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– ¿Qué hacías en los alrededores de su casa al día siguiente?

– Fui a buscarla otra vez, para ver si podía conseguir algo más -dijo Puerta-. Es lo que hacemos los yonquis. Y te aseguro que no he vuelto a verla desde entonces.

– ¿Por qué no seguiste persiguiéndola? -preguntó Tirado.

– Santa Clara está muy lejos y encontré dinero más cerca de casa.

Tirado y Falcón se alejaron de él para conversar.

– Creo que dice la verdad -dijo Tirado-. Encaja con lo que sabemos por la señora Jiménez y su hermana… más o menos. Ella me contó que estaba deprimida en aquel momento, y su hermana dijo que empezó con la terapia poco después. Y ninguna de las dos ha vuelto a verlo desde entonces. Mandaré a uno de mis hombres para que enseñe la foto a los vecinos de la señora Jiménez, por si acaso.

– ¿Te importa que hable con él ahora? -dijo Falcón-. Para ver lo que sabe sobre el asesinato de ahí arriba.

Tirado le dio una palmada en el hombro, volvió a su coche. Falcón pidió otro cigarrillo y se acercó de nuevo a Puerta, que sonrió y mostró la dentadura, que tenía una capa de mugre marrón.

– ¿El Pulmón es tu camello? -preguntó Falcón, dándole el nuevo cigarrillo.

– Sí, y es amigo mío.

– ¿Sabes lo que ha pasado ahí arriba?

Puerta negó con la cabeza, manoseándose un espasmo en la mejilla.

– Alguien ha matado a su novia.

– ¿A Julia? -dijo Puerta, que alzó la vista con sus brillantes ojos verdes, debilitados como limo.

– Le pegaron un tiro en la cara.

Parecía que a Puerta le costaba tragar. La mano del cigarrillo temblaba al acercarla a la boca. Tosió. El humo salía deshilachado. Se encorvó, apoyó la frente en la mano buena y sollozó para sus adentros, en silencio. Falcón le dio una palmada en el hombro.

– ¿Por qué no me cuentas lo que viste -dijo-, y así podremos echarle el guante al tipo que mató a Julia antes de que mate a tu amigo?

* * *

– Así que ahora estamos seguros de que hay un ingrediente de la mafia rusa -dijo Aníbal Parrado, el juez de instrucción, caminando por la ventana del piso del Pulmón.

– Pero sólo tenemos el testimonio de una ruina de yonqui y ni una sola prueba -dijo Falcón-. Marisa Moreno ni siquiera nos dijo que los rusos tenían retenida a su hermana; sólo lo hemos conjeturado por el hallazgo del disco en posesión de Vasili Lukyanov. Los de Estupefacientes nunca habían visto a este cubano, no saben nada de ninguna implicación rusa. No puedo darte nada que puedas utilizar en los tribunales, a no ser que encontremos al Pulmón.

– ¿Y adónde vas ahora?

– Estoy buscando a gente que haya tenido contacto directo con los rusos -dijo Falcón-. Marisa Moreno ha muerto. Vamos a tardar en encontrar al Pulmón. Tengo a otro candidato.

Falcón se sentó en el coche para hacer varias llamadas, con el fin de averiguar dónde estaba Alejandro Spinola en ese momento de la tarde. Pero estaba en una conferencia de prensa en el edificio del Parlamento Andaluz. Falcón salió de Las Tres Mil, optó por tomar la circunvalación para evitar el tráfico del centro.

Alejandro Spinola era todo lo guapo que puede ser un hombre sin traspasar la línea del género. Le gustaba acariciarse el largo pelo negro con raya al medio, y sujetárselo con el puño en la parte posterior de la cabeza. Tenía el cuerpo atlético de un jugador de tenis profesional ligeramente desmejorado. Llevaba un traje de buen corte, una corbata de seda azul claro y una camisa blanca, cuyos puños sobresalían de las mangas. Tenía facilidad de palabra y entretenía a la prensa mientras giraba un anillo de oro en un dedo de la mano derecha. Aparentemente, no tenía intención de ser el segundo violín del alcalde el resto de su vida. Rezumaba excesiva vanidad por todos sus poros. Era un hombre que había aprendido a no parpadear ante los flashes y a bailar claque al son de la percusión de los obturadores.

