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Cerró el cuaderno, bebió un trago de cerveza. Volvía a tener una sensación de desequilibrio que no podía describir con mucha concreción. ¿Cómo describir la sensación que se tiene cuando uno empieza a pensar que su propio hermano puede estar explotándolo? No había palabras para expresarlo. No era posible que fuese tan poco común como para que nadie se hubiese molestado en inventarla. La gente siempre ha explotado y traicionado a los seres más próximos. ¿Pero cuál era la palabra que designaba la sensación de la víctima? Los americanos tienen un buen término, suckered, que literalmente significa «sorbido», pero se emplea en el sentido de «embaucado, burlado, engañado». Porque, en efecto, era como si a uno le absorbiesen la médula.

Cogió el móvil, y no sólo para dedicarse a la cháchara banal tan común en los trenes de todo el mundo; necesitaba oír el sonido de una voz en la que creía y que creía en él. Llamó a Consuelo. Darío, su hijo más pequeño, de ocho años, cogió el teléfono.

– Hola, Darío, ¿cómo estás? -dijo Falcón.

– Javi-i-i -exclamó Darío-. Mamá, mamá, es Javi.

– Trae el teléfono a la cocina -dijo Consuelo.

– ¿Estás bien, Darío? -preguntó Falcón.

– Estoy bien, Javi. ¿Por qué no estás aquí? Tendrías que estar aquí ya. Mamá lleva mucho tiempo esperando…

– ¡Trae el teléfono, Darío!

Oyó que el chico corría por el pasillo. El teléfono cambió de manos.

– No quiero que pienses que estoy por aquí como una adolescente enamorada -dijo Consuelo-. Darío está deseando que llegues.

– Estoy en el AVE y llegaré tarde.

– No se irá a dormir hasta que vengas, y mañana nos vamos de compras. A comprar unas botas de fútbol nuevas.

– Tengo que ver a alguien en la ciudad antes de salir para tu casa -dijo Falcón-. No llegaré antes de las doce de la noche.

– Podríamos salir a cenar -dijo Consuelo-. Es mejor idea. La verdad es que quiero que se vaya a dormir ya. Lo llevaré a casa de los vecinos. Está enamorado de la hija de dieciséis años. Hagamos eso, Javier.

– Dile que jugaré con él al fútbol en el jardín mañana por la mañana.

Una vacilación.

– ¿Crees que caerá esa breva esta noche? -dijo Consuelo en tono burlón.

No habían comentado la posibilidad de que se quedase a dormir. La incertidumbre formaba parte de su nuevo acercamiento. No había presuposiciones.

– He rezado para que pase -dijo-. ¿Me habrá escuchado la Virgen?

Otra vacilación.

– Se lo diré a Darío -dijo-. Pero si haces una promesa así, prepárate, porque mañana te vendrá a dar la matraca a las ocho de la mañana.

– ¿Dónde nos vemos?

Consuelo dijo que se encargaba de organizado todo. Lo único que tenía que hacer él es reunirse con ella en el bar La Eslava de la plaza de San Lorenzo, y luego irían juntos desde allí.

Se restauró la tranquilidad. Se sentía casi como un padre de familia. Los dos hijos mayores de Consuelo, Ricardo y Matías, no se interesaban tanto por él. Tenían catorce y doce años, respectivamente. Pero a Darío todavía le entusiasmaba la idea de tener padre. El chico había conseguido acercarlo a Consuelo. La madre veía que Javier le caía bien a Darío y, aunque nunca lo decía, Darío era su hijo predilecto. También les distraía de la seriedad de lo que se proponían hacer, les hacía sentirse más informales, menos ansiosos.

Y con ese pensamiento, el sueño se apoderó por fin de él.

Se despertó sentado en el vagón en la estación de Santa Justa, mientras la gente salía del tren. Eran las once y media pasadas. Salió de la estación, se desplazó en coche a la calle Hiniesta. Falcón quería que Marisa durmiese intranquila, sabiendo que después de su conversación de aquella misma tarde había recibido una llamada amenazadora anónima y que no le daba miedo.

