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Alicia no se lo dijo, pero Consuelo sabía que el único motivo por el que ella llamaba era que había recibido la noticia por Javier. Todavía no habían informado a la prensa y la televisión, y a las emisoras de radio que colaboraron en las fases iniciales les habían pedido que guardasen silencio por el momento. El inspector jefe Tirado no querría un circo mediático, ni tener que tratar con embaucadores, hasta que se estableciera contacto con los secuestradores, o se viese claramente que no habría contacto.

La llamada de Aguado la había tranquilizado. Consuelo empezó por desahogar su bilis contra Javier, y Aguado la escuchó hasta el final sin preguntarle lo que había ocurrido realmente. A Consuelo le sentaba bien hablar con alguien que la escuchara. Eso la calmó. Empezó a ver la ira desde otra perspectiva. El culparse o culpar a otro era natural. La ira era inevitable. La llamada no aplacó la animadversión hacia Falcón, ni impidió que recordarse una y otra vez el momento en que perdió de vista a Darío, pero facilitó que cierta resolución se afirmase en su interior. Se sentía más fuerte, menos nerviosa. Sus oscilaciones de estado de ánimo entre la desesperación y la furia no eran tan violentas. Seguía llorando, pero de forma más espaciada.

Después de la llamada, Consuelo mandó a sus otros dos hijos con su hermana. No quería que los chicos se viesen inmersos en un ambiente tan opresivo y potencialmente tan volátil, en el que todo el mundo estaba pendiente del teléfono, deseando que sonase. No quería que vieran su esperanza ni su desesperación, la posible alegría y el probable desencanto. A pesar de la llamada de Alicia, sabía que sus emociones eran incontrolables porque se sentía desprotegida.

Arriba tenía un estudio pequeño junto al dormitorio: una silla, una mesa, un portátil, nada más. Alicia Aguado la había animado a que se pasase el tiempo escribiendo sus pensamientos y sentimientos, para exteriorizarlos y poder verlos mejor. Cerró las persianas y se sentó allí en la penumbra, intentó desterrar de su cerebro todos los ruidos blancos carentes de importancia. Encendió el ordenador y automáticamente se conectó a Internet. Vio que tenía correo nuevo. Esa dirección era diferente de la del restaurante y era la única que utilizaba con su familia y sus amigos íntimos. Había un mensaje nuevo enviado ese mismo día a las 14.00 titulado «Darío». Nada más ver el nombre, le dio un vuelco el corazón y se le congeló el estómago. El remitente era alguien llamado Manolo Gordo. No conocía a nadie con ese nombre. Le tembló la mano al abrir el mensaje.

Si quieres volver a ver a tu hijo llama al 655147982. No le digas nada a la policía. No intentes grabar la llamada. Usa tu móvil fuera de la casa. Borra este mensaje, no te ayudará a encontrar a tu hijo.

Lo leyó varias veces. Poca gente conocía esa dirección de correo, pero sus hijos sí. Le infundió esperanzas. Se apoderó de ella cierto entusiasmo. Habían entablado contacto. Se volvió para mirar atrás, como si tuviera que esconderse de alguien. Guardó el mensaje en la carpeta de Spam, apagó el ordenador y pensó en cómo iba a hacer esta llamada.

* * *

– El inspector jefe Tirado te está esperando fuera -dijo Baena.

Falcón bajó corriendo las escaleras, procurando no pisar las gotas de sangre rodeadas de círculos amarillos. No había sombra en el exterior y tenían que estar en medio del hedor a pis y basura en el hueco de la escalera.

– ¿Quién es ese tal Carlos Puerta? -preguntó Falcón.

– Es el que asaltó a la señora Jiménez cerca de la plaza del Pumarejo en junio y al que vio la hermana de la señora Jiménez después, merodeando alrededor de su casa -dijo Tirado-. Me he pasado la mañana siguiéndole la pista. Sus amigos de la plaza del Pumarejo me dijeron que era yonqui, así que le pedí a la Brigada de Estupefacientes que me ayudase.

– ¿Te importa que escuche?

