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Falcón salió de la autopista hacia la circunvalación. Tomó la salida anterior al club de golf y enlazó con la carretera de Su Eminencia, una vía que siempre había pensado que tenía un nombre ridículo, dado que albergaba uno de los proyectos de viviendas de protección oficial más lúgubres de Sevilla.

En las décadas de los sesenta y los setenta, el Ayuntamiento había desplazado a los gitanos del centro hacia esta urbanización de edificios de pisos situada en el límite de la civilización. Varios años de pobreza, falta de vida comunitaria y dignidad habían transformado un intento poco entusiasta de ingeniería social en un barrio de drogas, asesinatos, robos y vandalismo. Esto no significaba que el barrio fuese desalmado. Algunas de las mejores voces de flamenco provenían de ahí, y unas cuantas habían cumplido condena en la cárcel que acababa de visitar Falcón. Pero lo cierto es que el alma no se reflejaba en el paisaje desnudo desprovisto de árboles, ni en los mugrientos muros de hormigón, ni en la ropa barata tendida en barrotes metálicos delante de ventanas y rellanos, ni en la basura acumulada en los sótanos y huecos de escalera, ni en las pintadas y el ambiente de absoluta desolación que indicaban que aquélla era gente olvidada en un lugar dejado de la mano municipal.

La operadora de la Jefatura no se tomó la molestia de proporcionar una dirección. Era sólo cuestión de patrullar por la zona, buscar la concentración de gente, la acumulación de coches de policía y las ambulancias verdes fosforito, que encontró enseguida al pie de un edificio de ocho plantas. Los policías estaban nerviosos. Parte de la gente congregada alrededor del enrejado metálico de seguridad, a la entrada del edificio, parecía más desesperada que los ciudadanos corrientes de Las Tres Mil. Algunos estaban agachados en la tierra sin hierba, con los brazos alrededor de las espinillas, aferrándose a sí mismos, trémulos. El nombre del Pulmón llegó a sus oídos. Ésos eran sus clientes, que acababan de perder su fuente de suministro.

Un policía le indicó que subiese con cuidado. Había gotas de sangre rodeadas de un círculo amarillo en algunos de los numerosos escalones que subían al cuarto piso. El hedor de basura le perseguía. No había ascensor. El piso estaba repleto de los agentes habituales de criminología. Los cadáveres seguían en la posición original. Falcón dio la mano al médico forense y al juez de instrucción, Aníbal Parrado. El subinspector Emilio Pérez, con su porte apuesto y su tez morena de estrella de cine de los años treinta, y su total devoción a los detalles, dirigía la investigación. Le explicaron a Falcón la escena del crimen.

– No hemos reconstruido todavía la secuencia exacta de los acontecimientos, pero presuponemos que el arma encontrada en el suelo, junto a la ventana, estaba sujeta a la mesa con esos tornillos. Se ha disparado una sola vez y la salpicadura de sangre de la pared, debajo del espejo, parece indicar que estamos buscando a un hombre herido. No hay otra arma de fuego en el piso. Ha aparecido un cuchillo de caza junto al cadáver del cubano, cuchillo que no se utilizó. Por las heridas de entrada, los agentes de balística piensan que la misma arma que mató a Miguel Estévez también mató a Julia Valdés en la habitación de al lado. Evidentemente, dado que fueron dos los disparos que mataron a las víctimas, éstas no fueron asesinadas por el arma encontrada en el suelo, que pensamos que es de un calibre diferente. Lo confirmarán cuando extraigan las balas de las dos víctimas. Una inspección inicial de las heridas de bala de Miguel Estévez sugiere que le disparó alguien que estaba tendido en el suelo. El cuerpo parece haber caído sobre el que disparaba, lo cual indica que alguien lo estaba utilizando como escudo y lo empujó hacia el asesino. A juzgar por las gotas de sangre en el umbral de la puerta del dormitorio, se cree que el hombre herido disparó a la chica desde allí.

Por encima del hombro del médico forense, Falcón pudo ver la cara arruinada de la chica. El torso se estampó contra la pared, que estaba cubierta de sangre y materia cerebral. El cuello estaba torcido sobre el cabecero bajo de la cama, mientras que la mano izquierda estaba extendida hacia la ventana. La otra mano descansaba entre sus piernas estiradas, pero, con la palma hacia arriba, indicaba la inoportunidad de una muerte repentina más que el recato de una modestia final. Estaba desnuda, pero con la pierna derecha atrapada en la sábana retorcida. La escena hablaba de miedo, pánico, parálisis y, por último, muerte violenta.

