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– No prescindas de ese nivel de información -dijo Pablo-, sin al menos pensártelo bien.

* * *

Al final, Consuelo se había tomado las pastillas para dormir que le había dejado el médico. Vio pasar las horas del reloj hasta las seis de la mañana, con la mente incapaz de centrarse en ninguna línea de pensamiento lógico. Estaba sumida en un pensamiento triangular, oscilando entre Darío, Javier y ella misma, pero incapaz de concentrarse en ninguno de los tres.

A pesar de la presencia de su hermana y los otros dos hijos en la casa, sentía una soledad terrible. Entre los accesos de rabia que se apoderaban de ella periódicamente, a regañadientes reconocía la necesidad de la persona a la que había desterrado de su vista para siempre. En cuanto tomaba conciencia de ello, la corroía el odio a esa persona. Luego irrumpía la desesperación y sollozaba pensando en su niño perdido en la oscuridad, aterrorizado y solo. Era agotador, emocionalmente extenuante, pero la mente no se apagaba ni le dejaba conciliar el sueño. Así que se tomó las pastillas. Tres en vez de dos. Se despertó a las dos de la tarde con la cabeza y la boca llenas de algodón, con la sensación de que la habían embalsamado.

El sueño la había debilitado y no podía mantenerse en pie en la ducha. Se sentó y dejó que el agua le cayese sobre los hombros lastimeros. Sollozó y se enfureció otra vez.

Bebió agua y recuperó lentamente las fuerzas. Se vistió, bajó las escaleras. Todo el mundo la miraba. Ella les leyó las caras. Las víctimas eran siempre las estrellas de sus propios dramas y los actores secundarios no tenían nada que ofrecer.

Era domingo. Se sentó con los brazos cruzados a esperar que sonase el teléfono.

Capítulo 14

Las Tres Mil Viviendas, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 12.15

Se llamaba Roque Barba, pero en el barrio decadente y marginal de Las Tres Mil Viviendas todo el mundo lo conocía como el Pulmón, porque sólo tenía uno. Había perdido el otro dos meses antes de cumplir diecisiete años en una corrida en el pueblecito del este de Andalucía donde todavía era novillero. Le gustaba el aspecto de su segundo toro de la tarde y le dijo al picador que no picase demasiado fuerte con la garrocha porque quería demostrar a la afición lo que era capaz de hacer. Fue justo al principio de la faena, cuando el toro todavía tenía la cabeza alta. El Pulmón tenía dos problemas: no era lo bastante alto y el toro tenía un gancho de derecha a izquierda que él no había visto. Esto significaba que en el primer pase el cuerno del toro, en lugar de pasar de largo por delante de su pecho, lo alcanzó bajo la axila, y cuando quiso darse cuenta estaba en el aire. No hubo dolor, ni ruidos. La vida se ralentizó. La multitud y la arena se le acercaban en oleadas enfermizas mientras el cuello inmensamente poderoso del toro se erguía y lo sacudía de un lado a otro. Luego se golpeó con el suelo, sintió la arena en la cara y oyó el crujido de su clavícula.

El cuerno del toro le rompió dos costillas y le hizo fisuras en otras dos. Le desgarró el pulmón y le clavó esquirlas de hueso cerca del corazón. Los cirujanos le extirparon el pulmón roto esa misma noche. Ése fue el final de su carrera de torero. No porque sólo tuviese un pulmón; el otro se expandía y podía compensarlo. Sino porque ya no podía levantar el brazo izquierdo por encima de la altura del hombro.

Ahora residía en la cuarta planta de uno de los muchos bloques anodinos de Las Tres Mil Viviendas. Tenía un arma en la mesa, que acababa de limpiar. La había comprado la semana anterior. Hasta entonces sólo había usado navaja. Todavía la tenía, y la llevaba en un mecanismo de muelle adherido a la cara inferior de una muñequera de cuero repujado muy llamativa en el antebrazo derecho.

