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Era curioso que, después de tanto tiempo, siguiera habiendo momentos que requerían un cigarrillo inmediato. Fue en coche a la estación de Santa Justa, se topó con un atasco y llamó al inspector jefe Luis Zorrita para decirle que necesitaba hablar con él sobre las pruebas de Marisa Moreno. ¿Tenía tiempo esa misma tarde? Zorrita se sorprendió; el caso estaba cerrado. Falcón dijo que quería tratar también otros asuntos. Acordaron verse lo más cerca posible de las siete de la tarde.

Se le ocurrió una cosa mientras reproducía en su mente la conversación con Yacub. Se preguntaba si ese problema «de trabajo y personal» guardaría relación con la homosexualidad de Yacub. Aunque Yacub era un hombre felizmente casado con dos hijos, tenía esa otra vida secreta, cosa que, para el GICM radical islámico, sería inaceptable.

El tráfico se despejó. Falcón siguió adelante, llamó a su número dos, el inspector José Luis Ramírez, cuya pugnacidad imperturbable había dado paso a una mezcla de ira y entusiasmo por ver los discos que habían encontrado en el maletín de Vasili Lukyanov.

– No te lo vas a creer -dijo-. Un concejal con dos chicas a la vez. Un urbanista dándole por el culo a una adolescente. Un inspector urbanístico esnifando cocaína en las tetas de una negra. Ese tipo de cosas. Va a ser una bomba en la Costa del Sol, si sale a la luz.

– No lo permitas. Ya conoces las normas. Un solo ordenador en nuestro departamento…

– Relájate, Javier. Está todo bajo control.

– Hoy no voy a volver por la oficina -dijo Falcón-. ¿Te veo mañana?

– Elvira no está. Anda la cosa tranquila por aquí. Vendré por la mañana y me quedaré más si quieres, aunque preferiría irme.

– Ya veremos cómo va la cosa -dijo Falcón-. Que tengas buen fin de semana.

– Espera un segundo, el tipo del GRECO, Vicente Cortés, ha venido hace un rato a buscarte. Quería decirte que ha recibido un informe sobre un ruso que ha aparecido en las montañas, detrás de San Pedro de Alcántara, con una bala de nueve milímetros en la cabeza. Alexei no sé qué. Buen amigo del tipo que encontrasteis en la autopista con una barra de acero clavada en el corazón. ¿Significa algo?

– Más para Cortés que para mí -dijo Falcón, y colgó.

* * *

En la estación de Santa Justa, Falcón averiguó que el siguiente AVE para Madrid era a las 16.30, de manera que llegaría justo a tiempo para reunirse con el inspector jefe Zorrita. Llamó a Yacub desde un teléfono de la estación, intentando averiguar cuándo volvería a Sevilla y si sería posible llegar a la cena con Consuelo. Lo deseaba. Lo necesitaba. Aunque el avance fuera lento.

– Reúnete primero con Zorrita -dijo Yacub-. Ya te diré después dónde nos vemos.

Falcón comió algo poco memorable, se bebió una cerveza, se tomó un café solo y subió al tren. Quería dormir, pero tenía demasiadas interferencias cerebrales. La mujer que iba delante de él hablaba con su hija por el móvil. Tenía intención de volver a casarse y a su hija no le hacía mucha gracia. Vidas complicadas, que se complicaban más a cada minuto.

El director de la cárcel llamó para decir que Esteban Calderón había presentado una solicitud para consultarse con un psicólogo.

El tren pasaba como un rayo por las ocres llanuras resecas del norte de Andalucía.

¿Qué había sido de la lluvia?

– No quiere que le visite el psicólogo de la cárcel -dijo el director-. Quiere que sea esa mujer que tú conoces, pero no recuerda cómo se llama.

– Alicia Aguado -dijo Falcón.

– Tú no eres el encargado de la investigación del caso del señor Calderón, ¿verdad?

– No, pero voy a reunirme esta tarde con el encargado del caso. Le diré que se ponga en contacto contigo.

Colgó. La mujer de delante acabó de hablar con su hija. Giró el móvil en la mesa con una larga uña pintada. Levantó la vista, esa clase de mujer que siempre sabe cuándo la observan. Ojos peligrosos de sálvame la vida, pensó Falcón. La hija se preocupaba con razón.

