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Cristina Ferrera asintió. Acto seguido, Falcón se reunió con Ramírez en su despacho, le dio la información que había obtenido de Pablo sobre la banda rusa de renegados organizada por Yuri Donstov en Sevilla. Ramírez dijo que había ordenado a los detectives Serrano y Baena una inspección puerta a puerta, empezando en la calle Garlopa de Sevilla Este, que era la dirección que habían encontrado en el GPS del Range Rover de Vasili Lukyanov. Luego pasaron a otros asuntos.

– La sangre que había en los monos de papel que encontramos en los cubos de basura de la calle Feria se ha confirmado que coincide perfectamente con la de Marisa Moreno -dijo Ramírez.

– ¿Tenían algo dentro? -preguntó Falcón.

– Los dos capirotes contenían pelos, y hemos recogido algunas manchas de sudor de los monos -dijo Ramírez-. Uno de ellos tenía secreciones de semen.

– ¿Manchas de sudor? ¿Semen? ¿Iba desnudo debajo del mono?

– No creo, si se lo quitó, dobló la esquina de la calle Gerona y lo tiró en la papelera -dijo Ramírez-. Pero hacía calor por la noche, a lo mejor tenían coche.

– ¿Unos gánsteres conduciendo por ahí en calzoncillos? -dijo Falcón, dirigiéndose a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Ramírez-. Si acabas de llegar.

– A hablar con Esteban Calderón.

– El juez del caso de Marisa Moreno va a querer vernos en algún momento -dijo Ramírez-. Es el nuevo: Aníbal Parrado. Buen tío. ¿Cómo lo lleva Consuelo?

– No está bien -dijo Falcón-. No estamos bien.

– Así que le contaste lo de Marisa y las llamadas amenazadoras.

– Y se acordó de los rusos que irrumpieron en su casa cuatro años antes y dejaron una cruz roja en una fotografía de familia.

– Lo siento -dijo Ramírez-. No sé en qué estaba pensando cuando te dije lo de las secreciones de semen. No es algo agradable… quiero decir, dada la situación de Darío.

– Tengo que saberlo -dijo Falcón-: Llámame cuando tengas todo el informe del forense. Vamos a llevar el ADN del semen a Vicente Cortés y Martín Diez. Ellos pueden ver si coincide con el ADN de las bases de datos del GREGO y el CICO de algún ruso que hayan tenido detenido. Y procura que todo el Grupo de Homicidios tenga presente que todo está relacionado: el atentado de Sevilla, el asesinato de Inés, el descuartizamiento de Marisa y el secuestro de Darío.

– El único problema son las pruebas -dijo Ramírez, chasquean-do los dedos en el aire.

* * *

Era el día de la entrega, pero no sabía exactamente cuándo iba a aparecer el ruso. Lo único que sabía es que le quedaban cuatrocientos gramos del producto italiano, lo cual no iba a satisfacer a aquellos de sus clientes que ya empezaban a salir de sus cuchitriles nerviosos, farfullando, con los primeros sudores, y los típicos arañazos y roeduras en la sangre. Empezarían a buscar a sus chicos en las calles, señal de que el producto ruso había llegado y de que pronto se arreglaría todo.

El Pulmón fue a ver a Julia. Seguía dormida. ¿Debía despertarla? ¿Para qué se levantase antes de que llegasen los tíos? Se encogió de hombros; parecía una pena. Lentamente cerró la puerta. Ésa era capaz de pasarse el día durmiendo. Pero tenía que vigilarla un poco, para asegurarse de que no probase el producto. Se sentó. Respiró despacio, escondió el miedo en el fondo del estómago. Últimamente siempre estaba asustado, entre el dinero cada vez mayor y los rusos tan indescifrables.

A lo mejor debía despertar a Julia. Cálmate, sólo hablan los nervios. Guárdate el miedo. Sabía que necesitaba el miedo, pero tenía que estar donde él quería. Al fondo del estómago, no en la garganta ni encima de la cabeza. Lo había visto con los novilleros que se enfrentaban al primer toro de gran tamaño. El miedo que paralizaba y mataba.

