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– Los dos eran españoles. Tendrían veintitantos años. Uno de complexión gruesa, pelo convencional, peinado con raya, las cejas prolongadas por los lados, la nariz un poco gruesa, como si se la hubiera roto, bien afeitado, buena dentadura. El otro era delgado, de pelo largo, dos arrugas que descendían desde los pómulos hasta la mandíbula, la frente arrugada.

– ¿Cómo le viste la frente, si tenía el pelo largo?

– Lo llevaba metido por detrás de las orejas.

– ¿Qué camisa llevaba?

– Llevaba camisa de manga larga. Azul oscuro. La llevaba por fuera del pantalón. El más gordo tenía un Lacoste. Con un cocodrilo pequeño. Verde oscuro.

– ¿Y los pies?

– No veo sus pies.

– ¿En las manos?

– Las americanas. Sí, recuerdo que pensé: ¿americanas, en un día como éste? El ordenador del coche marcaba 40°C cuando salimos al parking del sótano.

– ¿Color?

– Oscuro. No puedo decir nada más.

Falcón reprodujo de nuevo la secuencia. La vio a cuatro patas, con la cara pegada a la pantalla. Ella se sentó detrás de él en la cama. Él congeló el plano en que las tres figuras salían de la tienda.

– Trabajarán en esa instantánea, para darle más nitidez y publicarla en la prensa -dijo-. Luego entrevistaremos a todas estas personas que estaban alrededor…

– ¿Pero quiénes son esas personas? -preguntó ella, arrodillándose también, señalando la pantalla.

Se miraron y ella lo vio de inmediato a la luz procedente de la imagen trémula;

– Tú sabes algo -dijo, parpadeando-. ¿Qué sabes, Javier?

No soportaba estar tan cerca de ella. Se levantó. Y ella también.

– ¿No conoces a estos hombres, verdad? -preguntó Consuelo-. No puedes conocerlos. ¿Cómo vas a conocerlos?

– No los conozco. Pero sé que mi trabajo es responsable…

– Tu trabajo. ¿Cómo puede ser responsable tu trabajo? Tú haces tu trabajo. Tú, por lo tanto, eres responsable. ¿Cómo? -preguntó ella.

Él le habló de sus reuniones con Marisa Moreno y por qué era de interés para él. El hallazgo de los discos en el maletín del mafioso ruso muerto. La intensificación de sus interrogatorios a Marisa. Las llamadas de teléfono. La llamada que recibió justo antes de verla la noche anterior.

– Así que esta gente te está vigilando -dijo Consuelo-. Lo que significa que han estado observando mi casa, a mí, a mis hijos…

– Es posible.

– Tú lo sabías -dijo Consuelo y se alejó de él para mirar, en la ventana negra, la lámpara y el reflejo de las dos siluetas, ahora transformadas en su mente en una escena de flagrante traición.

– Me han amenazado en otras ocasiones. Es una clásica táctica de intimidación, una táctica de dilación. Lo hacen para entorpecerme. Para distraer.

– Bueno, pues esto es una distracción muy seria, joder -dijo Consuelo, volviéndose hacia él-. Mi hijo… -Interrumpió la frase, se le ocurrió otra cosa-. Hicieron lo mismo hace cuatro años. No sé cómo pude haberlo olvidado, porque… ¿Cómo pude olvidadlo? -Se alejó de él y dio la vuelta, como un abogado-. Fue una de las razones por las que rompí contigo hace cuatro años.

– La fotografía.

– La cruz roja en la fotografía. El rotulador rojo que tachaba a mi familia. Una gente que entraba en mi casa, dejaba la televisión encendida y tachaba a mi familia. Fue una de las razones por las que no pude seguir contigo la última vez. ¿Cómo se supone que voy a vivir con eso?

– No tienes por qué -dijo Falcón.

– También eran rusos -añadió Consuelo, con los ojos encendidos y la boca tensa.

– Sí, pero eran un grupo diferente. Los dos hombres que dieron la autorización han muerto.

– ¿Quién los mató? -preguntó Consuelo, sintiéndose lívida ahora, después de perder toda la lógica, mientras el estrés del día de pronto se abría paso por sus venas, y el corazón le palpitaba en el pecho-. ¿O da igual quién mató a quién? La gente va por ahí matando todo el tiempo, joder. Ésa es la gente con la que tú te relacionas, Javier: asesinos. Son tu pan de cada día.

