Выбрать главу

– ¿Se lo vas a decir?

– La alternativa no es una opción viable.

– Montaré guardia delante del piso de Marisa. Relévame cuando puedas.

– ¿Y los niños?

– Mis vecinos podrán quedarse con ellos unas horas, pero no puedo ir a casa de Marisa inmediatamente -dijo-. No he cenado.

– En cuanto puedas.

Falcón siguió caminando hacia su coche, donde llamó al inspector jefe Tirado del Grupo de Menores. Ya habían hablado en Heathrow. Tirado iba en coche a algún sitio.

– Acabo de dejar a la señora Jiménez -dijo-. Ahora está con su hermana y los otros dos chicos. Está notablemente tranquila. Ha venido a verla un médico: tiene la tensión bien, esas cosas. Se encuentra bien. Le ha dado unas pastillas para dormir y algo para la ansiedad, aunque ella dice que no se las va a tomar.

– ¿Qué tal os va a vosotros?

– La gran noticia es que los hemos localizado en las grabaciones de televisión.

– ¿Un buen plano?

– No está mal, pero tampoco es una maravilla. Lo tiene la señora Jiménez. Lo está mirando.

– ¿Hay más testigos?

– No hemos podido recabar mucha más información, aparte de lo que descubrió Cristina Ferrera esta mañana -dijo Tirado-. Esperemos que cuando dijeron que no volverían a establecer contacto sólo estuviesen incrementando el grado de amenaza. Sería poco común que no hiciesen una petición, pero calculo que se lo harán pasar mal hasta el lunes.

– ¿Y la prensa?

– Es demasiado tarde para las ediciones del domingo y yo quería retener la noticia hasta los periódicos del lunes, dar algo de tiempo a la señora Jiménez para que se serenase. Será una noticia importante. Hicimos algunos anuncios en la radio local, así que están presionando para tener más datos, y tengo la sensación de que el Canal Sur ya anda rondando por la Jefatura.

– Voy a poner vigilancia a Marisa Moreno.

– Cristina Ferrera me ha hablado de ella -dijo Tirado-. ¿Así que piensas que los rusos establecerán contacto?

– ¿Tienes a alguien que pueda colaborar en la vigilancia?

– Me imaginaba que me lo ibas a pedir. Mira, Javier, tienes una buena teoría sobre por qué secuestraron al niño, pero no puedo dejar de lado las demás líneas de investigación. Si hubieran establecido contacto y estuviéramos en negociaciones, sería diferente. Pero tengo que encontrar al tipo que la asaltó cerca de la plaza del Pumarejo y, según su hermana, apareció después en su casa. No he empezado con sus socios de trabajo y ni siquiera he examinado a los enemigos de Raúl Jiménez. Y a quien buscamos es a su hijo. Nunca conocí a ese tío, pero dicen que no era muy simpático. Ya sabes lo que dicen de la venganza.

Casi 36°C a las once de la noche. Falcón salió del aeropuerto con un tenue olor a combustible de avión que penetraba a través del aire acondicionado. Eso le llevó a pensar en la huida. Tenía las palmas sudorosas. Sí, no le importaría escapar ahora. Intentó pensar en las cosas que podría decirle a Consuelo. No le salía del corazón nada creíble. Esa vía parecía obstruida por barricadas de culpabilidad.

Los coches lo adelantaban a toda pastilla por la autopista; había reducido la velocidad a sesenta kilómetros por hora, pues la aversión a enfrentarse a la siguiente escena inconscientemente influyó en la conducta de su pie. Cruzó la circunvalación. El barrio de Santa Clara estaba justo allí, un nido de riqueza rodeado por zonas industriales y por los supermercados de la droga del polígono de San Pablo.

Aparcó. Llamó al timbre. Se abrió el portal. Apareció una silueta. Entró y se fundió entre sus brazos como un impostor. Sintió el cálido aliento en su cuello fraudulento. Cierta humedad rozó su mejilla tramposa. Él la abrazó. Ella se aferró a él firmemente. Él le dio palmaditas en la espalda, porque le habían dicho que eso traía a la gente el recuerdo reconfortante del corazón de la madre en el útero.

– Tenemos que hablar -dijo Falcón.

