No se tardaba mucho en salir de la ciudad a esas horas de la mañana, todavía de noche, cuatro horas antes del amanecer. Cruzó el río y accedió a la circunvalación en cuestión de minutos, volando por la autopista hacia Jerez de la Frontera en menos de un cuarto de hora. No tardó mucho en ver las luces: los halógenos quirúrgicos, el azul revuelto, el rojo desconcertante, el amarillo lento, giratorio, mórbido. Paró en el arcén detrás de una grúa enorme. Los chalecos reflectantes incorpóreos flotaban en la oscuridad. Apenas había tráfico. Cruzó la autopista y entró en la zona de ruido del generador que alimentaba la cruda iluminación de la escena. Había tres Nissan 4x4 de los típicos colores blanco y verde de la Guardia Civil, dos motocicletas, un camión de bomberos rojo, una ambulancia verde fluorescente, otra grúa más pequeña, luces halógenas sobre soportes, cables por todas partes y una explosión de diamantes de cristal desde el parabrisas de la camioneta accidentada hasta el arcén.
Los bomberos tenían preparados sus instrumentos cortantes, pero estaban esperando a que apareciese el equipo forense. Cuando llegó Falcón, pararon otros coches en el lado opuesto. Se presentó, al igual que hicieron el juez de guardia, los forenses Jorge y Felipe y el médico forense. El guardia civil les explicó cómo se había producido el accidente.
– El Range Rover conducía de Jerez a Sevilla por el carril de adelantamiento a una velocidad aproximada de 140 kilómetros por hora. La camioneta viajaba de Sevilla a Jerez por el carril de la derecha cuando reventó el neumático delantero izquierdo. La camioneta giró bruscamente hacia el carril izquierdo e impactó contra los guardarraíles de la mediana a una velocidad aproximada de 110 kilómetros por hora. El impacto provocó que el conductor saliese despedido por el parabrisas y desplazó una carga de barras de acero, tablones de madera y cañerías metálicas, que salió disparada por encima del capó de la cabina y voló hacia el carril de sentido contrario más próximo a la mediana. El conductor de la camioneta saltó por encima de la mediana y de los carriles de sentido contrario y fue a parar al guardarraíl del arcén. El Range Rover recibió el impacto de dos barras de acero a treinta metros del lugar donde chocó la camioneta con el guardarraíl. La primera traspasó el parabrisas, espetó al conductor en el pecho y continuó atravesando el asiento delantero, el trasero y el bastidor del vehículo, y por pocos milímetros no rozó el depósito de gasolina. El segundo traspasó el parabrisas trasero y entró en el maletero. Esta barra parece que abrió la maleta y dejó el dinero al descubierto. El conductor del Range Rover murió en el acto, perdió el control del coche, que debió de chocar contra parte de la carga de la camioneta, impulsando el vehículo lo suficiente para saltar los guardarraíles, estamparse contra los pinos y desaparecer por el barranco hacia el campo.
– Si la barra de acero le atravesó a una velocidad combinada de 250 kilómetros por hora -dijo el médico forense-, me extrañaría que quedase algo de él.
– Lo que ha quedado no es una estampa muy agradable -dijo el guardia civil.
– Echaré un vistazo -dijo el médico forense-, luego pueden empezar a sacarlo de ahí.
Felipe y Jorge concluyeron su inspección inicial del lugar y sacaron fotografías. Se reunieron con Falcón mientras el médico forense acababa su trabajo.
– ¿Qué coño hacemos aquí? -preguntó Felipe, bostezando con la boca más abierta que un perro-. No es un asesinato.
– El hombre es de la mafia rusa y lleva mucho dinero en el coche -dijo Falcón-. Cualquier prueba que recabemos puede utilizarse en alguna condena futura. Las huellas del dinero y la maleta, el teléfono móvil, la agenda; puede que haya algún portátil ahí dentro…
– Hay un maletín en el asiento trasero, que no resultó afectado por las barras de acero -dijo el guardia civil-. Y hay una nevera portátil en el maletero. No hemos abierto todavía ninguna de las dos cosas.