– Esto no es buena idea -dijo-. Es mejor que me vaya.

En un instante ella se le acercó y le aporreó con los puños en el pecho, empujándolo contra la pared.

– Tú trajiste a esa gente a mi casa la última vez -dijo-. Y ahora, justo cuando te dejo entrar otra vez en mi… en todo… vuelven a aparecer.

Él le agarró las muñecas. Ella se zafó y le pegó en la cabeza y los hombros hasta que él logró sujetarla de nuevo. La atrajo hacia sí.

– Lo más importante es que comprendas, Consuelo -le dijo, mirándole a la cara lívida-, que nada de esto es culpa tuya.

Eso cambió algo en el interior de Consuelo, apagó algún mecanismo. A él no le gustó. Desapareció la pasión. Sus ojos azules se volvieron gélidos. Se alejó de él, se zafó de sus manos, que la agarraban con menos fuerza. Después de retroceder hasta el centro de la habitación, cruzó los brazos.

– No quiero volver a verte -declaró-. No quiero que tu mundo se entremezcle con el mío nunca más. Tú eres el responsable del secuestro de Darío y no puedo perdonarte. Aunque me lo traigas mañana nunca te perdonaré por lo que has hecho. Quiero que te marches y no vuelvas nunca más.

Le dio la espalda. Él vio la tensa musculatura de la espalda de Consuelo bajo el top fino, y no encontró palabras para aliviarla. Y comprendió lo que significaba todo esto. Ella se estaba castigando. Se estaba responsabilizando por completo. Había dejado de vigilar a Darío a causa de una estúpida llamada de un agente inmobiliario idiota que intentaba venderle algo que ella no quería, y por eso lo secuestraron. Y por mucho que él se echase la culpa, eso no iba a cambiar. Así que abrió la puerta, salió de la habitación, bajó las escaleras y emergió en la noche sofocante, colmada del susurro inquietante de los árboles y la grave amenaza distante de la ciudad que se forjaba su futuro.

Cristina Ferrera se sobresaltó ante la aparición de Falcón en el marco de la ventanilla del conductor.

– Se lo has dicho -dijo, al verle la cara.

Él apartó la mirada hacia la calle Hiniesta y asintió.

– Entonces me alegro de no haber llamado.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada. La luz está encendida, pero no estoy segura de que Marisa esté dentro.

Cristina salió del coche. Miraron el piso desde la calle. La luz brillaba en la terraza, iluminando la vegetación que cultivaba allí.

– He llegado a las once y media y no he visto ningún movimiento.

– ¿Has mirado en el estudio?

– Está a oscuras.

– Vamos a llamarla -dijo Falcón, y marcó el número en su móvil. No respondía.

– ¿Y si tocamos el timbre? -preguntó Ferrera.

Cruzaron la plaza delante de Santa Isabel, pasando por delante de los bares de la calle Vergara, que a la una menos cuarto de la mañana ya estaban cerrados. Falcón pulsó el timbre del interfono. Ferrera se quedó en la calle.

– No oigo que abra -dijo ella.

– No hay nadie.

– O está borracha… inconsciente.

– ¿No dejaste las luces encendidas cuando la trajiste a casa y la metiste en la cama?

– No.

– ¿Sábado por la noche?

– No parecía que fuera a ir a ningún lado.

– Echemos un vistazo al estudio -dijo Falcón-. ¿Cuándo lo inspeccionaste por última vez?

– Hará media hora.

Recorrieron la calle Bustos Tavera y encontraron la entrada arqueada en una profunda oscuridad. Encendieron las linternas y entraron en el patio, donde una brisa cálida jugueteaba perezosamente alrededor de los restos oxidados de un chasis y olvidaba la ropa blanca tendida. Falcón iba delante. Un perro ladró a cierta distancia. Una linterna captó dos pequeños discos de luz reflejada. El gato no se movió hasta que se sintió demasiado expuesto, y entonces se dio la vuelta y se encogió entre las sombras. Los escalones metálicos que subían al estudio temblaban con el peso, la ventana encubierta tenía una rajadura que Falcón no recordaba. Llegó al rellano de delante de la puerta, mientras Ferrera seguía dos peldaños más debajo. Falcón empujó la puerta, que se abrió. Se metió la linterna en la boca, sacó unos guantes de látex y se los puso.