– Las gotas de sangre salen del piso y bajan las escaleras hasta la acera, donde desaparecen. Suponemos que el tirador entró en un coche.

– ¿Y la puñalada de Estévez?

– Los de Estupefacientes dicen que el Pulmón era muy dado a llevar navaja -dijo Pérez-. Y parece que se la llevó.

Falcón examinó el arma del suelo, los tornillos de la mesa, la revista de toros en el suelo, delante del espejo.

– Hay huellas claras en el arma -dijo Jorge, levantándose de debajo de la mesa con sus gafas de inspección hechas a medida.

– Tenemos las huellas del Pulmón en un expediente por detenciones anteriores por tráfico de drogas -comentó Pérez.

– Tenemos que suponer que esta arma no pertenecía al cubano Miguel Estévez. Dos hombres con armas de fuego no equivalen a un solo hombre con una navaja. Lo que significa -dijo Falcón- que ésta era el arma sujeta a la mesa y que el Pulmón contaba con que podía tener problemas.

– Ha debido de comprar el arma hace poco -dijo uno de los de la Brigada de Estupefacientes-. Antes sólo era hombre de arma blanca. ¿Sabes que fue torero?

– ¿Habéis visto antes a este tío? -preguntó Falcón al de Estupefacientes, señalando a Estévez.

– No, pero las cosas han cambiado por aquí. El producto es diferente al del año pasado. Todavía no hemos sido capaces de averiguar de dónde viene la mercancía.

– ¿Os habéis encontrado con algún ruso?

Negó con la cabeza.

– ¿Encontraste tú los cadáveres? -preguntó Falcón.

– Mi compañero y yo -dijo el de Estupefacientes.

– ¿Sabéis a qué hora ocurrió?

– El vecino de arriba dijo que oyó el primer disparo a la una -respondió el de Estupefacientes.

– ¿Llamó a la policía para avisar del tiroteo?

– En Las Tres Mil nadie llama a la policía -dijo el de Estupefacientes.

– ¿Qué hacíais por aquí? -preguntó Falcón-. ¿Os envió alguien?

– A la una y cuarto nos llamó el inspector jefe Tirado para pedirnos que buscásemos a un yonqui llamado Carlos Puerta, al que quería interrogar. Nos dijo que lo llamásemos si lo encontrábamos, y que él vendría por aquí.

– ¿Lo encontrasteis?

– Está abajo con mi compañero, esperando al inspector jefe.

– Avísame cuando llegue Tirado.

Aparecieron dos de los jóvenes detectives de Falcón, Serrano y Baena, listos para iniciar una inspección puerta a puerta.

– Quiero que tú y tu compañero trabajéis con estos dos detectives de mi equipo -dijo Falcón al agente de Estupefacientes-. Quiero ideas sobre dónde vamos a encontrar al Pulmón… antes de que lo encuentre otra persona.

* * *

Consuelo recorría de lado a lado las largas puertas acristaladas de su salón. El aire acondicionado estaba demasiado fuerte para sentarse mucho rato. Había un policía desplomado a la sombra de la sombrilla, al otro lado de la piscina. Consuelo pensó que el policía debía de estar durmiendo bajo las gafas de sol de espejo. El brazo pendía sin fuerzas junto a la silla.

Un técnico experto que había venido a instalar un equipo de grabación profesional, en lugar del equipo temporal que había dejado el inspector jefe Tirado el sábado por la noche, estaba sentado en la cocina. Estaba hablando con el agente de enlace de la familia. Había otro policía en la puerta principal. Consuelo le había dicho que entrase para protegerse del calor. El agente miraba por la cristalera de la puerta con aire taciturno. Consuelo había llamado al gerente de su restaurante para decirle que contactase con los agentes inmobiliarios con los que estaba en negociaciones y les pidiese que no la volvieran a llamar hasta que ella se lo dijese. Sólo había atendido una llamada, de Alicia Aguado. Había desconectado el cable del móvil, que estaba conectado al equipo de grabación, y había subido a su habitación para atender allí la llamada.