La prensa se arremolinaba alrededor de Spinola, en busca de una declaración extraoficial. Falcón se abrió paso entre los periodistas y mostró a Spinola su placa policial.

– ¿Esto no puede esperar? -preguntó, con cuidado de no utilizar el rango de Falcón delante de la prensa política.

– Probablemente no -dijo Falcón.

Spinola lo cogió del brazo y lo guió hacia el exterior de la sala, lanzando bromas y cumplidos a su paso. Atravesaron el pasillo; Spinola buscó un despacho vacío, encontró uno. Se sentó al otro lado de la mesa, abrió uno de los cajones laterales y apoyó sus caros mocasines en el borde. Se acomodó en el respaldo con las manos apoyadas en el vientre, que presentaba la primera acumulación de grasa de la mediana edad.

– ¿Qué puedo hacer por usted, inspector jefe? -preguntó, vagamente entretenido por toda la situación.

– Quiero hablar con usted sobre Marisa Moreno.

– ¿La novia de Esteban? -dijo, frunciendo el ceño-. Apenas la conozco.

– Pero la conoció usted antes.

– Eso es cierto. La conocí en la inauguración de una galería -dijo, asintiendo, mientras desviaba la vista hacia la ventana-. En los últimos años Esteban no ha tenido mucho tiempo para el arte. Antes siempre iba a las inauguraciones. Siempre le ha interesado la pintura, la literatura, ese tipo de cosas, mucho más que a mí.

– ¿Entonces por qué fue usted?

– Por la gente. Un buen marchante de arte siempre reúne a su alrededor a gente interesante. Los coleccionistas suelen tener dinero e influencia. Y ése es mi trabajo.

– ¿Cuál es su trabajo?

– Trabajo para el alcalde.

– Eso es lo que me dijo Esteban -dijo Falcón-. Supongo que tendrá algo más que añadir.

– Procuro que el alcalde esté en contacto con la gente adecuada para lograr sus objetivos -dijo Spinola-. Las cosas no ocurren solas, inspector jefe. Para cualquier cosa, ya sea construir una mezquita en Los Bermejales, o peatonalizar la Avenida de la Constitución, o remodelar La Alameda o construir un metro debajo de la ciudad, hay que tratar con numerosas personas. Residentes airados, grupos religiosos descontentos, contratistas decepcionados, taxistas furiosos, por mencionar sólo algunos.

– Presumiblemente también hay gente contenta.

– Claro. Mi trabajo consiste en ayudar al alcalde a convertir a los descontentos en… bueno, quizá no totalmente contentos, pero al menos más callados, más manejables.

– ¿Y cómo lo consigue?

– Seguramente conocerá a mi padre, inspector jefe, es abogado -dijo Spinola-. Nunca he tenido el temperamento necesario para sentarme a aprender infinidad de cosas en los libros, como Esteban. Pero a mi manera soy como ellos dos. Un tipo muy persuasivo.

– ¿Y qué pasó con Marisa? -preguntó Falcón, sonriente.

– Ah, sí, justo, exacto. Qué pasó con Marisa… -dijo Spinola, dedicándole una risa de dilación-. La conocí en la Galería Zoca. ¿La conoce? Junto a la Alfalfa. Ella no exponía. No tiene tanto nombre para esa sala. Pero es muy guapa, ¿verdad? Así que José Manuel Domecq, el propietario, siempre la invita, ya sabe, para embellecer la habitual reunión de sapos y truchas con bolsos y carteras de piel de cocodrilo, repletos de dinero. Yo ya conocía a todo el mundo, así que no tenía que trabajar mucho, y salimos todos a cenar. Marisa y yo nos sentamos juntos y, ya sabe, inspector jefe, hicimos buenas migas. Hicimos muy buenas migas.

– ¿Se acostó con ella?

Spinola al principio entrecerró los ojos, como si se preparase para ofenderse, pero al final optó por la sutileza. Se rió, con un gesto algo amanerado.

– No, no, no, que no, inspector jefe. De eso nada.

– Ya -dijo Falcón-. Disculpe que le haya entendido mal.

– No. Nos dimos los teléfonos y la llamé a la semana siguiente para invitarla a la recepción al aire libre en la casa de la Duquesa de Alba. Es una celebración anual y pensé que sería… exótico aparecer con una belleza negra del brazo.