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«¿Cómo demonios te enamorarías si fueras ciega?», pensó Consuelo, con el teléfono en el regazo, otra vez en una retención. El olor sería importante. No por la calidad del aftershave, aunque eso en sí ya decía algo, sino por el… almizcle. Que no fuera acre ni rancio, ni con olor a jabón o muy fragante, pero tampoco demasiado varonil. La voz también tendría efectos poderosos. No te haría gracia con un tío de voz de pito ni retumbante, ni gutural ni sibilante. Luego estaba el tacto: la sensación de la mano de un hombre. Ni flaccidez, ni fofez, ni humedad. Seca y fuerte, pero no aplastante. Delicada, pero no afeminada. Eléctrica, pero no furtiva. Y luego estaban los labios. La boca era crucial. Cómo encajaban sus labios en los tuyos. La cantidad idónea de elasticidad. Ni duros e inflexibles, ni blandos e inconsistentes. Besar siendo ciego lo diría todo. ¿Por eso cerramos los ojos?

– ¡Mamá! -dijo Darío.

Consuelo no escuchaba. Estaba demasiado absorta en su imaginación, pensando qué nota le daba a Javier en olor, voz y tacto. Nunca había creído, después de su boda con Raúl Jiménez, que volvería a pensar en semejantes estupideces.

– ¡Mamá!

– ¿Qué, Darío?

– No me escuchas.

– Soy yo, cariño, sólo que mamá también está pensando.

– ¿Mamá? Te has pasado la calle.

Consuelo le apretó la rodilla para que él gritase y, a continuación, dio una complicada serie de giros para volver al aparcamiento de la plaza Nervión.

– Mamá -dijo Darío, mientras descendían hacia el parque subterráneo y paraban en la cola que había para entrar.

– ¿Qué quieres, cariño? -dijo Consuelo, sintiendo que los tres primeros «Mamá» inquisitivos eran un preludio de una pregunta importante y candente, que ansiaba formular.

– ¿Me sigues queriendo ahora que Javi está con nosotros?

Ella lo miró, mientras los grandes ojos de Darío la miraban implorantes, y sintió que se le abrían las entrañas. ¿Cómo nos enteramos de estas cosas? Hasta con ocho años se da cuenta de que algo importante se le escapa. Consuelo le acarició la cabeza y la mejilla.

– Pero si tú eres mi hombrecito -dijo Consuelo-. El más importante del mundo.

Darío sonrió, ahora que el breve encuentro con la tristeza se había disipado. Embutió los puños entre las rodillas y encorvó los hombros hasta las orejas, como si su mundo volviese a su lugar.

* * *

El conductor del Jaguar negro no dijo una palabra. El coche circulaba a gran velocidad por la autopista M4 hacia Londres. Falcón tenía frío, no llevaba ropa suficiente para la estación, y sentía el típico desasosiego español ante el silencio en compañía, hasta que recordó que su padre, Francisco, le decía que a los ingleses les gustaba hablar del tiempo. Pero al observar por la ventana las nubes grises y anodinas suspendidas en el cielo, no se le ocurrió nada que decir al respecto. Acercó la cara a la ventanilla para intentar percibir qué vería un lugareño en esa luz tan gris y pensó que debía de ser algo invisible.

– ¿Cuándo vio el sol por última vez? -preguntó, en perfecto inglés, empañando el cristal con el aliento.

– Lo siento, amigo -dijo el taxista-, no hablo español. Voy a Mallorca todos los años de vacaciones, pero todavía no entiendo ni una palabra.

Falcón pensó que lo decía con ironía, pero comprendió, incluso por la cabeza del taxista vista desde atrás y por el rápido vistazo a través del espejo retrovisor, que no lo decía con mala intención.

– Tampoco es nuestro punto fuerte -dijo Falcón-. Las lenguas.

El conductor miró atrás como para verificar si todavía llevaba al mismo pasajero.

– Oh, sí -dijo-. Bueno, no. Se les da bastante bien. ¿Dónde aprendió a hablar inglés así?

– Clases de inglés -dijo Falcón.

– Me está tomando el pelo, ¿verdad? -dijo el conductor, y los dos se rieron, aunque Falcón no sabía muy bien por qué.

