– ¿Para qué? -preguntó Ferrera, mientras el sudor se le concentraba bajo los ojos.
– Pase -dijo Marisa, con un tono repentinamente cansino, alejándose de la puerta.
Sólo llevaba puesta la parte de abajo del bikini. Cogió una colilla, la encendió, se apoyó en el banco de trabajo y exhaló el humo.
– Dulce y virginal -comentó.
– Antes era monja -dijo Ferrera-. A lo mejor tiene algo que ver con eso.
Marisa soltó una carcajada, que expulsó por la nariz una larga columna de humo.
– Está de broma.
Ferrera la miró fijamente, vio la media botella de Havana Club y una lata de Coca-Cola detrás de Marisa.
– Voy a ponerme algo encima -dijo Marisa, que fue a buscar una camiseta, se la puso y continuó-: Su jefe… -Y, después de perder el hilo, frotó el aire con la colilla-. Como se llame. Es un tipo inteligente. No se ven muchos polis como él. No se ven muchos sevillanos como él. Un tipo inteligente. Y la ha enviado a usted aquí sola. Ese hombre está todo el tiempo dándole al coco. Entra aquí, mira mis esculturas… no dice ni una palabra. Piensa. Piensa. Y resuelve las cosas. Y por eso está usted aquí, ¿verdad? La ex monja. Todo está calculado.
– Yo no era muy buena monja, la verdad -dijo Ferrera, interrumpiendo la cháchara etílica.
– ¿Ah, no? ¿Por qué no? Tiene usted una pinta perfecta -dijo Marisa-. Apuesto a que sólo la persiguen los tíos que le gustan.
– ¿Qué quiere decir?
– A mí me persigue toda clase de gente -dijo para sí-. Dígame por qué no le fue bien de monja.
– Una noche, en Cádiz, me violaron un par de tíos -dijo Ferrera abiertamente-. Iba a ver a mi novio. Eso es todo. Todo lo que le puedo contar. No me salió muy bien lo de ser monja. Tenía debilidades.
Marisa escupió tabaco del extremo raído de la colilla.
– Hasta eso es calculado -dijo con maldad.
– Lo único que ha calculado el inspector jefe es que a usted no le gustan mucho los hombres, así que decidió enviarme a mí… a una mujer.
– Una ex monja a la que han violado.
– Él no esperaba que le contara eso.
– ¿Y por qué me lo ha contado?
– Para demostrarle que no soy la mujercita dulce y virginal que usted se piensa -dijo Ferrera-. He sufrido… quizá no tanto, o tan continuamente, como Margarita, pero lo suficiente para saber lo que es que a una la traten como un trozo de carne.
– ¿Una copa? -preguntó Marisa, como si las palabras de Ferrera le hubiesen indicado algo.
– No, gracias -dijo Ferrera.
Marisa se sirvió una dosis generosa de ron y lo coronó con Coca-Cola.
– Siéntese -dijo, señalando un taburete bajo y barato-. Parece que tiene calor.
Ferrera se sentó con el olor del jabón y el desodorante mezclado con sudor.
– ¿Siempre bebe mientras trabaja? -preguntó.
– Nunca -dijo Marisa, mientras volvía a encender la colilla.
– ¿Entonces no está trabajando?
– Trabajaría si no me interrumpieran.
– ¿Se refiere a otra gente? -preguntó Ferrera-. ¿Aparte de nosotros?
Marisa asintió. Bebió un trago más.
– No es sólo que se piense que odio a los hombres… -dijo Marisa, señalando a Ferrera con la colilla-. Y no odio a los hombres. ¿Cómo voy a odiarlos? Sólo los hombres me satisfacen. Sólo folio con hombres, ¿así que cómo voy a odiarlos? ¿Y usted? ¿Sólo folla con hombres? ¿Después de lo que le hicieron aquellos tíos?
– ¿Entonces qué otra cosa es? -preguntó Ferrera, percibiendo que la mente ebria de Marisa se desviaba bruscamente del hilo anterior.
– Se piensa que la maté yo -dijo Marisa-. El inspector jefe se cree que yo maté a su mujer. A su ex mujer, quiero decir, la mujer de Esteban.
– No piensa eso.
– ¿Usted la conocía?
