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Cuando los ojos de Spinola volvían a recorrer la sala desde la ventana, se detuvieron un instante para comprobar qué tal le iba a Falcón, y luego continuaron hacia la puerta. Para ser un hombre tan persuasivo, a Spinola no se le daba bien el contacto ocular.

– ¿Y cómo fue el momento en que presentó a Marisa a su primo?

– Bueno, la verdad es que no fue una presentación, porque Esteban se plantó a mi lado pocos segundos después de que yo llegase y él mismo se presentó a Marisa.

– Creo que hay algo que no recuerda bien.

– Qué va. Lo recuerdo perfectamente. Esteban la alejó de mí mientras yo me ahogaba entre la multitud. La acaparó toda la noche.

– Creo que eso es dudoso -dijo Falcón-, porque Esteban estaba casado con Inés y, en aquel momento de su relación, no tenía la costumbre de exhibir abiertamente su propensión a la infidelidad, sobre todo delante de sus padres y sus suegros y, por supuesto, de su padre, el juez decano de Sevilla, para el que trabajaba.

Una pausa para pensar. Cierta reordenación de los detalles. Falcón oía el ajetreo de los muebles cambiando de sitio en el cerebro de Spinola. De pronto, el conseguidor del alcalde se encogió de hombros y levantó la mano.

– Son sólo datos generales, inspector jefe -dijo-. Piense en la cantidad de fiestas a las que voy, en cuántos encuentros sociales participo. ¿Cómo voy a recordar con pelos y señales todos los encuentros y presentaciones?

– Los tienes que recordar, porque, tal como me ha dicho -dijo Falcón-, en eso consiste su trabajo. Su trabajo es saber lo que mueve a la gente. Lo que les gusta y lo que les disgusta. Y la gente en los encuentros sociales no exhibe sus necesidades e intenciones, sobre todo, supongo, cuando anda usted por ahí y son muy conscientes de la impresión que quieren causar en la Alcaldía. Sí, yo habría pensado que, en tales circunstancias, lo recordaría todo en detalle. Y su lectura de esos pormenores es su clave del éxito.

Por fin, contacto ocular, muy estable y sostenido. Una mezcla de respeto y miedo. Spinola estaba pensando: ¿qué sabe este hombre?

– ¿Cómo lo recuerda Esteban? -preguntó, con el fin de evitar otra mentira y darse la oportunidad de construir un punto de vista diferente sobre la roca de la verdad.

– Él recuerda que usted hizo un aparte con él y lo separó de un grupo familiar con el que estaba. Usted se encontraba solo en aquel momento. Le dijo que tenía que presentarle a una maravilla escultural que había conocido en una inauguración la semana anterior. Dice que lo condujo al interior de la casa, a una habitación con unos cuadros impresionantes donde usted había dejado sola a Marisa. Recuerda que se la presentó y lo siguiente que recuerda es que usted ya no estaba en la habitación. ¿Le refresca la memoria todo esto?

Sí. Los ojos de Spinola se dispersaron sobre la cabeza de Falcón mientras intentaba reordenar los hechos que acaba de oír en algo perfectamente comprensible.

– ¿Cuántos años tiene, señor Spinola?

– Treinta y cuatro -dijo.

– ¿No está casado?

– No.

– Tal vez podría explicarme por qué usted, siendo soltero, decidió presentar a una mujer muy atractiva, también soltera, a su primo casado.

Algo semejante al alivio recorrió la cara de Spinola y Falcón se percató de que se le había ocurrido una estrategia.

– Lamento decir esto, inspector jefe, pero Marisa no era la primera mujer que presentaba a mi primo.

– ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa lo que acabo de decir. Ya le había presentado a Esteban otras mujeres solteras y ha tenido aventuras con… algunas de ellas.

– Me pregunto si tenían algún amaño, cierta clase de servicio de alcahuetería informal -dijo Falcón suavemente, pero con calculada agresión.

– Eso me ofende, inspector jefe.

