Entró un coche en el garaje del edificio de pisos de la calle Alfonso VI y Falcón entró detrás, sin que lo vieran, mientras se cerraba la puerta. Se adentró en la oscuridad, subió en ascensor al tercer piso, salió a un rellano vacío, tocó el timbre y esperó. Percibió la órbita ocular al otro lado de la mirilla. Se abrió la puerta. Yacub le indicó por señas que entrara. Pasaron a los cumplidos de rigor. Falcón le preguntó por la esposa de Yacub, Yusra y sus dos hijos, Abdulá y Leila. Hubo asentimientos y agradecimientos, pero Yacub estaba extrañamente decaído.
Un cenicero lleno era el centro de la sala de estar, con un cigarrillo humeante sin filtro en el borde. Las cortinas estaban corridas. La única lámpara encendida, situada en la esquina, apenas iluminaba la habitación. Yacub llevaba unos vaqueros descoloridos y una camisa blanca por fuera del pantalón. Iba descalzo y se había afeitado el pelo largo casi al cero, y se pasaba la palma por la cabeza pelada como si acabara de raparse. La cabeza ahora hacía juego con la barba de tres días. Sus ojos parecían más hondos y oscuros que de costumbre, como si la cautela le hubiera inducido a retirarse a un lugar más seguro. Se sentó en el sofá con el cenicero a su lado y fumó con entusiasmo, con labios más trémulos que en otras ocasiones, por lo que recordaba Falcón.
– He preparado té -dijo-. Te gusta el té, ¿verdad?
– Siempre me preguntas eso -dijo Falcón, mientras se quitaba la americana y se remangaba la camisa-. Ya sabes que me encanta el té.
– Lo siento por el calor -dijo Yacub-. No quiero encender el aire acondicionado. No debería estar aquí. Estoy escondido.
– ¿De quién?
– De todo el mundo. De mi gente. Del mundo -dijo, y, tras una reflexión posterior, añadió-: Quizá también de mí mismo.
Sirvió el té, se levantó y empezó a caminar por la habitación para controlar los nervios.
– Así que nadie sabe nada de este encuentro -dijo Falcón, animando a Yacub a desembuchar.
– Sólo tú y yo -dijo Yacub-. El único hombre en el que puedo confiar. El único con el que puedo hablar. El único que sé que no va a utilizar en mí contra lo que ha ocurrido.
– Ya veo que estás nervioso.
– Nervioso -dijo, asintiendo-. Por eso me caes bien, Javier. Me tranquilizas. No estoy sólo nervioso. Estoy paranoico. Estoy paranoico de remate, joder.
Estas últimas palabras fueron acompañadas de un impetuoso manotazo al aire en sentido lateral, justo delante de sus narices. Falcón intentó recordar si alguna vez había oído a Yacub decir algún taco.
Yacub entonces empezó a despotricar sobre todo lo que había tenido que hacer para llegar a aquel piso sin que lo vieran.
– Has venido con cuidado, ¿verdad, Javier? -dijo al final.
Falcón correspondió con su propio procedimiento, que parecía tener una influencia ligeramente tranquilizadora en Yacub, mientras éste le escuchaba y se mordía un padrastro. Después encendió otro cigarrillo, bebió un poco de té, que estaba demasiado caliente, se sentó en el sofá y volvió a levantarse.
– La última vez que te pusiste así fue después de los cuatro días que pasaste en París -dijo Falcón-. Pero estabas bien. Estabas volviendo al redil.
– No han descubierto mi tapadera -dijo Yacub rápidamente-. No, no hay problema con eso. Lo malo es que han averiguado la manera perfecta de mantenerme… cerca.
– ¿Mantenerte cerca? -dijo Falcón-. ¿Quieres decir en el sentido de no apartarte? O sea que sospechan de ti, ¿no?
– Sospechar es una palabra demasiado fuerte -dijo Yacub, metiendo la mano debajo de la axila y cortando el aire con el cigarrillo-. Les intereso. Me necesitan. Pero por naturaleza desconfían de mí. La parte de mi cerebro que no es marroquí es lo que les pone nerviosos.
– Somos andaluces, Yacub, el mismo pueblo, el mismo indicador genético beréber -dijo Falcón.
– El problema para ellos es que no pueden confiar en que yo piense de una determinada manera. No soy un marroquí coherente -dijo Yacub-. Y eso les preocupa.
