Hojeó los papeles del coche y los documentos del seguro, mientras Jorge revisaba una selección de recibos de autopista.
– Algo para alegrarle el día -dijo Jorge, meneando una bolsita de plástico de polvo blanco que se había caído de entre los recibos.
– Y algo para amargárselo a otro -dijo Felipe, sacando una porra de debajo del asiento-. Todavía tiene sangre y pelo pegado.
– Tiene GPS.
– ¿Alguien tiene las llaves? -preguntó Felipe, girando la cabeza para mirar al grupo.
El guardia civil le entregó las llaves y Felipe encendió el contacto. Jugueteó con el GPS.
– Venía de Estepona, y se dirigía a la calle Garlopa, en Sevilla Este.
– Eso reduce la zona a unos cuantos miles de pisos -dijo Falcón.
– Al menos no decía Ayuntamiento, Plaza Nueva, Sevilla -dijo Jorge.
Todo el mundo se rió y luego guardaron silencio, como si eso no distase mucho de la verdad.
Durante una hora inspeccionaron el resto del coche. Cruzaron la autopista con bolsas de pruebas, las cargaron en la parte trasera de la furgoneta y se marcharon. Falcón supervisó la carga del Range Rover en la grúa.
Alboreó con un crujido en la bisagra del mundo mientras Falcón volvía al lugar donde la camioneta había chocado con el guardarraíl, cuyo metal galvanizado se abolló. Se habían llevado la camioneta, que ahora estaba en el arcén, inclinada y sujeta por la parte delantera detrás de la grúa. Llamó a Elvira para contarle que ya se había marchado el furgón de Prosegur y para asegurarse de que hubiera alguien en la Jefatura cuando llegase el dinero. Los forenses todavía tenían que examinarlo antes de enviarlo al banco.
– ¿Qué más? -preguntó Elvira.
– Un maletín cerrado con llave, una pistola, una porra ensangrentada, champán Krug, vodka y unos gramos de coca -dijo Falcón-. Parece que a Vasili Lukyanov le iba la juerga violenta.
– Más bien la juerga animal -dijo Elvira-. Lo detuvieron en junio por la presunta violación de una chica malagueña de dieciséis años.
– ¿Y salió sin cargos?
– Al final les retiraron los cargos a él y a otro bruto llamado Nikita Sokolov, después de ver las fotos de la chica, la verdad es que fue algo bastante milagroso -dijo Elvira-. Pero luego llamé a Málaga y parece que la chica y sus padres se han trasladado a una casa nueva de cuatro habitaciones, en una urbanización de las afueras de Nerja, y su padre acaba de abrir un restaurante en la ciudad… que es donde ahora trabaja la hija. Este mundo nuevo me hace sentir viejo, Javier.
– Hay mucha gente bien alimentada que sigue con hambre -dijo Falcón-. Tenías que haber visto la reacción de la gente al ver todo ese dinero en el maletero del coche del ruso.
– Pero lo has reunido todo, ¿verdad?
– No sé si se habrán llevado un par de fajos antes de que yo llegase.
– Te llamaré cuando llegue Vicente Cortés. Nos reuniremos en mi despacho -dijo Elvira-. Te vendría bien volver a casa y descansar un poco.
Fueron en busca de Alexei justo antes del amanecer y no pudieron levantarlo de la cama. Uno tuvo que bordear la fachada lateral del pequeño chalé y entrar en el jardín saltando un murete. Rompió la cerradura de la puerta corredera, se coló dentro y abrió la puerta principal a su amigo, que sacó la pistola Stechkin APS que conservaba desde que dejó el KGB, a principios de la década de los noventa.
Subieron las escaleras. El hombre estaba en el suelo del dormitorio, envuelto en una sábana con una botella vacía de whisky a su lado, inconsciente. Lo despertaron a patadas. Volvió en sí, quejumbroso.
Lo metieron en la ducha y abrieron el agua fría. Alexei gruñó como si siguieran dándole patadas. Le temblaban los músculos bajo los tatuajes. Mantuvieron el agua orientada hacia él durante un par de minutos hasta que le dejaron salir. Se afeitó con los dos hombres en el espejo y se tomó una aspirina con agua del grifo. Lo metieron en el dormitorio y lo observaron mientras se ponía su mejor traje de domingo. El ex hombre del KGB estaba sentado en la cama con su Stechkin APS oscilando entre las rodillas.
