– Yacub, estás sacando el tema de quicio.
– Es mi lado marroquí -dijo, mientras se levantaba de golpe y empezaba a pasear por la habitación, rascándose las cicatrices infantiles de la cabeza, que habían salido a la luz con la severidad del corte de pelo-. Me emociono mucho. Parece que no puedo tranquilizarme, o mejor dicho, sí que puedo tranquilizarme. Ya me tranquilizo. ¿Y sabes cómo lo hago?
Falcón esperó a que Yacub volviese a su línea de visión, pero Yacub se inclinó sobre el respaldo del sillón, con la cara tan cerca que Falcón percibió el intenso aliento de tabaco.
– Me imagino a Abdulá a salvo… de todo esto… de esta locura. Me imagino bajo una mortaja y veo salir el sol a través del algodón, siento la brisa que roza la tela, y estoy en paz por primera vez en mi vida.
– Prueba con una visión alternativa, Yacub. No seas tan fatalista. Imagínate en casa con Abdulá, con su mujer y sus nietos en tu regazo. Prueba a conseguir eso en lugar de tu muerte y su encarcelamiento.
– Lo haría si no fuese un sueño absurdo, un ideal imposible -dijo Yacub-. El chico ya forma parte de la organización. No piensa en chicas, ni en casarse ni en tener hijos. La vida normal se ha convertido en una existencia miserable para él. Desprecia su infancia de lujos y caprichos. Lamenta las horas perdidas con la Gameboy. Toda su adolescencia es una trágica inconsciencia para él. No hay manera de convencerlo de que se eche atrás. La ironía de todo eso es que, al ingresar en ese nuevo mundo, para mí se ha convertido en un alma perdida. Deambula por un mundo de muerte, destrucción y martirio. Mientras se me revuelve el estómago sólo de pensar en un mercado de Bagdad con doscientos muertos civiles, mujeres y niños, como un osario humeante y ennegrecido, Abdulá sonríe beatíficamente ante la gracia imaginada del mártir que ha cometido esa impía atrocidad.
– Entonces, ¿has vuelto a verle desde que se fue al campo de entrenamiento hace una semana? -preguntó Falcón, confuso por cómo podía haber sabido todo eso Yacub.
– La intención fundamental de mi ingreso en el GICM desde el principio era propiciar uno de sus atentados internacionales -dijo Yacub, eludiendo la pregunta, para ganar tiempo-. Esto significa, como sabes, que tengo acceso sin precedentes al ala militar del GICM. En cuanto Abdulá me contó la noticia, conseguí que me mostrasen su campo de entrenamiento. Pasé algún tiempo allí. Pasamos un par de tardes juntos en las que pude ver el profundo cambio de su mente juvenil.
– ¿Pero no conseguiste ver al comandante del ala militar?
– No, como te dije, no estaba -dijo Yacub, dando la espalda a Falcón para observar las cortinas corridas-. Tuve que transmitirle mi gratitud por este honor a través de uno de sus oficiales.
«¿Fue realmente así?», se preguntó Falcón mientras se acercaba a Yacub junto a la ventana. Se abrazaron y pudo vislumbrar su propia cara confusa por encima del hombro de Yacub en el único espejo de la sala.
– Amigo mío -dijo Yacub, con su aliento cálido en el cuello de Falcón-. Qué bien me conoces.
«¿De verdad?», pensó Falcón. «¿De verdad te conozco?»
Capítulo 7
AVE de Madrid a Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,22.00
Si en el viaje de tren de Sevilla a Madrid había sufrido un leve ataque paranoico, el trayecto de vuelta se caracterizó por una grave proliferación de los parásitos de la incertidumbre en su flujo sanguíneo. La oscuridad del paisaje exterior significaba que lo único que podía ver por la ventanilla era el reflejo de su rostro desconcertado, que, con el movimiento del tren, parecía temblar como su mente vacilante.
Yacub no sólo le había prohibido hablar con ninguno de los agentes secretos del CNI, sino que además había urdido un plan para rescatar a Abdulá de las filas del GICM. Yacub había rogado a los oficiales de alto rango del ala militar que solicitasen a su comandante que enviasen a su hijo a una misión lo antes posible, con la condición de que él fuese el responsable de su planificación, logística y ejecución.
– ¿Por qué hiciste eso? -preguntó Falcón-. Lo único que necesitamos en una situación como ésta es tiempo.