El tráfico se paralizó al entrar en la ciudad. El taxista giró por Cromwell Road; al cabo de veinte minutos pasaron por delante del famoso letrero giratorio de New Scotland Yard.

Falcón se presentó en recepción, entregó su placa y su carné de policía. Pasó el control de seguridad y fue recibido en los ascensores por un agente uniformado. Subió a la quinta planta. Douglas Hamilton lo recibió al salir del ascensor y lo acompañó a una sala de reuniones donde había otro hombre de treinta y tantos años.

– Te presento a Rodney, del MI5 -dijo Hamilton-. Siéntate. ¿Qué tal el vuelo?

– No es tu temperatura ideal, ¿eh, Javier? -dijo Rodney, soltando la mano gélida de Falcón.

– Pablo se olvidó de decirme que aquí ya era invierno -dijo Falcón.

– Es el puñetero verano que tenemos aquí -dijo Hamilton.

– ¿Has estado en el bar irlandés de Sevilla, junto a la catedral? -preguntó Rodney.

– Sólo si ha habido algún asesinato ahí -respondió Falcón.

Se rieron. La sala se relajó. Iban a entenderse bien.

– Eres el responsable directo de Yacub Diuri -dijo Rodney-, pero tú eres agente de policía.

– Yacub es amigo mío. Dijo que suministraría información al CNI sólo con la condición de que yo fuese su contacto principal.

– ¿Cuánto hace que lo conoces?

– Cuatro años -dijo Falcón-. Nos conocimos en septiembre de 2002.

– ¿Y cuándo fue la última vez que lo viste antes de ayer?

– Pasamos parte de las vacaciones juntos, en agosto.

– ¿Y su hijo, Abdulá, estaba con vosotros?

– Eran unas vacaciones familiares.

– ¿Y qué te pareció Abdulá?

– Como era de esperar, el hijo de un miembro opulento de la élite marroquí -dijo Falcón.

– ¿Un niño pijo? -preguntó Hamilton.

– No exactamente. No se comportaba de modo diferente a un chico español de su edad. Estaba muy pegado al ordenador, aburrido junto a la playa, pero es buen chico.

– ¿Era devoto?

– No más que el resto de la familia, que se toma la religión muy en serio. Por lo que yo sé, no se levantaba pronto de la mesa después de cenar para ir a estudiar el Corán, pero si Yacub me dijo que tenía el navegador lleno de páginas web «islámicas», seguramente eso es lo que hacía.

– ¿Bebía? -preguntó Rodney-. ¿Alcohol?

– Sí -dijo Falcón, sintiendo el peso extraño de esta pregunta-. Yacub, Abdulá y yo compartíamos una botella de vino en la cena.

– ¿Sólo una botella de vino para los tres? -dijo Rodney, que tenía el botón superior de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata descentrado.

Hamilton soltó una carcajada estruendosa.

– Si yo no hubiera estado, no habrían bebido alcohol -dijo Falcón-. Era sólo para que me sintiera cómodo como invitado.

– ¿Abdulá ha acompañado alguna vez a Yacub en sus viajes de negocios al Reino Unido? -preguntó Hamilton.

– Creo que sí. Creo recordar que Yacub me comentó que llevó a Abdulá a la Tate Modern a ver la exposición de Edward Hopper. Eso fue antes de que yo reclutase a Yacub.

– ¿Sabías que Abdulá está ahora en Londres?

– No. De hecho, ayer Yacub me dijo que estaba en un campo de entrenamiento de muyahidines del GICM, en Marruecos. También me dijo que él regresaba a Rabat…

– Pablo nos ha puesto al corriente -dijo Rodney, asintiendo.

– ¿Ya lo habéis encontrado? -preguntó Falcón, y Rodney lanzó una mirada desafiante-. Pablo dijo que le habíais perdido la pista, o, mejor dicho, que Yacub se había zafado de vuestro…

– Volvimos a encontrarlo hace una hora -dijo Rodney-. Estaba sólo él. Abdulá se quedó en el hotel. No es la primera vez que se zafa de uno de nuestros vigilantes, ¿sabes?

– ¿Lo seguís todas las veces que viene a Londres?

– Lo hacemos ahora -dijo Hamilton-, desde la primera vez que se zafó del vigilante, en el mes de julio.