Falcón sintió de nuevo la frialdad metálica en el estómago.
– Ése es el problema que tuve ayer -dijo-. Creo que me estoy quedando sin amigo.
– La confianza es algo poco común en este trabajo -dijo Pablo-. Es más fluida que en el mundo real. No puedes esperar que alguien que está disimulando constantemente sea tan fiable como tú. Mira lo que pasa con la gente casada cuando tienen aventuras. Las primeras mentiras tienen un pase. Luego, a medida que transcurre el tiempo y el subterfugio toma cuerpo, la mentira se convierte en una actividad que todo lo corroe. Yacub ahora tiene que fingir que es otra persona casi veinticuatro horas al día. El GICM ha incrementado la presión, invadiendo también su situación doméstica, lo que significa que Yacub ahora tiene una piedra menos que le fuerce a preguntarse quién es realmente.
– Y yo soy la última piedra que le queda.
– Sin ti, corre peligro de perder el sentido vital de su identidad -dijo Pablo-. Parte de tu trabajo consiste en apuntalarlo. Hazle saber que eres de fiar, que puede confiar en ti en cualquier situación.
– Me dijo que no hablase contigo -dijo Falcón-. Estaba obsesionado con sustraerse al control de los demás. Intenta controlarme y, sin embargo, se sitúa fuera de mi control. No estoy seguro de dónde estoy ya. Lo único que sé es que siempre ocuparé un lugar secundario con respecto a su hijo Abdulá.
– Tienes que reconstruir esa confianza. Yacub debe sentir que los dos hacéis frente común contra el GICM. Tienes que ser un anclaje para él -dijo Pablo-. Voy a obtener más información sobre lo que está haciendo.
– Lo que hagas ahora me pondrá en evidencia. Sabrá que he hablado contigo.
– La fluidez de la confianza es recíproca -dijo Pablo-. No se ha ido directo a Rabat como te dijo. Has recurrido a mí para asesorarte sobre cómo proceder. Nadie ha sufrido daño alguno. Déjalo en mis manos durante un tiempo. No recurras a nadie más en busca de consejo, sobre todo a ese «amigo» tuyo, Mark Flowers.
Colgó. A Pablo no le gustaba la relación de Falcón con Mark Flowers, que había empezado cuatro años antes, cuando Falcón se ganó el respeto del agente de la CIA durante una de sus investigaciones. Desde ese momento habían intercambiado información, de manera que Falcón le ponía al corriente de lo que ocurría en su trabajo de policía y Flowers le proporcionaba conocimiento experto y contactos del FBI. Cristina Ferrera llamó a la puerta y entró en el despacho de Falcón cuando él colgaba el teléfono.
– ¿Qué sucede? -preguntó Falcón.
– He examinado todos los discos del maletín del ruso y he contado sesenta y cuatro individuos, cincuenta y cinco hombres y nueve mujeres. Todos ellos aparecen ante la cámara con los pantalones bajados, consumiendo drogas, recibiendo dinero y/o «regalos».
– ¿Y cómo vas con la identificación de esa gente?
– Vicente Cortés del GRECO y Martín Díaz del CICO han logrado identificar a todos los miembros mafiosos y a todos menos tres de las presuntas «víctimas» que aparecen en los vídeos.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, los típicos cargos de la administración municipaclass="underline" alcaldes, urbanistas, inspectores urbanísticos, concejales de salud y seguridad, empresas de servicio público, algunos empresarios y agentes de la propiedad inmobiliaria locales, guardias civiles. A Cortés y Díaz no les sorprendió… ni siquiera el vídeo de pederastia ni las mujeres que aparecen con unos negros enormes.
– Mira toda esa gente que se supone que nos protege -dijo Falcón, con los ojos orientados hacia la ventana-, y descubrirás que están pringados hasta el cuello.
– He aislado un plano de una secuencia que me gustaría que vieras. Tendrás que venir al despacho de aquí al lado para verlo, porque el inspector Ramírez se está ocupando de que todo se limite a un solo ordenador. Ni siquiera queremos que haya planos aislados en ninguna LAN, por si se filtran a nuestros «amigos» de la prensa.