Llamaron a la puerta a las 12.45. El primer hombre era el traductor cubano. Detrás de él estaba el levantador de pesas, con la cabeza afeitada y sólo una leve capa negra de pelo sobre el cuero cabelludo blanco, la nariz ligeramente achatada, una cicatriz roja en un pómulo. Era más bajo que el Pulmón, pero dos veces más ancho. Tenía los brazos muy peludos y cubiertos de tatuajes indiscernibles. Movía las piernas como si le subieran animales por los pantalones. El Pulmón les dejó pasar a la sala, sintió cómo sus ojos le registraban la espalda, se sentó junto a la mesa. El cubano se quedó de pie a la izquierda del espejo. El levantador de pesas seguía de espaldas a la pared, se movió a la derecha del espejo y echó un vistazo largo y meticuloso a la sala con sus ojos oscuros y hundidos. Al Pulmón no le gustó. Ahora sabía que el ruso llevaba una pistola en la zona baja de la espalda. Deseó haber despertado a Julia. Tenía el fajo de dinero en la camisa, pero no lo sacó. Sentía las preguntas que acechaban apoyadas contra la pared de enfrente.

– Quiere saber si sigues comprando a los italianos -dijo el cubano.

– No, ya te dije que lo había dejado.

– Echa un vistazo a esto -dijo el cubano, dándole un cucurucho de papel de aluminio.

El Pulmón lo abrió, vio el polvo blanco, sabía que estaba metido en un lío. Se encogió de hombros.

– ¿Dónde habéis conseguido esto? -preguntó.

– Se lo compramos a uno de tus clientes -dijo el cubano-. Pagamos ochenta euros por eso.

– No sé cuál es el problema.

– Es nuestro producto cortado con la mierda italiana que nos dijiste que habías dejado de mover.

– Me queda todavía algo de producto italiano. No quería tirarlo sin más.

– Sigues comprando a los italianos -dijo el levantador de pesas.

Eran sus primeras palabras en español, y las pronunció con un acento áspero.

– No sabía que hablabas español -dijo el Pulmón, aprovechando la oportunidad para introducir un poco de distracción.

– Sabe que sigues comprándoles -dijo el cubano.

– ¿Cómo lo sabe?

– Uno de tus clientes nos lo dijo.

– ¿Cuál? -preguntó el Pulmón-. Los de ahí fuera son todos yonquis. Hacen o dicen cualquier cosa con tal de que les den una dosis.

– El cantaor de flamenco.

– Carlos Puerta no es de fiar -dijo el Pulmón-. Ha intentado joderme desde que su novia se vino a vivir conmigo.

– Por eso hemos estado vigilando tu casa, para ver a los italianos con nuestros propios ojos -dijo el cubano, que se había desplazado a la ventana y se asomaba entre las persianas.

El Pulmón miró al ruso y no perdía de vista al cubano a través del espejo.

– Nosotros decirte última vez -dijo el levantador de pesas.

El cubano se alejó de la ventana. Tenía un cuchillo ancho de caza en la mano. Fue a agarrar al Pulmón por el pelo. El Pulmón se inclinó hacia delante y dio un manotazo sobre el ejemplar de 6 Toros. El estruendo del disparo llenó la habitación y la navaja del Pulmón se desplegó en su mano. Se agachó y giró en redondo, clavando con fuerza toda la cuchilla en el costado del cubano. No oyó nada con el zumbido del disparo en sus oídos, pero sintió que el cuerpo del cubano se tensaba. Mientras clavaba la navaja, agarró la muñeca derecha del cubano que contenía el cuchillo de caza y le dio un puntapié en todo el cuerpo para que rodara hasta acabar entre el Pulmón y el levantador de pesas, que ahora estaba en el suelo, tendido boca arriba, con el brazo extendido, empuñando el arma. Otro disparo ensordecedor en el interior de las cuatro paredes del piso y el cuerpo rígido del cubano dio un brinco y se sacudió. El Pulmón lo empujó hacia atrás mientras sonaba otra explosión espeluznante. Dejó caer el hombro y empujó al cubano hasta donde estaba el ruso, que gruñó al soportar el peso, y el Pulmón, todavía con su navaja, salió por la puerta, bajó las escaleras y cruzó al otro lado de los garajes antes de acordarse de Julia, dormida en la habitación.

* * *

Había un taxi esperando en el aparcamiento de la cárcel, con el motor en marcha, el aire acondicionado encendido, el taxista dormido, con la cabeza inclinada hacia atrás, boquiabierto. Mientras Falcón recorría la entrada hacia la recepción de la cárcel, atendió en el móvil una llamada de su viejo amigo el detective de Madrid, que lo llamaba para hablarle del piso de La Latina donde se reunió con Yacub.