Había comprado la pistola por dos motivos. El producto de alta calidad que había empezado a vender unos meses antes le había traído muchos más clientes, lo que significaba que ahora manejaba más dinero periódicamente. Él era el único que lo sabía, junto con su novia Julia, claro, que estaba dormida en la habitación. Pero el Pulmón sabía que la gente era chismosa, y en Las Tres Mil eran muy chismosos con el único producto que escaseaba: el dinero. De ahí el arma. Aunque eso no era todo.

No necesitaba la pistola para controlar a ninguno de sus clientes. Todos sabían que tenía cojones. Cualquiera que estuviera preparado para meterse en un espacio cercado con un toro de media tonelada no tenía carencias en ese aspecto. Y todavía tenía reflejos. No, el arma era necesaria, porque, aunque ahora recibía producto de alta calidad de los rusos, no había dejado de vender la mercancía que recibía de los italianos. De hecho, había empezado a cortar una con la otra. Así que, no sólo estaba el problema potencial de la gente de fuera interesada por el dinero, sino que además había un factor imprevisible en sus proveedores.

Ahora, cuando entregaba sus diez mil euros semanales, nunca estaba seguro de si le iban a dar otro paquete para vender o si lo iban a colgar por la ventana boca abajo, desde una altura de cuatro pisos. Ya había ocurrido una vez. El levantador de pesas, el que se llamaba Nikita, se había pasado por allí para recordarle que su suministro era exclusivo y que, si no le gustaba, pondrían a otro distribuidor. Los cuatro pisos que lo separaban de la acera de hormigón fue la razón que le dio Nikita para explicárselo. Al Pulmón no le había gustado el subidón de adrenalina.

Los putos rusos. Éste nunca había sido un negocio agradable. Comerciar con la muerte nunca lo sería. Pero los italianos hablaban en su lengua, y él no sabía cuánto tiempo iba a durar la mercancía rusa. Así que pensaba seguir adelante con su triquiñuela hasta que las cosas se aclarasen un poco más, y por eso ahora iba armado.

Su novia suspiraba en sueños. Él cerró la puerta de la habitación y echó un vistazo por la sala de estar. Desplazó la mesa a una posición más central entre la ventana y la pared, de la que pendía un espejo alargado. Con un destornillador introdujo un tornillo de cinco centímetros en el centro de la mesa. Quitó el seguro de la pistola y la colocó de manera que el gatillo se apoyase contra el tornillo y el cañón apuntase a la derecha del espejo. Insertó otro par de tornillos para mantener la línea del cañón. Colocó un ejemplar de la revista 6 Toros sobre la pistola. Colocó una silla junto a la mesa, la cual, cuando se sentase en ella, le dejaría libre el brazo derecho bueno y el pobre brazo izquierdo cerca del arma. Se sentó y verificó las vistas que tenía desde el espejo. Le daba ángulos de las dos esquinas de la habitación a sus espaldas. Bajó las persianas de la ventana, dejó fuera la luz del sol y las vistas de la bulliciosa carretera de Su Eminencia. No se ocupó de las otras sillas. El proveedor, con su traductor cubano, nunca se sentaba. Fumaban, aunque sabían que a él no le gustaba. Él era el camello con un solo pulmón que no fumaba, no bebía y no se drogaba. El Pulmón respiró despacio, como hacía siempre para controlar el miedo.

* * *

Ramírez estaba de pie, mirando por la ventana del despacho de Falcón. Ferrera estaba en su ordenador.

– Tengo identificados a los tres hombres misteriosos de los discos del ruso -dijo Falcón-. El tío que está con Margarita es Juan Valverde, el jefe del I4IT Europa en Madrid. El americano es Charles Taggart, ex predicador televisivo, que es asesor del I4IT, e informa al propietario, Cortland Fallenbach. El último es Antonio Ramos, que es ingeniero y el nuevo director de la rama de construcción de Horizonte. Quiero que averigüéis dónde están esos tres hombres, porque quiero hablar con ellos lo antes posible.