– Mierda -dijo Revnik.
– Y lo puso en manos del inspector jefe Javier Falcón. ¿Te acuerdas de él?
– Todo el mundo se acuerda de él por el atentado de junio -dijo Revnik-. Y entonces, ¿adónde ha ido a parar?
– A la Jefatura de Sevilla.
– ¿Tenemos todavía a alguien ahí?
– Por ahí es por donde me he enterado de todo esto.
– Vale, entonces, ¿cómo lo sacamos de ahí?
– Puedes ir despidiéndote del dinero -dijo Belenki-. Una vez que los forenses lo hayan examinado, lo guardarán a buen recaudo en el banco, a menos que quieras asaltar un furgón blindado de Prosegur.
– El dinero me importa un huevo. Vamos, sí me importa, pero… tienes razón. Los discos son otro cantar -dijo Revnik-. ¿Qué podemos conseguir con Falcón?
– No podrás comprarlo, eso seguro.
– ¿Entonces qué?
– Está la mujer -dijo Belenki-. Consuelo Jiménez.
– Ah, sí, la mujer -dijo Revnik.
En el semáforo, Falcón se miró los ojos en el espejo retrovisor, intentando encontrar pruebas de la obsesión que Calderón había visto en ellos. No necesitaba examinar las reveladoras manchas moradas; por la ligera falta de tacto en la mano izquierda, y por la sensación de llevar la pierna derecha de otra persona, sabía que lo que tenía agazapado en su mente empezaba a reflejarse en lo físico.
El trabajo recaía sobre los hombros de Falcón como una mochila con una carga excesiva y mal distribuida, y nunca desaparecía, ni siquiera por la noche. Por las mañanas abría un ojo, con la cara aplastada contra la almohada después de arañar una hora de sueño letal, y sentía el crujido de los huesos en el esqueleto. La semana de vacaciones que se había tomado a finales de agosto, cuando se reunió con su amigo Yacub Diuri y su familia en la playa de Esauira en Marruecos, perdió sus efectos en el primer día de vuelta a la oficina.
Sonaron las bocinas de los coches de atrás. Arrancó y pasó el semáforo. Entró en el casco antiguo por la Puerta Osario. Aparcó mal, cerca de la iglesia de San Marcos, y recorrió a pie la calle Bustos Tavera hacia el túnel peatonal que unía esa calle con un patio de talleres donde Marisa Moreno tenía su estudio. Sus pisadas resonaban con claridad por los grandes adoquines del túnel oscuro. De pronto salió al patio de luz cegadora, entrecerró los ojos para protegerse de la intensa luminosidad y observó los edificios dilapidados, la hierba que crecía en los viejos ejes traseros y en frigoríficos periclitados. Subió unas escaleras metálicas y llegó a una puerta situada justo encima de un pequeño almacén. Se oían ruidos de pisadas arrastradas y ruidos sordos en el interior. Llamó a la puerta.
– ¿Quién es?
– La policía.
– Momentito.
Abrió la puerta una mulata alta y delgada, de cuello inusualmente largo, con astillas pegadas en la cara y en el pelo cobrizo, recogido. Llevaba un vestido azul cobalto y la parte de abajo de un bikini como única prenda interior. Tenía gotas de sudor en la frente, sobre la ondulación de la nariz y entre los visibles huesos del pecho. Resollaba.
– ¿Marisa Moreno? -dijo Falcón, mostrando su placa de policía-. Soy el inspector jefe Javier Falcón.
– Ya le he contado cien veces al inspector jefe Luis Zorrita todo lo que sé -dijo Marisa-. No tengo nada que añadir.
– He venido a hablar con usted sobre su hermana.
– ¿Mi hermana? -dijo Marisa, extrañada, y Falcón no pasó por alto el momentáneo temor que le congeló las facciones.
– Tiene usted una hermana que se llama Margarita.
– Ya sé cómo se llama mi hermana.
Falcón hizo una pausa con la esperanza de que Marisa sintiera la necesidad de llenar el instante con más información. Lo miró fijamente.