Mientras aparcaba en la parte posterior de la iglesia de Santa Isabel, vio que había una luz encendida en el ático, las plantas estaban iluminadas en la terraza. Tocó el timbre del interfono.

– Ya bajo -dijo Marisa.

– Soy el inspector jefe Javier Falcón.

– ¿Qué hace usted aquí? -replicó Marisa, enfadada-. Voy a salir.

– Podemos hablarlo en la calle, si quiere.

Abrió el portal desde el interfono. Falcón subió en un ascensor pequeño hasta el último piso. Marisa le dejó pasar, mientras apagaba el móvil, nerviosa, como si hubiera pedido a su cita que retrasase su llegada si no quería encontrarse con la policía.

– ¿Va a algún sitio especial? -preguntó Falcón, observando el vestido largo ceñido de color turquesa, la melena cobriza hasta los hombros, los pendientes de oro, las veintitantas pulseras de oro y plata, el perfume caro.

– Una inauguración de una galería y luego una cena.

En cuanto entró Falcón, Marisa cerró la puerta. Las manos intranquilas no sabían cómo colocarse a ambos lados del cuerpo. Las pulseras tintineaban. No le invitó a sentarse.

– Pensaba que ya habíamos hablado bastante esta tarde -dijo Marisa-. Me robó usted una hora de mi tiempo de trabajo y ahora ha irrumpido en mi rato de relajación…

– Recibí una llamada de un amigo suyo esta tarde.

– ¿Un amigo mío?

– Me dijo que no metiera la nariz en sus asuntos.

Marisa abrió los labios. No emitió ningún sonido.

– Fue un par de horas después de que hablásemos -dijo Falcón-. Iba camino de Madrid para ver a otro amigo suyo.

– No conozco a nadie en Madrid.

– El inspector jefe Luis Zorrita.

– No se confunda -dijo Marisa, haciendo acopio de cierta osadía-. No es amigo mío.

– Zorrita tiene tanto interés como yo en su historia -dijo Falcón-. Me ha dicho que puedo meter la nariz todo lo que quiera.

– ¿De qué me habla? -preguntó Marisa, arqueando la ceja de furia-. ¿Historia? ¿Qué historia?

– Todos tenemos alguna historia -dijo Falcón-. Todos tenemos versiones de esas historias para adaptarlas a cada ocasión. Una versión de su historia ha metido en la cárcel a Esteban Calderón. Ahora vamos a encontrar la versión verdadera, y será interesante ver en qué lugar la deja a usted.

A pesar de la armadura de la belleza, la sutil sexualidad enfundada en la cubierta aguamarina, Falcón advirtió que se había metido en su piel. Se había puesto nerviosa. Se intuía la incertidumbre tras los grandes ojos marrones. Objetivo cumplido. Era el momento de salir.

– Dígale a sus amigos -dijo Falcón, mirándola fijamente mientras pasaba por delante de ella camino de la puerta- que estaré esperando su próxima llamada.

– ¿Qué amigos? -repuso Marisa cuando él ya estaba de espaldas-. No tengo amigos.

Al salir del piso volvió a mirarla: estaba de pie, sola, en medio de la habitación. La creyó. Y por algún motivo no pudo evitar compadecerse de ella.

Al volver al coche quería esperar a ver quién aparecía a buscarla. Entonces la vio asomada a la terraza, con el móvil en la oreja, mirándolo. No quería hacer esperar a Consuelo. Arrancó el coche y volvió a casa, donde se dio una ducha rápida para intentar limpiarse todo el trabajo de policía. Se cambió de ropa y, al cabo de diez minutos, iba camino de la plaza San Lorenzo. El taxi lo dejó en la plaza, que estaba repleta de gente que caminaba tranquilamente bajo los árboles altos en la cálida noche, delante de la impresionante fachada de terracota de la iglesia de Jesús del Gran Poder. De pronto vibró el móvil de policía en el bolsillo. Atendió la llamada sin pensar, resignado a su destino.