Falcón esperó. Si hubiera estado con otro europeo habría formulado la pregunta: «¿Todo esto tiene algo que ver con que eres gay?». Pero tenía el mismo problema que el grupo islamista radical, el GICM, con Yacub, sólo que en sentido inverso; Falcón no podía confiar en que Yacub pensase como un europeo. Su mentalidad para la discusión era más marroquí. La pregunta directa no servía.
– El viernes de la semana pasada, antes de las oraciones de mediodía, Abdulá, mi hijo, vino a verme -dijo Yacub-. Yo estaba solo en mi estudio. Cerró la puerta y se acercó al borde de mi mesa. Me dijo: «Voy a contarte algo que te hará sentir muy feliz y muy orgulloso». Yo estaba confuso. El chico sólo tiene dieciocho años. No recordaba ninguna conversación acerca de una chica y, en cualquier caso, estas cosas no suelen decirse así. Me levanté como si fuera a oír una noticia importante. Se acercó a mi lado de la mesa y me dijo que se había hecho muyahidín y me abrazó como un guerrero camarada.
– ¿Lo ha reclutado el GICM? -dijo Falcón, que saltó disparado de su sillón.
Yacub asintió, dio una calada al cigarrillo, se llenó los pulmones de humo y luego abrió los brazos de par en par en un gesto de total impotencia.
– Justo después de las oraciones de mediodía del viernes, se marchó para continuar con su formación.
– ¿Continuar?
– Exacto -dijo Yacub-. El chico lleva tiempo mintiéndome. Ha estado fuera cuatro fines de semana en los dos últimos meses. Pensaba que había ido a ver a sus amigos de Casablanca, pero estaba fuera del país en ejercicios de entrenamiento militar.
– ¿Cómo lo reclutaron?
Yacub se encogió de hombros y negó con la cabeza. Falcón dudó que fuese a oír la verdad exacta.
– Ha estado trabajando conmigo en la fábrica, como algo temporal antes de irse a la universidad a final de mes. Vamos a una mezquita en Salé. Allí hay… ciertos elementos. Pensé que no tenía nada que ver con ellos… claramente no tenía relación alguna.
– ¿Has comentado esto con alguien?
– Tú eres la primera persona de fuera que lo sabe.
– ¿Y dentro del GICM?
– El comandante militar no está allí en este momento. Y cuando está, no es fácil verle. Le he transmitido mi gratitud a través de un intermediario.
– ¿Tu gratitud?
– ¿Qué se supone que debía hacer? Debería estar contento y orgulloso -dijo. Volvió a sumirse en el sofá, hundiendo la cara entre las manos, y sollozó dos veces.
– Y presupones que todo esto lo han hecho para mantenerte «cerca», para controlarte, para estar menos intranquilos contigo.
– Nadie salvo el radical más loco querría que su hijo fuera muyahidín… potencialmente un terrorista suicida. Todas esas patrañas que se oyen en la televisión de Francia o Inglaterra sobre el honor y el paraíso y las setenta y dos vírgenes no es más que una gilipollez. Hay gente que piensa así en Gaza, o en Irak, o en Afganistán, pero en Rabat ni hablar, al menos en mi círculo.
– Vamos a pensar todo esto despacio -dijo Falcón-. ¿Qué pretenden conseguir con esta maniobra? Si es para mantenerte cerca, entonces…
– Quieren infiltrarse en mi hogar -dijo Yacub. Y luego, tocándose la sien, añadió-: Quieren infiltrarse en mi mente.
– Como no están convencidos de que puedan controlarte, ¿han decidido controlar a la gente de tu entorno?
– Lo único por lo que les intereso es que saben que puedo vivir «convincentemente» en los dos mundos: el islámico y el laico, en Oriente y Occidente. Eso no significa que les guste. No les gusta que mi hija de dieciséis años, Leila, vaya a la playa en bañador.
– ¿Os han estado vigilando en la playa?
– Cuando estábamos de vacaciones en Esauira, nos observaban, Javier -dijo Yacub-. Abdulá ha dejado de tocar música, cosa que pensé que era una bendición al principio, pero ahora me desespero por que vuelva a ser normal. Y lee el Corán, ¿te imaginas? Ya no juega con juegos de ordenador. Eché un vistazo al historial de su navegador… son todo sitios web islámicos, política palestina, Hamas frente Al Fatah, la Hermandad Musulmana…