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Llegó el turno de pago de Consuelo. Se embutió el recibo en el bolso. Salió de la tienda. Cogió a Darío de la mano, bajaron en ascensor. El móvil volvió a sonar. No iba a haber cobertura en el garaje, así que salió a la plaza, delante del estadio de fútbol. Había buena cobertura. Hablaba de propiedades inmobiliarias mientras subía por la rampa hacia la taquilla del estadio. Darío se aburría. Deambuló por allí. Consuelo daba vueltas sin rumbo por la zona, haciendo sus propuestas, clavando el tacón. Pasó corriendo un grupo de niños por delante. Darío vio la tienda del Sevilla, justo debajo del estadio, y entró. Ella encendió un cigarro, inhaló el humo, se volvió para buscar a Darío. Se volvió otra vez. Dio una vuelta entera. Darío no estaba. Vio la tienda del Sevilla. Sabía que el crío habría sido incapaz de resistirse. Se acercó a la tienda. Puso fin a la llamada, cerró el móvil. Echó un vistazo. Mucho espacio y demasiada gente. Entró en la tienda. Darío no estaba.

* * *

A pesar de los esfuerzos de Douglas Hamilton por tranquilizarlo, Falcón seguía sintiendo el peso de la acusación de Rodney cuando éste volvió a la sala con tres tazas de café.

– Al tuyo le he echado azúcar. Espero que te parezca bien -dijo Rodney.

– Tengo la impresión -dijo Falcón, todavía molesto- de que piensas que nosotros, o mejor dicho el CNI, os hemos tendido una trampa. Crees que soy un mero canal de información para transmitiros lo que el GICM quiere que sepáis… y que, en realidad, nuestro agente nos está desinformando. ¿Es correcto?

– Tenemos que contemplar todas las posibilidades -dijo Rodney, mirándolo fijamente por encima del borde de su taza humeante-. Pablo nos dijo que habías perdido la confianza en Yacub.

– Yo no diría tanto -dijo Falcón, sintiendo que defendía irracionalmente a su amigo, porque pensaba que probablemente sí diría tanto y eso le revolvía el estómago.

– Lo único que podemos hacer es solventar la incertidumbre -dijo Rodney-. Te vas a reunir con él y nosotros juzgaremos por nuestra cuenta.

– ¿Queréis escuchar la conversación?

Rodney extendió las palmas como si no hubiera nada más evidente en el mundo.

– No puedo permitir que nos escuchéis -dijo Falcón.

– Estás en nuestro territorio -dijo Rodney con firmeza.

– Cuando llegue allí, hablaré con él como amigo, no como responsable directo del espía.

– ¿Y cómo hablaste con él cuando estabas ayer en Madrid?

– Eso era trabajo -dijo Falcón-. Él estaba sometido a excesivas presiones como para hablar conmigo abiertamente.

– Y por eso te mintió -dijo Rodney-. ¿Por qué va a ser distinto si llegas allí como Javier, su íntimo amigo personal?

– En su cultura, en los negocios, se considera permisible cierta flexibilidad con la verdad. Si a eso se añade la paranoia inducida por la nueva incertidumbre de su situación, después de averiguar lo sucedido con su hijo, es comprensible su actitud evasiva -dijo Falcón-. Si establezco un grado de intimidad diferente con él desde el principio y él sigue mintiéndome, entonces sé que estamos perdidos. Y no puedo hacer eso si estoy conectado con vosotros.

– Ni siquiera te darás cuenta -dijo Rodney.

Falcón le clavó la mirada.

Los dos ingleses mantuvieron con la mirada una compleja comunicación que hizo pensar a Falcón que iban a hacer exactamente lo que quisieran, al margen de lo que él opinase al respecto.

Rodney asintió como si cediese. A Falcón no le gustaba su aspecto; el hombre tenía una especie de seguridad infundada que no resultaba atractiva.

