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– Mi padre tenía novias. Algunas se interesaban por nosotras… Otras no.

– ¿Y qué hacía su padre en Cuba?

– Era un cargo del gobierno. Funcionario de la Junta del Azúcar -dijo Marisa-. Pensaba que quería hablar de mi hermana, empiezo a preguntarme por qué.

– Me gusta formarme una idea clara de la situación familiar de las personas -dijo Falcón-. No parece que tuviera usted una vida muy normal.

– La verdad es que no, hasta que apareció mi madrastra. Era muy buena persona. Cariñosa. Nos cuidaba de verdad. Por primera vez en la vida nos querían. Hasta cuidó de mi padre cuando estaba moribundo.

– ¿Cómo fue eso?

– Cáncer de pulmón. Mucho tabaco -dijo Marisa, ondeando la colilla en la mano-. No se casó hasta después de recibir el diagnóstico.

Marisa exhaló una columna de humo hacia las vigas del techo de madera. Sentía que tenía que seguir manteniendo ese tono. Aguanta un rato con este nuevo inspector jefe y a lo mejor te deja en paz.

– ¿Qué hizo después de la muerte de su padre? -preguntó Falcón.

– Nos trasladamos aquí. Mi madre no soportaba el norte. Con tanta lluvia.

– ¿Y la familia de ella?

– Sus padres habían muerto. Tenía un hermano en Málaga, pero a él no le gustaban mucho los negros. No vino a su boda.

– ¿Cómo murió su madre?

– De un infarto -dijo Marisa, con los ojos brillantes por el recuerdo.

– ¿Vivía usted aquí por aquel entonces?

– Estaba en Los Ángeles.

– Lo siento -dijo Falcón-. Debió de ser duro. No era una mujer muy mayor.

– Cincuenta y un años.

– ¿La vio antes de que muriera?

– ¿Y a usted qué le importa? -replicó Marisa, apartando la mirada, en busca de un cenicero.

Este poli empezaba a meterse en su piel.

– Mi madre murió cuando yo tenía cinco años -dijo Falcón-. Da igual que uno tenga cinco o cincuenta y cinco. No es algo que se supere.

Marisa se volvió lentamente; nunca había oído a un sevillano, y mucho menos policía, hablar así. Falcón fruncía el ceño mirando al suelo.

– Así que volvió de Los Ángeles, ¿y desde cuándo estaba allí? -preguntó.

– Estuve allí un año -dijo Marisa-. Pensé que debía cuidar de mi hermana.

– ¿Y qué ocurrió?

– Volvió a marcharse de casa. Pero para entonces tenía ya dieciocho años, así que…

– ¿Y no ha sabido nada de ella desde entonces?

Se hizo un largo silencio en el que la mente de Marisa parecía flotar fuera del estudio y Falcón pensó por primera vez que estaba llegando a alguna parte.

– ¿Señora Moreno? -dijo Falcón.

– No he sabido nada de ella… no.

– ¿Está preocupada por ella?

Marisa se encogió de hombros y, por algún motivo, Falcón pensó que no iba a creerse lo que oyese a continuación.

– No estábamos muy unidas, por eso se marchó la primera vez sin decirme nada.

– ¿Es eso cierto? -dijo Falcón, clavándole la mirada desde el otro lado del estudio-. ¿Entonces qué hizo usted cuando se marchó la segunda vez?

– Acabé el curso que estaba haciendo en Bellas Artes, alquilé el piso de mi madre, que habíamos heredado mi hermana y yo…

– ¿Es donde vive ahora, en la calle Hiniesta?

– Y me fui a África -dijo, asintiendo-. Estuve en Malí, Niger, Nigeria, Camerún, el Congo, hasta que la cosa se puso peligrosa y me fui a Mozambique.

– ¿Y los tuaregs…? ¿No pasó algún tiempo con ellos?

Silencio, mientras Marisa registraba que Falcón se había enterado de eso por otra persona.

– Si ya sabe todo esto, inspector jefe, ¿por qué me interroga?

– Lo sé, pero al oírlo de su boca se me aclaran las cosas.

– Le he dejado pasar para hablar de mi hermana.

– Con la cual no está usted muy unida.

– Parece haber ampliado sus intereses desde que empezó a consumir mi tiempo de trabajo.

– ¿Y luego se fue a Nueva York…?