– Por eso necesitamos un Grupo de Respuesta Especial al Crimen Organizado en Sevilla -dijo Jorge.
– De momento, de esto nos encargamos nosotros. Van a mandar a alguien del GRECO de la Costa del Sol y a un tipo del CICO -dijo Falcón-. Echemos un vistazo al dinero. Elvira me ha llamado por el camino para decirme que ya ha pedido a Prosegur que manden un furgón.
El guardia civil abrió el maletero. De pronto se formó una multitud alrededor del vehículo.
– Joder -dijo uno de los policías en moto.
El dinero visible estaba en billetes usados y atados en fajos de billetes de cien y cincuenta euros. Parte de los fajos se habían abierto con el impacto de la barra de acero, pero no había dinero suelto por el exterior del vehículo.
– Vamos a hacer un poco de espacio -dijo Falcón-. Poneos los guantes. Sólo vamos a tocar este dinero los forenses y yo. Jorge, trae un par de bolsas de basura, una para cada tipo de billete.
Contaron los fajos con avidez. En el fondo de la maleta había varias capas de billetes de doscientos euros y, debajo de ellos, dos capas de billetes de quinientos. Jorge fue a buscar dos bolsas más. Falcón hizo sus cálculos.
– Sin contar este dinero suelto, tenemos aquí siete millones seiscientos cincuenta mil euros.
– Tiene que ser dinero de la droga -dijo el guardia civil.
– Es más probable que venga del tráfico de personas y la prostitución -dijo Falcón, que estaba llamando al comisario Elvira.
Mientras lo ponía al corriente, el furgón de Prosegur se detuvo delante del último Nissan 4x4. Dos tipos con casco sacaron un baúl metálico de la parte trasera. Falcón colgó. Felipe había envuelto con cinta adhesiva los fajos de dinero en prietos bloques negros y marcaba las bolsas de basura con etiquetas adhesivas blancas. Metieron los cuatro bloques en el baúl, que se cerró con dos llaves, una de las cuales se la entregaron a Falcón, que firmó el albarán.
El dinero se fue. Se relajó el ambiente.
Falcón sacó la nevera portátil, la abrió. Champán Krug y bloques de hielo casi derretidos alrededor de las botellas de Stolichnaya.
– Supongo que ocho millones de euros bien merecen una celebración -dijo el guardia civil-. Nos podríamos retirar todos, con esa pasta.
Mientras uno de los equipos de bomberos levantaba con cabrestante las barras de acero del coche, el otro metía la mano por la ventanilla, cortaba el airbag y desmontaba el marco de la puerta con un soplete de oxiacetileno. Sacaron el cuerpo deshecho de Vasili Lukyanov y lo tendieron sobre una camilla en una funda abierta de transporte de cadáveres. Tenía intactos los brazos, los hombros y la cabeza, al igual que las piernas, las caderas y el torso inferior. El resto se había evaporado. La cara estaba surcada de profundas rayas rojas en los lugares donde el cristal del parabrisas había cortado la piel. El ojo izquierdo había reventado, faltaba parte del cuero cabelludo y el oído derecho era una lengüeta de cartílago destrozada. Mostraba una sonrisa espantosa con los labios parcialmente desgarrados y algunos dientes arrancados de las encías. Tenía manchas oscuras de sangre en las piernas. Los zapatos eran nuevos, con las suelas apenas raspadas.
Un bombero joven vomitó en las adelfas situadas junto a la carretera. Los enfermeros introdujeron a Lukyanov en la funda y cerraron la cremallera.
– Pobre cabrón -dijo Felipe, mientras metía el maletín en una bolsa-. Ocho millones en el maletero y acaba espetado por una barra de acero volante.
– Es más probable que te toque la lotería -dijo Jorge, mientras examinaba la cerradura de combinación del maletín, hacía un intento fallido de abrirla y acababa embolsándolo-. Más le valdría haber comprado un décimo y haberse quedado en casa.
– Mira esto -dijo Felipe, que acababa de abrir la guantera-. Una Glock de nueve milímetros y un cargador extra para el bueno del ruso.