– Qué va -dijo Tirado, que hizo señas al de Estupefacientes-. No parece gran cosa ahora, ¿verdad? Pero tiene buena voz. Nada más verlo lo reconocí. Hace cinco años sacó un disco, hizo algo de dinero, se metió en drogas, no salió airoso en una audición con Eva Hierbabuena para ir a Londres. Y éste es el estado en que se encuentra ahora.

El agente empujó a Carlos Puerta hacia el edificio de pisos. Avanzaba a pasos pequeños y nerviosos, arrastrando los pies como un actor cómico. El pelo, que le llegaba hasta la altura del hombro, no había visto el agua ni el cepillo durante al menos seis semanas. Tenía el grosor de un libro, estaba apelmazado y cubierto de polvo del edificio en ruinas donde lo habían encontrado. Le pasaba algo en el brazo izquierdo, que parecía atrofiado, y tenía la mano hinchada. La camiseta que llevaba tenía un estampado blanco tan descolorido que casi se confundía con el tejido del fondo. Falcón pudo deducir que era de la Bienal de Flamenco de 2004.

– Estaba con una mujer -dijo Tirado-. La pobre estaba tan escuálida que los de Estupefacientes llamaron a una ambulancia.

Tirado se identificó y presentó a Falcón. La cara enjuta de Puerta, picada de viruela, era un amasijo de tics. Suplicaba que le dieran un cigarrillo. Le dieron uno y lo sentaron en un par de bloques de cemento.

– ¿Reconoces a esta mujer? -preguntó Tirado, mostrándole delante de sus narices una foto de Consuelo.

Puerta se asomó por debajo de las cejas negras que formaban un ángulo agudo hacia la nariz. Un párpado pestañeó mientras el humo emanaba de su cara. Negó con la cabeza.

– Sabes cómo se llama, Carlos.

– No creo -dijo Puerta, que se tocó el pecho y se rió casi sin aliento-. No es mi tipo.

– También sabes dónde vive.

– Toda la gente que conozco vive en Las Tres Mil, y ella no tiene pinta de vivir ahí -dijo Puerta-. Con esos pendientes, ese collar, ese pelo y el maquillaje. Si apareciese con esa pinta en mi mundo, la dejarían limpia.

– La viste en la plaza del Pumarejo -dijo Tirado-. Tiene un restaurante cerca de allí. Lo conoces.

– Yo no como en restaurantes.

– También conoces a su marido, Raúl Jiménez. Lo mataron.

– Conozco a bastante gente a la que han matado. Y unos cuantos más que han muerto de sobredosis, pero no recuerdo cómo se llamaban. ¿Era el dueño de algún sello discográfico?

– Hay testigos que han declarado que te vieron atracar a Consuelo Jiménez una noche de junio pasado en una calle, junto a la plaza del Pumarejo.

– ¿Qué clase de testigos? -preguntó Puerta, sacando a relucir cierto sarcasmo-. Si te refieres a esos cretinos de la plaza, te contarían lo que fuera por un litro de Don Simón.

– Tenemos otro testigo. No es ningún cretino. La hermana de esa mujer, que te vio merodeando alrededor de la casa de la señora Consuelo Jiménez en Santa Clara el día después de que la asaltaras -dijo Tirado-. Si me cuentas a qué venía todo eso, no te llevaré a la Jefatura y te meteré en una celda hasta que se te pase el efecto del último chute.

– No entiendo muy bien lo que quieres decir -dijo, escuchando atentamente.

– La señora Jiménez no quiere presentar cargos por atraco ni por entrada ilícita en propiedad ajena -dijo Tirado-. Pero si has tenido algo que ver con el secuestro de su hijo de ocho años…

Esto atrajo toda su atención. Su cabeza empezó a temblar, no a modo de negación, sino con cierto tipo de temblor inducido por la heroína.

– Yo soy yonqui -dijo-. Así que reconozco a la gente vulnerable e intento sacarles dinero. Conocí a esa mujer y su historia. Es famosa, salió en todos los telediarios. La había visto por ahí. Me pareció que era un poco inestable. Una noche apareció en la plaza del Pumarejo un poco aturdida, posiblemente borracha, y le gorroneé algo de pasta.