbitas. Por fin, con mucho esfuerzo, logró toser. Una masa de pan con jamón masticado salió disparada y cayó sobre el capó del Range Rover. Cuidado, pensó. Ahora no quiero asfixiarme. Morir en un área de descanso mientras pasan retumbando por ahí delante los camiones y todo tu futuro.
Pepe Navajas acababa de cargar las barras de acero, los veinte sacos de cemento y los tablones de madera para hacer pilares de hormigón armado, y los había apilado junto a unos materiales de fontanería, sanitarios, azulejos y baldosas. Iba a construir una ampliación en la vivienda de su hija y su yerno, que acababan de tener gemelos y necesitaban más espacio en su casita de Sanlúcar de Barrameda. Tampoco tenían dinero. Así que Pepe lo compraba todo barato y, como su yerno era un inútil, se encargaba de hacerles la obra los fines de semana.
Pepe aparcó la camioneta cargada hasta los topes delante de un restaurante de Dos Hermanas, pocos kilómetros antes de la entrada de la autopista en sentido sur, hacia Jerez de la Frontera. Se había tomado una cerveza con los del almacén de materiales de construcción. Pretendía cenar temprano y hacer tiempo hasta que anocheciera. Creía que la Guardia Civil no vigilaba mucho el tráfico entre la puesta de sol y la noche cerrada, y que sólo paraba a los coches después, cuando era más probable que la gente condujese en estado de ebriedad.
Aquel día, Vasili encendió por primera vez el móvil poco después de las once de la noche. Resistió la tentación hasta pasar el peaje del último tramo de autopista hacia Sevilla, porque sabía lo que iba a ocurrir. Hacía tiempo que no se pasaba todo el día solo y se moría de ganas de hablar. La primera llamada llegó al cabo de unos segundos y, tal como esperaba, era de Alexei, su viejo compañero de armas.
– ¿Estás solo, Vasya? -preguntó Alexei.
– Sí -dijo Vasili, con los labios pastosos y la boca torpe por efecto del vodka.
– No quiero que te cabrees y te despistes al volante -dijo Alexei.
– ¿Llamas para que me cabree? -preguntó Vasili.
– Prepárate -dijo Alexei-. Leonid ha vuelto de Moscú.
Silencio.
– ¿Has oído, Vasya? No interrumpo nada, ¿verdad? Leonid Revnik está en Marbella.
– ¡Pero si no volvía hasta la semana que viene!
– Pues ha vuelto antes.
Vasili abrió la ventanilla un dedo e inhaló el cálido aire nocturno. A ambos lados había campos llanos y negros como la brea. Sólo unas luces traseras a lo lejos. Nadie venía en sentido contrario.
– ¿Y qué dijo Leonid? -preguntó Vasili.
– Quería saber dónde estabas. Le dije que estarías en el club, pero precisamente venían de allí -dijo Alexei-. Se habían encontrado tu despacho cerrado con llave y a Kostya en el suelo, inconsciente.
– ¿Estás solo en este momento, Alyosha? -preguntó Vasili con suspicacia.
– Leonid ya sabe que te has pasado al bando de Yuri Donstov.
– ¿Y esto qué es? ¿Una advertencia?
– Sólo quería saber si Leonid decía la verdad -dijo Alexei.
Silencio.
– Ha desaparecido una cosa de tu despacho -dijo Alexei-. También me lo dijo él.
Vasili cerró la ventanilla. Suspiró.
– Lo siento, Alyosha.
– Rita se ha llevado una paliza de muerte por tu culpa. No la he visto, pero Leonid fue con ese animal, ya sabes, el que no soportan ni las moldavas.
Vasili golpeó cinco veces el volante. La bocina retumbó en plena noche.
– Cuidado, Vasya.
– Lo siento, Alyosha -dijo Vasili-. Lo siento un huevo. ¿Qué más puedo decir?
– Bueno, algo es algo.
– Esto no estaba previsto. Leonid no volvía hasta la semana próxima. Yo iba a hablar con Yuri para que también autorizase tu entrada. Tú formabas parte del plan. Ya lo sabes. Sólo tenía que…
– Ése es el tema, Vasya: yo no sabía nada.
– No te lo podía decir. Estás demasiado cerca, Alyosha -dijo Vasili-. Yuri me hizo una oferta que Leonid no me habría hecho en un millón de años.
– Pero sin mí. No querías que yo te protegiese las espaldas y… Pero bueno, ¿qué cojones importa? -dijo Alexei, sin terminar la frase anterior-. ¿Qué ha sido eso?
– Nada.
– Lo he oído. Estás llorando.
Silencio.
– Pues gracias, joder -dijo Alexei-. Me cago en la puta, al menos estás triste, Vasya.
Pepe iba por la carretera, algo más tarde de lo previsto y con unas cuantas copas más de lo que pretendía, todo por culpa del fútboclass="underline" el Sevilla había ganado un partido de la Copa de la UEFA en Atenas. Con la euforia posterior al partido, había cenado con vino y coñac. Ahora llevaba la música a todo volumen y cantaba junto con su cantaor flamenco favorito, Camarón de la Isla. Menuda voz. Se le saltaban las lágrimas.
Puede que fuera algo más rápido de la cuenta, pero no había mucho tráfico y los carriles de la autopista parecían tan anchos y tan bien iluminados como una pista de aterrizaje. La música acallaba el traqueteo de las barras de acero. Estaba contento, botando en su asiento mullido, con ganas de ver a su hija y a los bebés. Tenía las mejillas húmedas de emoción.
Y fue en ese momento, en la cumbre de su felicidad, cuando reventó el neumático del lado del conductor. Fue un ruido tan fuerte que penetró en la cabina. Un impacto seco y atenuado como de artillería pesada a lo lejos, seguido del chasquido y el desgarro del neumático al despegarse de la llanta y golpear contra la rueda. Le dio un vuelco el estómago cuando la cabina se inclinó hacia la izquierda. Con la interrupción de la música, oyó el chasquido de los trozos de neumático contra el lateral del camión, los chirridos metálicos en el asfalto. Los faros delanteros, que se habían mantenido firmes entre los carriles, giraron bruscamente a través de los destellos blancos rectos, y aunque todo se ralentizaba de manera que ningún detalle pasaba desapercibido para sus ojos abiertos de par en par, un instinto profundo le decía que iba a una velocidad peligrosamente rápida, en una cabina con una carga muy pesada detrás.