* * *

La fealdad del centro comercial de la plaza Nervión se hizo patente a medida que se dificultaba la búsqueda de Darío en la gris brutalidad de aquel entorno. Consuelo pensó que debía de estar diseñado por un alemán del Este antes de la caída del Muro. Permaneció en el centro de aquel espacio vacío, frecuentado por niños que corrían y adultos aturdidos. En lo alto había un toldo moderno de colores chillones, que proyectaba una sombra de formas geométricas en la zona, lo que dificultaba todavía más el reconocimiento de las caras de los niños. Sólo podía presuponer que su hijo había entrado en la tienda y luego se aburrió y salió, atraído por la animación de la zona. Había muchos modos de entrar y salir: el centro comercial, donde acababan de comprar las botas, la calle, el estadio y el acceso a los cines.

Consuelo recorrió la zona cuatro o cinco veces, circulando a gran velocidad por diversos callejones en busca de Darío, pero siempre volviendo al centro con la esperanza de encontrar a su hijo rubio con la caja de las botas de fútbol. Mientras hacía esto, llamó a sus otros hijos, Ricardo y Matías, y les dijo que tenían que venir inmediatamente a la plaza Nervión a ayudarle a buscar a Darío: Hubo algunas protestas, sobre todo de Ricardo, que ya iba camino de la costa.

Al cabo de veinte minutos aparecieron todos en la plaza Nervión. La hermana de Consuelo había traído a Matías, y la familia con la que estaba Ricardo también se sumó a la búsqueda. El padre se dirigió al primer guardia de seguridad que encontró y consiguió que avisasen a la policía municipal. Se dieron avisos por megafonía. Registraron los aparcamientos. Investigaron en los baños. Entraron en todas las tiendas. Las películas infantiles que ponían en los cines se suspendieron durante diez minutos mientras inspeccionaban al público. La búsqueda se extendió a las calles y los alrededores del estadio. Contactaron con la radio local.

Sólo después de que perdiesen su efecto las palabras de ánimo de todo el mundo y Consuelo volviese sobre sus pasos un centenar de veces y escudriñase en su mente la imagen del último instante en que vio a Darío, abrazado a la caja de botas de fútbol en el centro de la desangelada plaza Nervión, su cerebro paralizado pensó en llamar a Javier. Tenía el móvil apagado.

* * *

Ramírez seguía delante de la pantalla de ordenador cuando llegó la llamada de Consuelo.

– Javier no está… -empezó a decir.

– ¿Dónde está? -preguntó Consuelo-. Tiene los móviles apagados, tanto el personal como el de policía.

– Hoy no está en Sevilla.

– ¿Pero dónde está, José Luis? Necesito hablar con él. Es urgente.

– No podemos decir nada más, Consuelo.

– ¿Puedes transmitirle un mensaje?

– Ni siquiera eso en este momento.

– No me lo puedo creer -dijo Consuelo-. ¿Qué demonios está haciendo que es tan… importante, joder?

– No te lo puedo decir.

– ¿Puedes darle un recado en cuanto vuelva a ponerse en contacto contigo?

– Claro que sí.

– Dile que mi hijo pequeño, Darío, ha… ha…

– ¿Qué ha pasado, Consuelo?

A Consuelo le costaba pronunciar la palabra que se le atascaba en la garganta, la palabra que no había dejado entrar en su conciencia, la palabra que acechaba en algún rincón oscuro del estómago, donde todas las madres acordonan sus peores temores, pero que ahora estaba escalofriantemente iluminado.

– Ha desaparecido.

Capítulo 10

Brown's Hotel, Mayfair, Londres. Sábado, 16 de septiembre de 2006, 15.08

El recepcionista del Brown's, un hotel lujoso formado por once casas georgianas enlazadas en pleno Mayfair, tenía un ojo tasador sólo discernible para quienes no cumplían sus exigentes criterios. Falcón supuso que sería cortés, pero no se percató de lo exigua que era su cortesía hasta que alguien, instantáneamente reconocible, pero cuyo nombre se le escapaba, apareció detrás del hombro de Falcón. Eso era cortesía, o tal vez una caricatura de lo cortés. En cualquier caso, hizo esperar a Falcón sólo porque era evidente, por el traje liviano en otoño, que estaba fuera de lugar.