Marisa gruñó. Dio una calada al cigarrillo para que no se apagase.

– Ha hablado con Esteban, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe?

– Le mentí sobre lo de Nueva York -dijo Marisa-. Vi una película sobre un artista, con Nick Nolte como protagonista, y asumí el papel de su ayudante. Nunca he estado en Nueva York.

– ¿Le mintió en algún otro punto?

– Probablemente. Tenía que aparentar una imagen.

– ¿Una imagen?

– Sí, así es como ven a las mujeres la mayoría de los hombres con los que he estado cierto tiempo.

– Usted describió a Esteban Calderón como su amante ante el inspector jefe Zorrita.

– Es lo que era… y todavía lo es, en cierto modo, aunque la cárcel no ayuda -dijo Marisa-. Lamento que matase a su mujer. Siempre era tan comedido, ¿sabe?, aunque apasionado, como suelen ser los sevillanos, pero también era abogado, con mentalidad de abogado.

– Entonces, ¿usted cree que fue él?

– Lo que yo piense da igual. Lo que importa es lo que piense el inspector jefe Zorrilla -dijo Marisa, y de pronto se le encendió una luz-. Ah, ya sé. Acabo de recordar. La mujer que mató Esteban era su esposa. Qué interesante.

– ¿Le parece interesante?

– No sé qué hace usted aquí -dijo Marisa, dando otra calada al cigarro, evaluando de nuevo a Falcón.

– ¿Su hermana estaba con algún novio cuando se marchó por segunda vez?

– Siempre había algún hombre liado con Margarita.

– ¿Es guapa?

– Sí… y lo otro también.

– ¿Sexo?

– No exactamente -dijo Marisa, que se dirigió a una cómoda pequeña, abrió un cajón y soltó un fajo de fotos en la parte superior del mueble. Empezaba a sincerarse o, mejor dicho, quería hacerle creer que se estaba sincerando-. Mire, eche un vistazo. Las saqué tres semanas antes de que mi hermana cumpliese dieciocho años.

Falcón ojeó las fotos. De pronto se le alojó en el pecho una sensación de tristeza. No era sexo, a pesar de la desnudez provocativa. Hasta cuando estaba tumbada con las piernas estiradas, tenía un aire de inocencia. Una inocencia que ansiaba ser profanada a los ojos de los hombres. Por eso Marisa había hecho las fotos y sólo ella podía haberlas hecho. Ni en las poses más pornográficas Margarita perdía nunca su pureza infantil, mientras el espectador, o el voyeur, sentía que la bestia se empinaba sobre sus cuartos traseros y bailaba sobre sus patas peludas.

– Para ser sevillano, no es usted muy hablador, inspector jefe.

– No tengo nada que añadir -dijo Falcón, que dejó de mirar las fotos a mitad, después de comprender la intención de la mujer, y nada halagado por ello-. Hacen su trabajo.

– Es usted la primera persona que las ve.

– Me gustaría ver una fotografía de Margarita con algo de ropa encima -dijo Falcón-, para que podamos empezar a buscarla.

– Ya no está desaparecida -dijo Marisa-. No hace falta que la encuentren.

– Pero supongo que querrá saber de ella, ¿no?

Marisa volvió a encogerse de hombros, como si algo le incomodase. Le entregó una foto de carné de su hermana.

– Usted solía hurgar en los bolsillos de Esteban -dijo Falcón, cogiendo la foto-. ¿Por qué lo hacía? Quiero decir, usted es artista, lo percibo en la calidad de este trabajo. Así que debe de ser curiosa, pero no creo que le interesen las mierdas que puede encontrar en los bolsillos de un hombre.

– Mi madrastra hacía lo mismo cuando mi padre volvía a casa a las siete de la mañana. Se odiaba por ello, pero no podía evitarlo. Tenía que saber, aunque ya sabía.

– Eso no explica nada -dijo Falcón-. Podría entender que Inés quisiese hurgarle en los bolsillos, ¿pero usted? ¿Qué buscaba? Sabía que estaba casado, y no era feliz en su matrimonio. ¿Qué más quería saber?

– Mi madre era de una familia sevillana muy conservadora. Se ve muy bien en su hermano. Y se lió con un hombre negro de cuarenta y cinco años, y él le correspondía follándose a todo lo que se movía delante de sus narices. Su instinto burgués…