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– ¿Javier?

– Sí.

– Te quiero.

* * *

– Otra vez usted -dijo Marisa, con la cara impasible, inestable por el alcohol, y los ojos legañosos-. ¿Todavía no ha encontrado nada mejor que hacer?

Abrió la puerta, volvió a mostrarse en la parte de abajo del bikini, con un grueso porro encendido entre los dedos. El olor a ron era intenso, y su dulzura se mezclaba con el hachís.

– Pase, monjita, pase. No muerdo.

Marisa caminó con aire extravagante hasta el banco de trabajo, se volvió y se dejó caer en un taburete con todo su peso. Se columpió hacia atrás y logró levantar un vaso de cubalibre y beber un sorbo con desagrado. Estaba caliente y pegajoso. Se relamió los labios.

– ¿Qué mira? -preguntó, con alternancia de debilidad y malevolencia.

– A usted.

Marisa posaba con las piernas estiradas, se pasó el dedo por debajo de la cinturilla de las bragas.

– ¿Le gusta eso? -preguntó-. Apuesto que tuvo que hacer algo así en la escuela de monjas, o como se llame.

– Cállese, Marisa -dijo Cristina-. Voy a prepararle un café.

– Su jefe -dijo Marisa, adoptando un tono sexy burlón-, el inspector jefe, sabe muy bien por qué la mandó aquí. Se piensa que a mí me va ese rollo. Odia a los hombres, ama…

Marisa se detuvo en seco cuando Cristina le cruzó la cara con la palma abierta. La tiró del taburete. Soltó el canuto, lo buscó entre las virutas, se lo enchufó de nuevo en la boca, se puso en pie parpadeando, mientras las lágrimas le surcaban las mejillas. Cristina preparó el café, la obligó a beber agua, le puso una camiseta y una bata.

– Por mucho alcohol que tome, o por mucho que se drogue, no va a dejar de pensar en lo que le ronda por la cabeza, Marisa.

– ¿Cómo cojones sabe lo que me ronda por la cabeza?

Cristina se levantó y se acercó, agarró a Marisa por el mentón, abrió esos ojos perezosos. Le quitó el porro de entre los dedos, lo aplastó con el pie.

– Cada vez que ha venido a verla el inspector jefe, ha recibido después una llamada amenazadora de la misma gente que tiene retenida a Margarita -dijo-. Anoche recibió la última llamaba. Le dijeron que iba a ocurrir algo malo. Y esta mañana la compañera del inspector jefe está en la plaza Nervión y… ¿qué ocurre, Marisa? ¿Me estás escuchando?

Marisa asintió, Cristina le hacía daño.

– Secuestraron a su hijo. De ocho años. Se lo llevaron de allí, lo metieron en el asiento trasero de un coche -dijo Cristina-. Así que ahora, como usted no habla con nosotros, un niño inocente está sufriendo. Y ya sabe cómo se las gasta esa gente, ¿verdad, Marisa?

Marisa impulsó la cabeza hacia atrás, apartó el mentón de la mano de Cristina, caminó por el suelo con los brazos sobre la cabeza, intentando acabar con todo.

– Un niño de ocho años -dijo Cristina-. ¿Y sabe lo que dijeron, Marisa? Dijeron que no volveríamos a saber nada de ellos. Así que, como usted no habla, el niño ha desaparecido y nunca lo recuperaremos. A no ser que…

Marisa pisó fuerte, apretó los puños, levantó la vista a un Dios indiferente e invisible.

– Precisamente, monjita -dijo Marisa-. Esa gente es capaz de cualquier cosa. Mire, tienen tíos a los que les da igual una cosa o la otra. Una niña, un bebé, un niño de ocho años, les da exactamente igual. Y si hablo con usted, si digo una sola palabra…

– Podemos protegerla. Puede tener un coche patrulla en los alrededores…

– Pueden protegerme -dijo Marisa-. Pueden meterme en un bunker de hormigón el resto de mi vida y eso les daría gusto, porque sabrían que lo único en que pensaría es en Margarita y las cosas terribles que le harían a ella. Así actúa esa gente. ¿Por qué cree que la tienen? A una adolescente inocente.