Bajaron las escaleras y salieron al calor. Acababa de salir el sol, el mar estaba azul, apenas había movimiento, sólo pájaros. Entraron en el coche y descendieron por la ladera.
Al cabo de diez minutos estaban en el club, sentados en el despacho de Vasili Lukyanov, pero con Leonid Revnik al otro lado de la mesa, fumándose un puro H. Upmann Coronas Junior. Tenía el pelo corto, entrecano, cortado a cepillo con un pico agudo entre las entradas; el pecho y los hombros eran anchos bajo una camisa blanca muy cara de Jermyn Street.
– ¿Hablaste con él anoche? -preguntó Revnik.
– ¿Con Vasili? Sí, al final conseguí localizarlo -dijo Alexei.
– ¿Dónde estaba?
– Camino de Sevilla. No sé dónde exactamente.
– ¿Y qué dijo? -preguntó Revnik.
– Que Yuri Donstov le había hecho una oferta que tú no le habrías hecho en un millón de años.
– En eso tiene razón -dijo Revnik-. ¿Y qué más?
Alexei se encogió de hombros. Revnik miró hacia arriba. Le arreó un duro puñetazo en el lado de la cabeza y lo tiró al suelo junto con la silla.
– ¿Qué más? -repitió Revnik.
Levantaron a Alexei y colocaron la silla en posición vertical. Ya empezaba a aparecer un chichón a un lado de la cara.
– Joder -dijo Alexei-. Tuvo un accidente.
Eso llamó la atención de Revnik.
– Cuéntame.
– Estábamos hablando y de repente dijo: «¿Qué cojones es eso…?», y de pronto, ¡BUM!, y se oyó un chirrido de neumáticos, un golpetazo, un choque y se cortó la comunicación.
Revnik dio un puñetazo en la mesa.
– Joder, ¿por qué no nos lo dijiste ayer por la noche?
– Estaba borracho. Perdí el conocimiento.
– ¿Sabes lo que significa eso? -dijo Revnik sin dirigirse a nadie en particular, sino apuntando a toda la habitación-. Significa que lo que llevaba dentro ahora está en manos de la policía.
Miraron la caja fuerte vacía.
– Lleváoslo -dijo Revnik.
Se lo llevaron al coche, subieron por las montañas. El olor a pino era muy intenso después del frescor de la noche. Se adentraron con él a pie entre los árboles y el ex hombre de la KGB al fin tuvo que utilizar su Stechkin APS.
Capítulo 2
Afueras de Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006, 8.30
Hacía veinticinco minutos que había salido el sol sobre las llanuras del fértil terreno aluvial del Guadalquivir. La temperatura rondaba los 30o C cuando Falcón volvió en coche a la ciudad a las 8.30 de la mañana. Al llegar a casa, se tumbó vestido en la cama, con el aire acondicionado encendido, e intentó dormir. Era inútil. Se tomó otro café antes de dirigirse a la oficina.
En este corto trayecto paralelo al río, pasó por delante de la verja de punta de lanza de la Maestranza, la plaza de toros, cuya fachada encalada, lisa y brillante como el glaseado de una tarta tenía ventanas de ojo de buey, puertas rojo oscuro y postigos ornamentados con pintura ocre. Las altas palmeras próximas a la Torre del Oro se combaban ante el cielo ya blanqueado, y, al cruzar el puente de San Telmo, las aguas lentas tenían un tono casi verdoso, sin destellos otoñales.
El vacío de la Plaza de Cuba y las calles comerciales contiguas eran un indicio de que el calor estival seguía hostigando a la urbe ya abatida. Aunque los sevillanos habían vuelto de las vacaciones de agosto, los pisos sofocantes, los apagones eléctricos y el aire tórrido, irrespirable, del casco antiguo socavaban en poco tiempo la renovada vitalidad. Todavía no habían llegado las tormentas del final del verano, que fregaban impecablemente los adoquines, regaban los árboles agradecidos, aclaraban la turbiedad de la atmósfera y devolvían el color al cielo macilento. Los abanicos de las señoras, sin descanso desde mayo, ya no se abrían con el chasquido habitual, y las muñecas exánimes temblaban sólo de pensar en otro mes de inacabables palpitaciones.