– Usted dio parte de su desaparición en 1998, cuando faltaban dos meses para que su hermana cumpliese diecisiete años.
– Pase -dijo Marisa-. No toque nada.
El suelo del estudio estaba remendado con cemento en las zonas donde se habían desprendido las baldosas de arcilla. El aire olía a madera desnuda, aguarrás y aceites. Había astillas por todas partes y una pila de serrín en el rincón. Un gancho de carnicero lo bastante grande para sostener una res muerta pendía del tirante metálico que atravesaba la habitación de lado a lado. Había una motosierra eléctrica colgada del gancho agudo, con el cable sujeto sobre la barra. Tres estatuas oscuras y pulidas se alzaban bajo la herramienta recubierta de serrín y grasa, una de ellas decapitada. Falcón avanzó hacia el espacio que rodeaba la escultura. La estatua decapitada representaba a una mujer joven, con los pechos altos, perfectamente esféricos. Las caras de los hombres que la flanqueaban eran apáticas, con los ojos en blanco. La musculatura de sus cuerpos recordaba el salvajismo de una existencia apartada de la civilización. Los genitales eran sobredimensionados y, a pesar de estar fláccidos, parecían siniestros, como si estuviesen exhaustos por una reciente violación.
Marisa lo miraba mientras él observaba la sala, esperando la banalidad de sus comentarios. Todavía no había conocido a un hombre blanco capaz de reprimir una pequeña crítica, y sus guerreros con penes de marca mayor suscitaban abundante admiración lasciva. Lo que advirtió en la cara de Falcón no fue siquiera una ceja levantada, sólo una breve repugnancia al contemplar los cuerpos.
– ¿Qué ha sido de Margarita? -preguntó Falcón, desviando la mirada hacia Marisa-. Usted denunció el 25 de mayo de 1998, y, cuando la policía pasó a hacer una comprobación en su casa un mes después, usted dijo que había vuelto a aparecer una semana después de su desaparición.
– Eso indica lo mucho que les importaba -dijo Marisa, que cogió un cigarrillo a medio fumar y lo volvió a encender-. Anotaron sus datos de contacto y no volví a saber nada más de ellos. No atendían mis llamadas, y cuando me acerqué a la comisaría no me hicieron ni caso, me dijeron que estaría con el novio de turno. Si eres guapa y mulata como ella, se creen que eres una especie de máquina de follar. Estoy segura de que no hicieron nada.
– Pero se fue a Madrid con un novio, ¿no es así?
– Les gustó mucho saberlo cuando se lo dije.
– ¿Dónde estaban sus padres, a todo esto? -preguntó Falcón-. Margarita todavía era una cría.
– Murieron. A lo mejor no lo dijeron en el informe. Mi padre murió en el norte, en Gijón, en 1995. Mi madre murió aquí en Sevilla en 1998 y, dos meses después, Margarita desapareció. Mi hermana estaba disgustada. Por eso me preocupé.
– ¿Su padre era cubano?
– Llegamos aquí en 1992. Corrían malos tiempos en Cuba; la ayuda rusa se había agotado después de la caída del Muro de Berlín en 1989. Hay una gran comunidad cubana en Gijón, así que nos establecimos allí.
– ¿Cómo se conocieron sus padres?
– Mi padre tenía una discoteca en Gijón. Mi madre era una bailaora de flamenco sevillana. Ella había ido a Gijón para actuar en la feria anual de la Semana Negra. Mi padre era buen bailarín de salsa y existe algo llamado el flamenco cubano, así que se enseñaron cosas mutuamente y mi madre cometió el error que cometen muchas otras mujeres.
– Entonces, evidentemente, no era su madre natural, ¿verdad?
– No, no sabemos qué fue de ella. Era cubana de ascendencia española, blanca y andaba metida en política. Desapareció poco después de que naciera mi hermana en 1981.
– Usted tenía siete años.
– No suelo pensar mucho en eso -dijo Marisa-. En Cuba pasan cosas así. Mi padre no volvió a hablar de ello.
– ¿Y quién se ocupó de usted?