– La escucho, Marisa.

– Cuando murió mi padre, tenía una deuda en su discoteca de Gijón. Mi madre sacó el dinero de donde pudo para pagarles. Luego enfermó. Raptaron a Margarita para saldar la deuda -dijo Marisa-. Pero oiga, la verdad es que no les debíamos dinero. Se quedaron con la discoteca de mi padre. Habían ganado dinero con él toda su vida, hasta cuando estaba en la Junta del Azúcar en Cuba. Pero luego vieron a unas mujeres indefensas y se inventaron una deuda, una deuda impagable. Mi hermana trabajará de puta para ellos hasta que esté acabada. Y cuando esté agotada y alelada por las drogas y los polvos inacabables, la pondrán de patitas en la calle para que viva en las alcantarillas. Para ellos el ganado tiene más valor.

Capítulo 12

Vuelo Londres-Sevilla. Sábado, 16 de septiembre de 2006,20.15

No había sido capaz de responder. Había anhelado tanto esas palabras y, cuando llegaron, no pudo repetirlas. ¿Por qué? Porque las palabras que tanto la habían reconfortado, y que habían suscitado esos sentimientos tan bien guardados, provenían del despacho del inspector jefe Javier Falcón. Había dicho esas cosas a cientos de personas que se encontraban al borde del abismo de un trineo ruso, después de saber que un ser querido había muerto asesinado. Se lo había enseñado un detective noruego jubilado en la academia de policía en la década de los ochenta. Cuando Per Aarvik les dijo que el abismo era inevitable para los seres más próximos de la víctima, les empezó a describir lo que era un trayecto en trineo ruso. Esa helada insensatez era terrible para una clase de veinteañeros españoles. Y, como decía Per Aarvik, todo el mundo pasaba por ello, pero, si querías ser útil en tu investigación, tenías que centrarte, tranquilizarlos, señalarles la dirección correcta y, cuando se fuesen, hacerles creer que podrías estar con ellos hasta el final. Si lo decías bien, si creías firmemente en ello, te querrían como a un familiar cercano.

Consuelo lo quería por el curso de la academia de policía. Per habría estado orgulloso.

Clarifica la mente. Esto es pensamiento evasivo. Veía lo que le estaba ocurriendo. El estrés del vuelo había sido terrible, a pesar de que, como el avión estaba lleno, habían tenido que acomodarlo en clase preferente. Se había tomado un whisky con agua, se había mordido la uña del pulgar y se había estremecido en la profundidad de su lujoso asiento al pensar en Darío en manos de unos desconocidos. Consuelo se daría cuenta, en cuanto le mirase a la cara, de que él era culpable, porque él era la causa del secuestro de su hijo más querido.

Si se lo decía, nunca le perdonaría. Si no se lo decía, Consuelo nunca se lo perdonaría. Sólo quedaba la esperanza como primera medida. Y él tenía que encontrar al niño.

Llamó a Cristina Ferrera mientras recorría a toda prisa la terminal de llegadas del aeropuerto de Sevilla. Eran las 10.35 de la noche, había perdido una hora con la diferencia horaria. Ferrera había estado dos horas con Marisa y la cubana no soltó prenda. Cristina la acompañó a casa, le dio una aspirina y la metió en la cama. Marisa no estaba preparada para confirmar que eran los rusos quienes tenían a su hermana y quienes la sometían a una presión tan extrema que no podía hablar. No confirmó si conocía a Vasili Lukyanov. No dijo nada sobre la finalidad de su relación con Calderón. Nunca estaría lo bastante borracha para olvidar el miedo.

– La llevaste a casa -dijo Falcón-. Está bien.

– Creo que soy todo lo que tiene.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Me voy a la cama para levantarme mañana y llevar a los niños a la playa cerca de Cádiz, donde comemos con mi madre.

– Claro.

– ¿Y tú?

– He pensado que voy hacer el primer turno de una vigilancia de veinticuatro horas diarias de Marisa Moreno.

– Para lo cual no tienes presupuesto -dijo Ferrera-. ¿Y Consuelo?

– No creo que quiera verme en mucho tiempo.