– Vamos arriba. Están todos en el salón.

Había encendido una televisión en el dormitorio. Había una marca al pie de la cama, donde había estado sentada, tomándose un rato libre solitario mientras veía la secuencia de circuito cerrado de televisión.

– No lo han dicho en las noticias todavía, ¿verdad? -preguntó Falcón.

– Todavía no. No han comunicado nada a la prensa, después de ver esto -dijo, y pulsó el mando a distancia.

Blanco y negro. Igual que las películas de cine negro que lo impulsaron a trabajar como policía. Pero ésta era gris y poco interesante, con la cámara estática en un ángulo anodino desde arriba. A un lado se veía el cristal plano de la tienda de deportes. El suelo de baldosa era mate, estaba vacío, y de pronto aparecieron allí dos hombres de pelo oscuro, uno con una camisa de manga larga, el otro con un polo, los dos cargados con otras prendas de ropa. Se pararon, echaron un vistazo, y se alejaron de la cámara.

– ¿Y el otro ángulo?

– Ahora viene.

Ahí estaban de nuevo, pero con las gorras, la cabeza gacha, las americanas puestas, las manos en los bolsillos, alejándose de la tienda.

– Saben lo que hacen -dijo Falcón.

– Es lo que parece en toda la otra secuencia -dijo Consuelo-. Sólo se quitaron las gorras y las americanas para localizarnos en la tienda.

– ¿Y la secuencia desde el exterior del estadio?

– Ahora viene -dijo-. Lo han grabado todo en esta cinta.

– ¿Os ha dicho algo la gente que trabaja en la tienda del Sevilla Fútbol Club?

– Nada. La tienda estaba llena, con mucho ajetreo. Ni siquiera vieron a Darío -dijo Consuelo-. Es la confirmación de lo que averiguó Cristina a través de la pareja que vive en el piso de la avenida de Eduardo Dato.

Todo sucedió en una fracción de segundo. Rebobinado. Reproducción. Rebobinado. Reproducción. Rebobinado. Congelación de la imagen. Consuelo trazó un círculo alrededor de las tres figuras que se veían al fondo de la imagen.

– Darío lleva una bufanda. El tío de la derecha lleva las botas de fútbol. Son los mismos hombres captados por la televisión de circuito cerrado en la plaza Nervión, americanas, gorras de béisbol.

– ¿Esto es todo lo que tienen en el exterior del centro comercial? -preguntó Falcón.

Se sentó con ella en el extremo de la cama, se inclinó hacia delante, con los codos en las rodillas, las manos juntas sobre la nariz. Consuelo rebobinó la cinta, volvió a reproducir la secuencia, con la esperanza de que el cerebro de policía de Falcón captase algo que ella no había visto.

– Háblame de todo el trayecto que hiciste para ir de compras -dijo Falcón, mientras apagaba la televisión-. Quiero saber cada centímetro y cada segundo de lo que hiciste desde el momento en que acabamos la llamada que te hice desde el aeropuerto esta mañana. Hasta el menor detalle, cualquier detalle minúsculo, insignificante, que se haya quedado en tu cerebro. Todas las llamadas que hiciste y recibiste. Estás todo el tiempo pegada al teléfono últimamente. La cobertura no es siempre buena en esos centros comerciales, probablemente tuviste que caminar por allí. ¿Qué viste? Quiero que hables sin interrupción.

Falcón cerró la puerta de la habitación, apagó las luces, dejando encendida sólo una lámpara en la mesilla de noche, en el rincón. Sacó el cuaderno. Consuelo empezó por el momento descorazonador que tenía alojado en el pecho, cuando Darío le preguntó: «¿Me sigues queriendo ahora que Javi está con nosotros?». Falcón no soportaba levantar la mirada. Asintió cuando oyó la respuesta de Consuelo. Ella miró su reflejo en la ventana oscura a la luz de la lámpara, una escena casi entrañable. Él la dejó hablar. Sólo de vez en cuando la interrumpía para sonsacarle más detalles, para que su cerebro no se volviese perezoso y eludiese lo que parecía poco importante. Quería que todo lo sucedido se reprodujera como una película en su mente. Quería ver qué veía su cámara. Ella relató el momento en que vio a los dos hombres por primera vez.