– Entonces acláreme el acuerdo que tenía con su primo.

– Yo soy más joven que él. No estoy casado. Conozco a mujeres jóvenes, disponibles…

– ¿Pero cuál es el acuerdo? ¿Han hablado alguna vez entre los dos sobre lo que hace usted en su trabajo?

– Como usted ha dicho, inspector jefe, mi trabajo consiste en saber lo que le gusta a la gente.

– En ese caso, ¿cuál era su objetivo, señor Spinola?

– Mi objetivo, inspector jefe, es acumular favores en todos los ámbitos de la vida, de manera que en momentos cruciales del alcalde, o en los míos propios, pueda contar con el apoyo de la gente -dijo Spinola-. La política local sólo es bonita en la superficie, y la superficie es muy importante. Nadie pide nunca un soborno. Nadie pide nunca que le traigan a una chica joven y guapa que le haga una mamada por debajo de la mesa. Yo tengo que saber, y luego tengo que aparentar que es como si no lo supiera, para que todavía podamos mirarnos a la cara en la siguiente fiesta.

Spinola ganó el primer round por los pelos. Falcón se levantó. Se dirigió a la puerta, apoyó la mano en el picaporte. Spinola levantó los pies del cajón, lo cerró.

– A lo mejor no se ha enterado, señor Spinola -dijo Falcón-. Anoche asesinaron a Marisa Moreno. Con su propia motosierra. Le cortaron la mano. Le cortaron el pie. Le cortaron la cabeza.

El pequeño triunfo desapareció de la cara de Spinola y dio paso a algo que no era pena ni horror, sino un tipo de miedo muy vivo.

Capítulo 16

Casa de Consuelo, Santa Clara, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 13.30

Consuelo encontró un móvil viejo, pero sin batería, así que decidió recargarlo. Calculó que con media hora de carga tendría suficiente energía. Abajo se oían voces. La ponía nerviosa hacer la llamada en casa. Si ocurría algo y tenía una reacción emocional, la oirían y eso pondría en peligro la seguridad de Darío.

El policía de la puerta no se inmutó cuando Consuelo pasó por delante. Se fijó en que el poli tenía la cabeza apoyada en la pared. Estaba dormido. En la cocina, el técnico y el agente de enlace de la familia mantenían una de esas inacabables conversaciones sevillanas sobre todo lo que les había ocurrido a ellos y a sus familias en la vida. Consuelo les preparó café, se lo sirvió y se llevó el suyo al salón. Observó al segundo policía sentado junto a la piscina. Estaba desplomado en la silla. La temperatura exterior era de 40º C. También debía de estar dormido. Siguió pasando el tiempo hasta que ya no pudo más.

Volvió a subir. El teléfono se había cargado lo suficiente. Guardó el número de teléfono del correo electrónico en la memoria del teléfono, pues no sabía si, en su estado emocional, podía confiar en la memoria. Llamó al proveedor del servicio y cargó veinticinco euros en la tarjeta prepago. Se calzó unas bailarinas planas, volvió a bajar las escaleras, pasó por delante del primer policía, por delante de la cocina y atravesó las puertas correderas. Bordeó la piscina. El policía no se movió. Al fondo del jardín había una tosca interrupción del seto en el punto donde se abría una puerta que daba a la propiedad contigua. Estaba oxidada y, que ella supiera, nunca se había abierto. Saltó por encima y apareció en la caseta de la piscina del vecino.

Marcó el número. Sonó el tono de llamada infinidad de veces. Contuvo el miedo, la aprensión y la galopante inquietud, pero cuando descolgaron, seguía sintiendo algo como acero frío en el estómago.

– Diga.

No salió nada de su garganta paralizada.

– ¡Diga!

– Soy Consuelo Jiménez y me han dicho que llame a este número. Ustedes tienen a mi…

– Momentito.

Se oyó una conversación ahogada. El teléfono cambió de manos.

– Escuche, señora Jiménez -dijo una nueva voz-. ¿Entiende por qué le hemos quitado a su hijo?