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– El de ella, pero no el de usted. No era su madre natural.

– La adorábamos.

– ¿Ésa es su única explicación?

– Me asombra usted, inspector jefe.

– ¿Llaves? -dijo Falcón, interrumpiendo la digresión de Marisa, arqueando las cejas.

– ¿Cómo?

– Buscaba sus llaves.

– Por eso me sorprende usted -dijo Marisa, que dio otra calada a su colilla mascada y escupió virutas de tabaco-. Zorrita me dijo, muy ufano, que tenía argumentos muy sólidos para imputar a Esteban el asesinato de su esposa, su ex, y aquí está usted, intentando destripar el asunto por algún motivo que no acabo de entender.

– ¿Hizo usted una copia de la llave de la casa de Esteban y entró allí por su cuenta, o mandó hacer un duplicado para otra persona, para que entrasen ellos?

– Mire, inspector jefe, una vez me encontré que tenía condones, cosa que nunca se ponía cuando estaba conmigo -dijo Marisa-. Cuando una mujer encuentra algo así, no deja de hurgar para ver si falta alguno.

– He hablado con el gobernador. Vamos a interrumpir sus visitas a la cárcel.

– ¿Por qué?

– Pensaba que sería un alivio.

– Piense usted lo que quiera.

Falcón asintió. Su ojo atisbo algo debajo de la mesa. Se arrodilló para cogerlo. Era una cabeza de madera manchada y pulida. La examinó a la luz. La cara tersa y sencilla de Margarita lo miraba con los ojos cerrados. Pasó el pulgar por el borde irregular del cuello, donde la motosierra había mordido la madera.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Falcón.

– Un cambio de visión artística -dijo Marisa.

Falcón se dirigió a la puerta, con la sensación de que la primera fase de su trabajo ya estaba acabada. Le devolvió la cabeza a Marisa.

– ¿Demasiado perfecta? -preguntó-. ¿O no era lo que quería?

Marisa escuchó las pisadas por la escalera metálica y miró las facciones talladas de la cara de su hermana. Pasó los dedos por los párpados, la nariz y la boca. Su brazo, que sostenía todo el peso de la cabeza, temblaba. Dejó la cabeza en el suelo, fue a buscar el móvil que estaba en el banco de trabajo e hizo una llamada.

El policía la había puesto nerviosa, pero le sorprendió constatar que no le disgustaba. Y había muy pocos hombres que le gustasen a Marisa, muy pocos de ellos blancos, y ninguno policía.

* * *

Leonid Revnik no se había movido. Había mandado salir a sus esbirros de la habitación y éstos habían traído a un técnico para que arreglara el aire acondicionado. Se estaba tomando una copa de la media botella de vodka que quedaba en la nevera de Vasili Lukyanov. Viktor Belenki no lo había vuelto a llamar. Tenía que hacer un esfuerzo por relajarse, porque de vez en cuando se le iba la cabeza y se le tensaban los bíceps y los pectorales debajo de la camisa. Sonó el teléfono fijo en la mesa. Lo miró con suspicacia; ya nadie usaba esos trastos. Descolgó, habló en ruso sin pensar. Respondió la voz de una mujer en la misma lengua y pidió que le pasasen con Vasili Lukyanov.

– ¿Quién es? -preguntó él, al oír un acento extraño.

– Me llamo Marisa Moreno. He intentado llamar a Vasili al móvil, pero no respondía. Éste es el único número que me dio, aparte del otro.

La cubana. La hermana de Rita.

– Vasili no está. A lo mejor te puedo ayudar yo; soy su jefe -dijo Revnik-. Si quieres dejarle un mensaje, me encargaré dejárselo.

– Me dijo que lo llamase si tenía algún problema.

– ¿Y qué ha pasado? -preguntó Revnik.

– Un poli de homicidios que se llama inspector jefe Javier Falcón ha venido a verme al taller y ha empezado a hacerme preguntas sobre mi hermana Margarita.

Ese nombre, Falcón, otra vez.

– ¿Y qué quería de ella?

– Dijo que iba a encontrarla.

– ¿Y qué le dijiste?

– Le dije que no hacía falta que nadie la encontrase.

