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– Oiga -dijo la voz-. Cuando se haya pasado de la raya con esto, se dará cuenta porque ocurrirá algo. Y cuando eso suceda, sabrá que la culpa es suya. Lo reconocerá. Pero no habrá conversaciones ni negociaciones, porque, inspector jefe Javier Falcón, no volverá a saber nada de nosotros.

Y colgó. No aparecía ningún número en la pantalla. Anotó las palabras que había oído en un cuaderno que siempre llevaba consigo. Como acababa de ver a Marisa, esperaba esa llamada, pero ahora que la había recibido no le reconfortaba nada. La psicología de la voz le había puesto nervioso. Era a causa del estilo frío y calculador de la voz, pero debería haberse preparado para ello. Y no fue así. A semejanza de una pregunta perspicaz de la psicóloga ciega, Alicia Aguado, la voz había levantado la tapa de algo y, a pesar de que ignoraba su naturaleza exacta, temía que saliese a la superficie.

El bar La Eslava estaba abarrotado. Consuelo estaba de pie delante del local, fumando y bebiendo una manzanilla. Los sevillanos no se caracterizaban por respetar el espacio personal del prójimo, pero habían hecho una excepción con Consuelo. Su carisma parecía crear un campo de fuerzas. El pelo rubio corto destacaba bajo las luces de la calle. Consuelo lograba que el sencillo minivestido rosa fucsia pareciese aún más caro de lo que era, y los altos tacones le alargaban aún más las piernas ya de por sí fuertes y esbeltas. Falcón se alegró de haberse duchado y cambiado antes de acudir a la cita. Atravesó la multitud hacia Consuelo y ella no lo vio hasta que estaba ya delante.

Se besaron. Saboreó la barra de labios sedosa, le rodeó la fina cintura con las manos, sintió sus contornos acoplados a los suyos. Inhaló su olor, sintió el pinchazo del pendiente de diamantes en la mejilla mientras buscaba su cuello con los labios.

– ¿Estás bien? -preguntó Consuelo, acariciándole la cabeza de manera que la electricidad se conectaba a tierra a través de los talones de Falcón.

– Ahora genial -respondió, mientras las manos de Consuelo le recorrían el perfil de los hombros y su sangre cobraba vida.

Consuelo le deslizó el muslo entre las piernas. A él le dio un vuelco el estómago, se empalmó, el perfume le embriagó la cabeza y volvió a ser humano por primera vez aquel día.

Se separaron, sintiendo las miradas de la gente que los rodeaba.

– Voy a pedir una cerveza -dijo él.

– He reservado una mesa ahí enfrente -dijo ella.

El bar era un hormiguero más ruidoso que el parqué de un mercado de metales. Se abrió paso entre la gente. Conocía al propietario que estaba sirviendo. Un tipo al que no reconoció de inmediato le agarró por los hombros. «Hola, Javier. ¿Qué tal?» El propietario le sirvió una cerveza y no quiso cobrarle. Dos mujeres le besaron mientras atravesaba la multitud. Estaba seguro de que conocía a una. Salió a la calle como pudo.

– No sabía que hoy te ibas a Madrid -dijo Consuelo.

Consuelo conocía a Yacub, pero no sabía que era espía de Falcón-

– Tuve una reunión con otro policía sobre lo de junio -dijo Falcón, sin entrar en detalles, pero todavía topándose con el recuerdo de su encuentro con Yacub, Marisa, la segunda llamada.

– Parece que has tenido un día difícil.

Sacó el móvil, lo apagó.

– Así mejor -dijo él, después de beber un trago de cerveza-. ¿Y tú qué tal?

– Tuve varias conversaciones interesantes con un par de agentes inmobiliarios y fui a una sesión con Alicia.

– ¿Qué tal va la cosa?

– Estoy casi cuerda -dijo Consuelo, sonriendo, ensanchando histéricamente los ojos azules-. Sólo me queda un año.

Se rieron.

– Hoy he visto a Esteban Calderón.

– No estoy tan chalada como él -dijo Consuelo.

– El director de la prisión me ha llamado cuando iba camino de Madrid para decirme que había cursado una solicitud para consultarse con Alicia.

– No sé si ni siquiera ella podría sacarlo de la locura -dijo Consuelo.

– Era la primera vez que lo veía desde que ocurrió -dijo Falcón-. No tenía buen aspecto.

