El miedo penetró en sus entrañas, pero el alcohol que corría por sus venas sólo le daba la presencia de ánimo necesaria para aferrarse al volante, que tenía poderes propios. Volvió a sonar la voz de Camarón justo antes de que la camioneta de Pepe se estampase contra el guardarraíl de la mediana. Sólo con esa abrupta parada se percató de la verdadera magnitud de su impulso, al salir despedido por el parabrisas al cálido aire nocturno. Más allá de la agónica voz de Camarón, oyó un ruido que fue lo último que su ofuscado cerebro logró descifrar. Barras de acero, ahora dispersas por el aire como una batería de lanzas en un túnel de luz que se aproximaba.
Y el motivo por el que Vasili se echó a llorar era que acababa de sentir en sus carnes la extraordinaria facilidad humana para comprimir una vida entera en una compacta experiencia emocional. Alexei le había cubierto las espaldas siete veces en seis años de servicio en Afganistán. Y ahora, después de haber sobrevivido a aquellos años de lucha contra los pastunes, Alexei iba a morir de un tiro en la nuca a manos de uno de los suyos en un bosque de la Costa del Sol, sólo por ser el puto amigo de Vasili Lukyanov.
– Dile a Leonid -empezó a decir, pero interrumpió la frase cuando vislumbró un destello que se encaminaba hacia él, una extraña turbulencia en el aire-. ¿Qué cojones…?
Las barras de acero, con sus extremos trémulos de expectación, penetraron en el cono de luz, como atraídas en el vértice hacia Vasili Lukyanov.
Impactaron con fuerza explosiva.
Los neumáticos embadurnaron de goma la carretera oscura, chocaron con una obstrucción invisible y el Range Rover salió despedido hacia el abismo negro de los campos. Se hizo un breve silencio.
– ¿Vasya?
Capítulo 1
Casa de Falcón, calle Bailén, Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,3.00
El teléfono tembló bajo el cálido aliento de la noche despiadada.
– Diga -dijo Falcón, que estaba sentado en la cama con uno de los cientos de expedientes relativos al atentado de Sevilla del 6 de junio sobre las rodillas.
– ¿Estás despierto, Javier? -preguntó su jefe, el comisario Elvira.
– A esta hora de la mañana es cuando pienso mejor -dijo Falcón.
– Pensaba que la mayor parte de la gente de nuestra edad sólo se preocupaba por las deudas y la muerte.
– Yo no tengo deudas… al menos financieras, vaya.
– Acaban de despertarme para hablar de la muerte… de una muerte concreta -dijo Elvira.
– ¿Y por qué te han llamado a ti, y no a mí?
– En algún momento antes de las once y treinta y cinco, que fue cuando se dio parte, hubo un accidente de tráfico en el kilómetro treinta y ocho de la autopista de Jerez a Sevilla en dirección norte. En realidad, ocurrió a ambos lados de la autopista, pero las muertes se produjeron en dirección norte. Me han dicho que es muy desagradable y necesito que te acerques allí.
– ¿No puede encargarse la Guardia Civil? -dijo Falcón, mientras echaba un vistazo al reloj-. Vaya, se lo han tomado con calma.
– El tema es complicado. Al principio pensaron que era sólo un vehículo, una camioneta, que había chocado con los guardarraíles de la mediana, y que la carga había salido despedida. Tardaron un tiempo en darse cuenta de que había otro vehículo, detrás de unos pinos, al fondo de un barranco, al otro lado de la autopista.
– Eso tampoco es motivo para implicar al Grupo de Homicidios.
– El conductor del vehículo que circulaba en dirección norte ha sido identificado como Vasili Lukyanov, de nacionalidad rusa. Cuando al fin consiguieron inspeccionar el interior del maletero de su coche, descubrieron que se había abierto una maleta que contenía un montón de dinero… Vaya, una barbaridad de dinero. Hablamos de millones de euros, Javier. Así que quiero un examen forense completo del vehículo y, aunque se trata claramente de un accidente, quiero que lo investigues como si fuera un homicidio. Este caso podría aportar datos para otras investigaciones que se desarrollan en el país. Y, lo que es más importante, quiero que se contabilice y se guarde el dinero en un lugar seguro. Mandaré un furgón blindado a la zona en cuanto consiga levantar a alguien.