– Está bien -dijo Revnik-. ¿Has hablado con alguien más de esto?

– Dejé un mensaje en el teléfono de Nikita.

– ¿Sokolov? -preguntó, apenas capaz de controlar su ira al tener que pronunciar el nombre de otro traidor.

– Sí.

– Hiciste lo correcto -dijo Revnik-. Nos ocuparemos del tema. No te preocupes.

Capítulo 5

Calle Bustos Tavera, Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,15.50.

Había dos personas en el mundo por las que Falcón lo dejaría todo. Una era Consuelo Jiménez y la otra Yacub Diuri. Desde que localizó a Yacub cuatro años antes, se había convertido en el hermano menor que nunca había tenido. Debido a su pasado difícil, Yacub tenía una habilidad especial para comprender la complejidad de los horrores familiares que provocaron la crisis mental absoluta de Falcón en 2001. Gracias a las mutuas confidencias, Yacub se había convertido en sinónimo de la reafirmación de la salud mental de Falcón. Ahora, después del atentado de Sevilla, era algo más que un amigo y un hermano. Había pasado a ser el espía de Falcón. Los servicios secretos españoles, el CNI, en su repentina y desesperada necesidad de agentes en los países árabes más próximos, había investigado la especial relación entre Falcón y Yacub Diuri. Después de ver que otros servicios secretos occidentales fracasaban en el intento de reclutar a Yacub, utilizaron a Falcón para traerlo a su redil.

Por este motivo, cuando Falcón recibió un mensaje de texto de Yacub Diuri mientras cruzaba el patio delante del estudio de Marisa, fue inmediatamente en busca de una cabina. No habían vuelto a hablar desde el breve respiro en Esauira el mes anterior. Su única comunicación había sido de «trabajo», a través de la página web cifrada de los servicios secretos. El CNI había hecho hincapié en que no se mantuviera contacto físico con Yacub desde que éste logró penetrar en el grupo islámico combatiente marroquí, el GICM, en los días posteriores al atentado de Sevilla. Era este grupo el que había almacenado cien kilos de un fuerte explosivo, el hexógeno, en una mezquita situada en un sótano de un barrio residencial de Sevilla. Yacub había averiguado cómo se iba a utilizar ese hexógeno, y por tanto al CNI le preocupaba que hubiesen descubierto su tapadera. Hubo unos días de tensión en París, durante los cuales llegaron a pensar que podrían haber asesinado al nuevo agente. Tales temores eran infundados. Yacub regresó a Rabat, pero el CNI seguía tan nervioso que el único contacto que autorizaron fue durante las vacaciones de agosto de Falcón, que se habían programado en abril, dos meses antes del reclutamiento de Yacub Diuri.

Tardó tiempo en encontrar una cabina. Falcón dedujo por el SMS, tal como habían acordado en Esauira, que debía ser una conversación privada y no convenía utilizar el teléfono de casa ni el móvil para hacer la llamada.

– Estoy en Madrid -dijo Yacub, con la voz algo trémula.

– Te noto un poco nervioso.

– Tenemos que vernos.

– ¿Cuándo?

– Ahora… lo antes posible. No te pude avisar antes porque… bueno, ya sabes por qué.

– No sé cómo puedo escaparme de aquí sin previo aviso.

– No te estoy pidiendo esto sin motivo, Javier. Es complicado e importante. Es lo más importante que ha ocurrido hasta ahora.

– ¿Es de trabajo?

– Es de trabajo y es personal.

Falcón tenía otra cosa «personal» programada para esa noche. Tenía una cena con Consuelo, los dos a solas. Otra cita en el proceso gradual de acercamiento entre ambos.

– ¿Quieres decir esta noche? -preguntó Falcón.

– Antes.

– Parece que quieres que coja el próximo tren.

– Eso estaría bien -dijo Yacub-. Es muy importante.

– Tendré que idear una razón plausible para…

– Estás inmerso en una investigación internacional. Debe de haber cientos de razones para venir a Madrid. Llámame cuando sepas en qué tren vienes. Te informaré de dónde voy a estar. Y, Javier… no le digas a nadie que vienes a verme.