– Si lo que tiene en la mente ha empezado a notársele en la cara, debe de tener un aspecto horrible -dijo ella.

– ¿Te vas a mudar? -preguntó él.

– ¿A mudar?

– Lo digo por lo de los agentes inmobiliarios -dijo Falcón-. ¿No te habrás cansado ya de Santa Clara?

– Es por mis planes de expansión empresarial.

– ¿Sevilla no es bastante grande para tus ideas?

– Puede que no, pero ¿qué tal Madrid o Valencia? ¿Qué te parece?

– ¿Seguirás dirigiéndome la palabra cuando salgas en el Hola? -dijo él-. Consuelo Jiménez en su maravillosa casa, rodeada por sus hijos guapísimos.

– ¿Y mi amante… el policía? -dijo ella, mirándolo con tristeza-. Tendré que dejarte si no aprendes a navegar en yate.

Era la primera vez que lo llamaba amante y lo sabía. Él se acabó la cerveza, cogió el vaso vacío y lo dejó en un alféizar. Ella lo cogió por el brazo y cruzaron la plaza hacia el restaurante.

A Consuelo la conocían en el restaurante, que a pesar de su nombre árabe tenía un aire neoclásico, todo pilares y mármol y mantelería blanca, sin cosas tan normales como un sencillo plato redondo. Salió el chef a saludarla y, de inmediato, llegaron a la mesa dos copas de cava por cortesía de la casa. Se interrumpió un instante el alboroto del restaurante cuando los demás clientes se pararon a mirarlos, pues los reconocieron por las noticias escandalosas ya lejanas; al cabo de unos instantes, se olvidaron de ellos y volvió la algarabía. Consuelo pidió por los dos. A él le gustaba que ella tomase la iniciativa. Se tomaron el cava. Él deseaba estar ya en casa con ella y besarle el cuello. Hablaron del futuro, lo cual era buena señal.

Llegaron los entrantes. Tres tapas en un plato oblongo: un diminuto monedero de hojaldre relleno de queso de cabra tierno, una tostada crujiente de foie de pato embutido en dulce de membrillo pegajoso, y un chupito de ajo blanco con una bola de helado de melón flotando en la parte superior y copos de atún curado anidado en el fondo. Cada bocado estallaba en su boca como un petardo.

– Esto es sexo oral -dijo Consuelo.

Les retiraron los platos con las copas vacías. Descorcharon una botella de Pesquera 2004, Ribera del Duero, lo decantaron y llenaron las copas de ese vino tinto oscuro. Hablaron de la imposibilidad de volver a vivir en Madrid después de la calidad de vida sevillana.

Consuelo pidió para él pechuga de pato, que iba servida en un abanico con un montículo de cuscús. Consuelo pidió lubina con la piel plateada crujiente y una salsa blanca muy fina. Él sintió la pantorrilla de Consuelo contra la suya y decidieron renunciar al postre y coger un taxi.

Casi se tumbaron en el asiento trasero y él le besó el cuello mientras pasaban en lo alto las farolas de la calle y la gente joven se desplazaba de los bares a las discotecas. Las luces seguían encendidas en la casa del vecino y la hija les dejó pasar. Falcón levantó a Darío de la cama. Estaba profundamente dormido.

Mientras caminaban hacia la casa de Consuelo, el niño se despertó.

– Hola, Javi -dijo somnoliento, y hundió la cabeza rubia en el pecho de Falcón y la dejó ahí, como escuchando su latido.

Falcón casi se derretía al sentir la confianza del niño. Subieron las escaleras y Falcón acostó al niño. Darío parpadeó por el peso de la somnolencia.

– Mañana fútbol -murmuró-. Lo prometiste.

– Ronda de penaltis -dijo Falcón, mientras lo arropaba y le besaba en la frente.

– Buenas noches, Javi.

Falcón se quedó en la puerta mientras Consuelo se arrodillaba para darle las buenas noches a su hijo con un beso y una caricia en la cabeza; sintió la compleja punzada de ser padre, o de no haberlo sido nunca.

Bajaron las escaleras. Consuelo sirvió un whisky a Falcón y se preparó un gin tonic. Ahora Falcón podía verla bien por primera vez aquella noche. Las piernas esbeltas y musculosas, la línea sutil de la pantorrilla. De pronto sintió el impulso de besarle las corvas.