– En esta fase, más importante que el tiempo -dijo Yacub- es demostrarles lo honrado que me siento de que mi hijo haya sido elegido. El retraso significaría que yo volvería a ser objeto de suspicacia y quedaría excluido del futuro de mi hijo. Ésta era la única manera de mantenerme dentro.
El alto mando estaba sopesándolo. Yacub le había dicho a Falcón que la mañana siguiente regresaría a Rabat, donde esperaba que le comunicasen su decisión. Nada de esto resultaba precisamente tranquilizador, pero no era la causa de la paranoia de Falcón, que empezó con los calambres de miedo en las tripas. Intentó hacer caso omiso, como el hombre con apendicitis aguda que se convence de que son meros gases, pero se había vuelto muy aprensivo. El hombre que había llegado a ser su mejor amigo, con el que compartía un grado de intimidad que sólo había conocido con el hombre que creyó que era su padre, Francisco Falcón, en un instante se había transformado en una persona que no le inspiraba una confianza absoluta. Se había interpuesto la duda. Aquel último abrazo ante las cortinas cerradas fue un intento de reforzar la relación, pero parecía que se había interpuesto entre los dos una barrera impenetrable, como un tejido de Kevlar.
Tal vez ése había sido el error fatal; la única ocasión, aparte de ésta, en que había alcanzado ese grado de intimidad se había basado en la mentira y el fraude: cuando Javier tenía cinco años, su padre lo engañó para utilizarlo como agente de la muerte de su propia madre. ¿Pero cómo pudo haber ido tan rápido con Yacub? Le invadió la suspicacia, ¿pero por qué? Repasó todo el encuentro minuto a minuto, casi plano a plano, para extraer hasta el menor matiz.
El corte de pelo influyó, ¿o quería pensar que había influido? ¿Era una suspicacia a posteriori? A Yacub siempre le había gustado llevar el pelo largo, una melena exuberante. A lo mejor sólo estaba metiéndose en el papel. En realidad, ya antes del corte de pelo estaba el piso. No le había preguntado por ese detalle. ¿De quién era? Tendría que averiguarlo. Llamó a un viejo amigo de sus tiempos de Madrid, un detective que, en aquel instante, se encontraba en un bar camino de casa. Falcón le dio la dirección, le dijo que no se lo contara a nadie. Quería saber la identidad y los antecedentes del propietario y debía contárselo únicamente a Falcón, sin dejar ningún mensaje en la oficina.
– Ni siquiera voy a preguntar -dijo su amigo, y añadió que probablemente tendría que esperar hasta el lunes.
Los faros titilaban en la oscuridad del campo, giraban y desaparecían. Alguien lo observaba al otro lado del pasillo. Se levantó, atravesó el vagón hacia el bar, pidió una cerveza. ¿Qué otra cosa podía pedir? Cogió el cuaderno, anotó sus ideas. Confianza. Yacub había insistido ante Falcón en lo mucho que confiaba en éclass="underline" «El único hombre en el que puedo confiar […]. Tú siempre tienes que estar entre ellos y yo […]». Fue entonces cuando empezaron los calambres y cuando cuestionó por primera vez la fiabilidad de Yacub. «Eres un buen amigo. El único amigo de verdad que tengo.» Fue a partir de ahí cuando se abrieron paso en su cabeza las ideas más desagradables: ¿Está utilizándome? Falcón rebobinó hasta la pregunta que le hizo: «¿De dónde viene esta influencia?». Se encogió de hombros. ¿Es que alguien había estado importunando a Yacub? Sabía que al GICM no le gustaba su relación con el inspector jefe. ¿Estaban intentando romperla, y utilizaban para ello al joven Abdulá?
Las notas manaban de su bolígrafo. El taco que soltó. El plan. No había plan, pero Yacub quería implicarlo a él. ¿Por qué? «Eres mi amigo. Estoy en esto por ti.» Matizó la frase de inmediato, pero no cabía duda de que quería que Falcón se sintiese culpable. Luego vino la visión de su propia muerte. ¿Exageró la autocompasión? Por último, cometió el desliz. ¿El desliz indicaba que había visto a Abdulá desde que se fue al campo de entrenamiento? Yacub estaba bajo presión. El estrés resultante provocaba extremos emocionales y se cometían errores.