– Supongo que hablamos de un miembro de una banda mafiosa rusa -dijo Falcón.
– Sí. Ya he hablado con el Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado. Lo han confirmado. Área de especialidad: prostitución. Zona de operaciones: Costa del Sol. Y he contactado con el inspector jefe Casado, ¿te acuerdas de él? El del GRECO, el Grupo de Respuesta Especial al Crimen Organizado en la Costa del Sol.
– El que nos hizo una presentación en julio sobre la instauración de un GRECO en Sevilla para investigar la actividad de la mafia aquí -dijo Falcón-. Y no ha ocurrido nada.
– Se ha retrasado la cosa.
– ¿Y por qué no se encarga él de este caso?
– Precisamente por ese retraso, está en Marbella, ocupándose de veinte investigaciones allí -dijo Elvira-. Y, además, todavía no ha empezado a trabajar sobre la situación de Sevilla.
– Sabrá más que nosotros y tendrá información sobre la actividad de Lukyanov en la Costa del Sol.
– Exacto, por eso nos va a mandar a uno de sus hombres, Vicente Cortés, que vendrá con alguien del Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado.
– Bueno, yo ya estoy despierto, así que voy para allá -dijo Falcón, y colgó.
El afeitado era el juicio matinal en el que se procesaba su barba de tres días. La historia de siempre con unas cuantas líneas más. La mente grabando sus dudas y temores. Le habían dicho que no esperaban de él la resolución definitiva del atentado de Sevilla. Lo sabía. Se había fijado en los demás inspectores jefes que hacían su desagradable trabajo en el mundo de la violencia y lo dejaban siempre en la oficina. Pero él no podía, al menos esta vez. Se pasó la mano por el pelo bien rapado. Los acontecimientos trascendentales de los últimos cinco años habían tornado el tono entrecano en gris acero, pero a pesar de todo no se teñía, a diferencia de los demás inspectores jefes. La luz y los restos del bronceado veraniego destacaban el ámbar de sus ojos castaños. Hacía muecas mientras la cuchilla abría surcos a través de la espuma.
Con unos chinos y un polo azul marino salió del dormitorio, apoyó las manos en la barandilla de la galería y se asomó. No se veían estrellas. Contempló el patio central del caserón del siglo XVIII heredado de su desacreditado padre, el artista Francisco Falcón. Una luz solitaria bosquejaba toscamente los pilares y arcos con un brillo sulfuroso que iluminaba al muchacho de bronce que estaba de puntillas en la fuente y realzaba los lejanos recovecos tras los pilares de la columnata, donde una planta, tan reseca que se había convertido en rumorosa hojarasca, todavía acechaba en una esquina. Tendría que tirarla, pensó por centésima vez. Hacía varios meses que se lo había pedido a la asistenta, Encarnación, pero la mujer tenía extraños apegos: sus vírgenes móviles, sus vía crucis, aquella planta marchita.
Tostada con aceite de oliva. Un café corto y cargado. Entró en el coche cuando la cafeína agudizaba sus reacciones. Atravesó la ciudad sofocante y precaria, todavía exhausta por el bullicio diurno, con el asfalto quebrado como una galleta gruesa, los adoquines apilados en las aceras, las calles perforadas y con sus entresijos vitales al aire, la maquinaria lista para atacar. Parecía que todas las calles estaban valladas y sujetas con cinta adhesiva, circundadas de bolardos hasta el infinito. El aire apestaba a polvo romano desprendido de las ruinas subterráneas. ¿Cómo podía uno tranquilizarse en semejante tumulto de obras de reconstrucción? Por supuesto, todo tenía su razón de ser. Aquello no tenía nada que ver con el atentado de unos meses antes, sino con las elecciones municipales que se iban a celebrar a principios de 2007. Así que la población tenía que sufrir el tormento de la beneficencia impulsada por el titular del cargo.