– ¿A Inés? -preguntó Ferrera, negando con la cabeza.
– No sé por qué su inspector jefe se casó con ésa -dijo Marisa, con el dedo en la sien, volándose los sesos-. No tenía nada dentro.
– Todos cometemos errores -dijo Ferrera, recordando algunos de los que ella misma cometió, y sus consecuencias.
– Era adecuada para Esteban -dijo Marisa-. Totalmente de acuerdo.
– ¿Por qué dice eso?
– También él es un cabeza hueca -dijo Marisa, golpeando con los nudillos la cara lateral del banco de trabajo-. Un tipo hueco.
– ¿Y por qué le gustaba a usted Esteban?
– Querrá decir que por qué le gustaba yo a él -dijo Marisa-. Yo estaba allí. Él me vino detrás. Daba igual lo que yo pensase. Así son los sevillanos. Persiguen a las tías. No hace falta que los animen.
– ¿Los cubanos son distintos?
– Saben cuándo una mujer no es adecuada para ellos. Ven quién es.
– Pero usted no rechazó a Esteban.
– Ya se lo he dicho, Esteban no es mi tipo -dijo Marisa, y su cara a duras penas intentó dibujar una expresión desdeñosa a pesar del alcohol.
– ¿Y qué ocurrió?
– Me persiguió.
– Hombre, usted ya es mayorcita para decirle a un tío que no va a llegar a ninguna parte.
– A no ser… -dijo Marisa, levantando el dedo.
Empezó a sonar una música cubana en la trastienda del taller. Marisa trastabilló entre el revoltijo de cosas y cogió el móvil. Ferrera apretó los dientes, otra ocasión perdida. Marisa se retiró a la oscuridad y escuchó atentamente sin decir una palabra. Al cabo de largos instantes en silencio, soltó el teléfono y se apartó de él como si acabase de percatarse de que le inoculaba veneno en el oído.
Capítulo 9
Casa de Consuelo, Santa Clara, Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,10.30
Consuelo no conseguía que Darío saliese de casa y se metiese en el coche. Estaba hablando por teléfono con el agente inmobiliario de Madrid que le había encontrado «la propiedad perfecta» en Lavapiés. La presionaba para que comprara, porque pretendía endosarle algo que no se vendía. Darío estaba en el ordenador, jugando a su juego de fútbol favorito. Era inmune a las esporádicas órdenes de su madre, que le decía a gritos que apagase el trasto, y no obedeció hasta que apareció Consuelo y le arrancó el ratón de la mano.
La demanda de electricidad en el aeropuerto era tan grande que el aire acondicionado no funcionaba en su nivel óptimo. Observando por el cristal las pistas de rodaje donde los aviones se desgastaban los neumáticos en el asfalto abrasador, Falcón se colgó la americana al hombro y llamó a la única persona con la que quería hablar.
– Estoy en un atasco -dijo Consuelo-. Darío, siéntate, por favor. Estoy hablando con Javi.
– ¡Hola, Javi! -gritó Darío.
– Vamos camino de la plaza Nervión. El único lugar en el mundo donde nos dejan comprar botas de fútbol. Ya sabes, el peregrinaje del Sevilla Fútbol Club.
– Hoy tengo que volver a salir de la ciudad -dijo Falcón-, pero me gustaría que nos viéramos esta noche.
– ¿Quieres ver a Javi esta noche?
– ¡Sí-í-í! -exclamó Darío.
– Creo que eso significa que sería aceptable.
– Te quiero -dijo Falcón, probando a pronunciar de nuevo esas palabras, para ver si ella reaccionaba esta vez.
– ¿Y eso?
– Lo que has oído.
– Nos estamos pasando de la raya.
– Te quiero, Consuelo -repitió, y eso le hizo sentirse joven e insensato.
Consuelo se rió.
– ¡Vamos! -bramó Darío.
– El tráfico avanza -dijo Consuelo-. Hasta pronto.
Se cortó la llamada. Falcón estaba decepcionado. Quería oírlo en los labios de Consuelo, pero ésta todavía no estaba preparada para eso, para reconocer el amor delante de su hijo pequeño. Levantó las manos y las apoyó en el cristal, contempló el temblor del aire cálido en el exterior y sintió una gran sensación de anhelo en el pecho.