Llevaba despierto desde antes de las tres y todavía no había entrado en letargo. Cerró los ojos ante la peligrosa mirada de los ojos de enfrente, pero no logró descender de ese estado confuso al borde de la inconsciencia. Ahora que le preocupaba no poder verla esa noche, Consuelo emergió en su mente. Se habían conocido cinco años antes, cuando Consuelo era la principal sospechosa en el asesinato de su marido, el restaurador Raúl Jiménez. Un año después volvieron a encontrarse y se liaron. Falcón lo pasó mal cuando ella decidió cortar, pero, según había descubierto recientemente, Consuelo tenía ya bastantes problemas, que la habían llevado a la consulta de la psicóloga clínica ciega Alicia Aguado. Ahora llevaban tres meses intentando volver. Él la veía más feliz. Consuelo estaba introduciéndolo en su vida gradualmente: sólo lo veía los fines de semana y casi siempre en situaciones familiares, con su hermana y los niños. A él no le importaba. Su trabajo había sido agotador. Consuelo también estaba ampliando el negocio del restaurante que le dejó Raúl Jiménez. Falcón disfrutaba con la integración que sentía en la mesa familiar. No le hubiera importado tener más sexo, pero la comida siempre estaba bien, y en los momentos de soledad iban avanzando poco a poco.

Cuando pensaba en Consuelo siempre aparecía Yacub. Ambos estaban inextricablemente unidos en su mente. Uno había llevado a la otra. La atracción inicial de Falcón y Consuelo surgió a raíz de la fascinación por la fatalidad del hijo menor de Raúl Jiménez de su primer matrimonio, Arturo, que había desaparecido a mediados de la década de los sesenta y nunca volvió a aparecer. El chico había sido secuestrado por un empresario marroquí como acto de venganza contra Raúl Jiménez, que había dejado embarazada a la hija del empresario, de doce años, y luego huyó de nuevo a España. Después de su breve aventura con Consuelo, Falcón decidió buscar a Arturo, con la esperanza de que eso la acercase de nuevo a él. No funcionó, pero la recompensa fue descubrir que Arturo se había criado como uno de los hijos del empresario marroquí y había recibido el apellido familiar, de manera que se convirtió en Yacub Diuri.

Los pasados extraños -Falcón, que se había criado en España con Francisco Falcón hasta que descubrió que su verdadero padre era un artista marroquí, y Yacub, nacido en España, abandonado por su padre Raúl Jiménez y criado por su secuestrador marroquí en Rabat- habían sido el extraño fundamento de su intensa amistad. Y por primera vez, quizá como consecuencia de su estado de agotamiento, Falcón se percató de que su mente un tanto confusa reflexionaba, con la comprensión emocional de estos acontecimientos inusuales, sobre dónde estaría el hijo de la niña de doce años que se quedó embarazada de Raúl Jiménez: qué habría sido de él. Tenía que preguntárselo a Yacub.

La vibración de su móvil contra el pecho le hizo volver en sí con un sobresalto mientras pasaban como un rayo los campos polvorientos. Era su móvil de policía y atendió la llamada sin mirar el nombre en la pantalla.

– Oiga, inspector jefe Javier Falcón. No meta la nariz en lo que no es asunto suyo.

– ¿Quién es?

– Ya está avisado.

Se cortó la llamada. Verificó el número. Oculto. Plegó y guardó el teléfono. La mujer de enfrente lo miraba de nuevo. Al otro lado del pasillo también lo miraban. La paranoia, esa horrible enfermedad contagiosa, se acercaba. La voz en el móvil. ¿Tenía algún acento? ¿Cómo habían dado con su número de policía? Algo más incómodo que la satisfacción se abrió paso entre sus omóplatos cuando se percató de que, al presionar a Marisa Moreno, iba por buen camino. Escudriñó su mente en busca de algo de lo que pudiera hablar con el inspector jefe Zorrita. No quería molestarle con unas fisuras insignificantes en su caso de férrea solidez. Ahora las cosas empezaban a reafirmarse en su mente.