Falcón salió con ella de su despacho. Los dedos de Ferrera teclearon las claves nada más sentarse delante del ordenador. Apareció en pantalla una imagen de dos personas: un hombre arrodillado detrás de una mujer que tenía el culo levantado, con la cara y los hombros sobre la cama. La chica miraba directamente a la cámara. Ferrera señaló la pantalla.
– Estoy totalmente segura de que esta mujer es la hermana de Marisa Moreno -dijo Ferrera-. Hasta volví a la comisaría y busqué la fotografía que le dio Marisa a la policía cuando denunció la «desaparición». Sólo tiene diecisiete años en la foto del archivo pero… ¿qué te parece?
En la foto de Ferrera se veía a una chica de pelo rizado estilo afro, ojos inocentes y grandes, con la boca cerrada, prieta, y los labios inflamados. La mujer de la pantalla tenía veintitantos años, que era la edad de Margarita Moreno en aquel momento. El pelo estaba trenzado y no era la única diferencia. Los ojos ya no eran inocentes, sino vidriosos, descentrados, evadidos.
Falcón cogió la foto que le había dado Marisa el día anterior y la acercó a la pantalla. En la foto, el pelo de Margarita estaba trenzado.
– Tienes razón, Cristina. Buen trabajo -dijo-. Nos estamos acercando, en lo de Marisa, ¿verdad?
– ¿Acercándonos a qué? -preguntó Ferrera.
– A otra versión de la historia de Marisa -dijo Falcón-. El motivo por el que tenía una aventura con Esteban Calderón, por qué esa aventura incluía algo más que deberes sexuales, y, quizá, por qué asesinaron a Inés en su propia casa.
– ¿Marisa tiene que ver con los rusos?
– He ido a verla dos veces y las dos he recibido llamadas amenazadoras pocas horas después de los encuentros -dijo Falcón-… ¿Habéis identificado al hombre de la foto?
– Todavía no.
– Dile a Cortés y a Díaz que, de las tres, ésta es la primera fotografía en la que tienen que trabajar. Este tipo nos dirá dónde tienen a Margarita -dijo Falcón-. Y ahora volvamos a Marisa.
– ¿Los dos?
– No le gustan los hombres -dijo Falcón-. Quiero que intimes un poco con ella.
Camino de la calle Hiniesta, Cristina Ferrera llamó al inspector José Luis Ramírez y a Vicente Cortés. La fotografía estaba accesible en el ordenador de Ramírez en archivos protegidos cuya clave de acceso sólo tenían él y Ferrera.
Marisa no estaba en casa. Fueron andando hasta su taller de la calle Bustos Tavera. Marisa abrió la puerta vestida con una bata de seda escarlata lo suficientemente abierta para mostrar la parte de abajo de un bikini. En una mano tenía un martillo y un cincel de madera y en la otra una colilla mordida.
– Otra vez usted -dijo, mirando a los ojos a Falcón, antes de desplazar la vista hacia Ferrera-. ¿Y ésta quién es?
– Ahora entiendo perfectamente que no le gusten los hombres, Marisa -dijo Falcón-. Así que le he traído a otro agente de mi equipo para que hable con usted. Es la detective Cristina Ferrera.
– Encantada -dijo Marisa, y les dio la espalda.
Dejó el martillo y el cincel en el banco de trabajo, se ató la bata, se sentó en un taburete alto y encendió la colilla. Obstinación era una descripción suave de su actitud.
– ¿Ahora? -preguntó ella-. ¿Por qué lo entiende perfectamente ahora, inspector jefe?
– Porque acabamos de encontrar a su hermana -dijo Falcón.
El argumento estaba pensado para impresionar y surtió efecto. En el intenso silencio que siguió a esta declaración, Falcón vio un destello de dolor, miedo y horror en las hermosas facciones de Marisa.
– Recuerdo claramente que le dije que mi hermana no había desaparecido -dijo Marisa, haciendo acopio de todo el autocontrol posible.
Ferrera dio un paso al frente y le entregó la copia impresa del plano sacado de los discos de Vasili Lukyanov. Marisa la miró, frunció los labios. Su semblante era impasible cuando volvió a conectar con Falcón.