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– Mis métodos han sido cuestionados en otras ocasiones -dijo Falcón-, pero nunca los resultados.

– Creemos que estás haciendo demasiadas cosas a la vez, Javier -dijo Elvira.

– Dos comentarios sobre tu estado mental de diferentes fuentes el mismo día -dijo Lobo-. Eso nos enciende las señales de alarma, Javier.

– En vista de tu historial -añadió Elvira.

– Lo que queréis decir es que el juez decano, a quien, dicho sea de paso, no vi, se convenció, por lo que le dijo su hijo, de que mi conducta era inestable -dijo Falcón-. ¿Tengo pinta de loco? ¿Algún miembro de mi grupo, que son los más próximos a mí y los más capaces de observar posibles cambios, ha expresado preocupación por mi conducta?

– Si hasta yo puedo ver que estás cansado -dijo Elvira-. Agotado.

– No queremos correr riesgos contigo, Javier.

– ¿Y cuál es el acuerdo?

– ¿El acuerdo? -preguntó Lobo.

– Si hay un solo comentario más que cuestione tu estado mental, serás suspendido del servicio -dijo Elvira.

– Y por mi parte -dijo Falcón-, prometo no hablar con Alejandro Spinola de ningún asunto relacionado con Marisa Moreno o Esteban Calderón.

Los dos hombres lo miraron, arqueando las cejas.

– ¿No era ése el objetivo de esta reunión? -preguntó Falcón.

* * *

Era el final de la tarde y la temperatura había descendido de los 40º C por primera vez desde las once de la mañana. El inspector jefe Tirado estaba sentado en el salón de Consuelo, preparándose para darle un breve informe de los últimos acontecimientos sobre el secuestro de su hijo. Estaba desconcertado por la pose de Consuelo. La mayoría de las mujeres que pasaban en vilo más de cuarenta y ocho horas, sin saber nada de los secuestradores, solían estar al borde del ataque de nervios. La mayoría de las madres que él había conocido quedaban reducidas a un estado de agotamiento y tristeza por la constante oscilación entre la esperanza y la desesperación en las primeras doce horas. Le miraban con ojos suplicantes, rogándole con todas las células de su cuerpo el menor indicio de buenas noticias. Consuelo Jiménez estaba sentada delante de él, vestida y maquillada, hasta con las uñas de las manos y los pies pintadas de rojo. Nunca se había encontrado con una mujer en tales circunstancias que hubiera mostrado semejante compostura, rechazando incluso el apoyo de los familiares. Esa actitud le desconcertaba.

La puso al corriente del interrogatorio de Carlos Puerta, su atracador de junio.

– ¿Dijo eso? -preguntó Consuelo indignada, recordando su inestabilidad de aquel momento-. Me palpó la falda, me robó el dinero del bolso y luego se largó corriendo por la calle. Al menos fue un atraco.

– Encontré una fotografía de este hombre. He preguntado por el vecindario, y nadie lo ha visto en Santa Clara recientemente -dijo Tirado-. Los de la Brigada de Estupefacientes de Las Tres Mil dicen que lleva dos meses sin moverse de allí.

– Así que no creen que esté implicado en el secuestro de Darío.

– Además estaba en un estado muy lamentable -dijo Tirado, hojeando sus notas-. Por lo que me ha dicho el ingeniero de sonido, deduzco que no ha habido comunicaciones aquí.

Consuelo negó con la cabeza. La tensión de ocultar información a Tirado la indujo a fijarse, absurdamente, en el funcionamiento de las vértebras del cuello. En ese instante comprendió que la llamada que había hecho a los secuestradores había transformado a Tirado en una persona en la que ya no podía confiar.

Tirado alzó la vista al no oír respuesta.

– No -dijo Consuelo-. Nada.

– También he estado en el colegio de Darío -dijo Tirado- y he interrogado a muchos profesores y alumnos. Lamento decirle que no tengo novedades en ese sentido, aunque me han pedido que le diera esto.

Le entregó un sobre. Consuelo lo abrió y sacó una tarjeta hecha a mano. El dibujo de la cara principal hecho con lápices de colores mostraba a un niño con el pelo mecido por el viento bajo la luz del sol, con árboles y un río detrás. Dentro decía: «Darío está bien. Sabemos que volverá pronto a casa». Estaba firmada por todos los compañeros de su clase.

Sólo entonces Tirado descubrió que la procesión iba por dentro. Consuelo cerró los ojos, frunció la boca, y dos arroyos plateados le surcaron la cara tímidamente.

Capítulo 17

Plaza Alfalfa, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 18.00

La Galería Zoca era propiedad de un caballero venerable para el que se había inventado la palabra «señorial». Tenía modales impecables, magníficas dotes conversacionales, sastrería perfecta, peinado de precisión y gafas de media luna con montura de oro que pendían del cuello con un cordón. No cabía duda, por su aspecto, de que este hombre provenía de un antiguo linaje extraordinario, pero él sería la última persona del mundo que lo diría.

Aunque Falcón conocía desde hacía muchos años a José Manuel Domecq, no lo había visto desde el siglo pasado. Se sentaron en un despacho de la trastienda de la galería, donde Domecq lo invitó a pasar tras un recibimiento auténticamente cordial. Trajeron dos cafés. Domecq vertió el sobre de azúcar en su taza y removió durante largo rato, con la paciencia que sólo puede tener un anciano.

– Sé que no tienes nada más que vender de tu padre, Javier -dijo-. Me han dicho que lo quemaste todo.

– Cumpliendo sus órdenes.

– Sí, sí, sí -dijo con tristeza-. Una farsa y una tragedia. ¿Y qué te trae por aquí?

– Sólo quería saber si has visto alguna vez a esta mujer -dijo Falcón, entregando a Domecq una fotografía que había impreso del ordenador después de su reunión con Lobo y Elvira.

Domecq se colocó bien las gafas en la nariz y se inclinó hacia delante para examinar la foto.

– Es un encanto, Marisa, ¿verdad? -dijo.

– ¿La conocías bien?

– Vino por aquí a pedirme que la representara en una ocasión, pero, ya sabes, las tallas de madera, lo étnico, no es lo mío -dijo-. Pero era muy atractiva, así que le pedí que viniera a algunas inauguraciones, y a veces venía y confería un ambiente exótico al encuentro. Un mango entre las naranjas, o mejor dicho, un leopardo entre los… eh… reptiles, quizá sea una descripción más precisa de algunos de mis coleccionistas. Les gustaba, les resultaba bastante interesante.

– ¿En qué sentido? -preguntó Falcón, pensando que algunas de las palabras y frases le sonaban muy familiares.

– La labor artística -dijo Domecq-. Aunque a mí no me gustaba lo que hacía, sabía hablar de arte.

– ¿Cuándo la viste por última vez?

– Hace ya bastante tiempo que no venía a las inauguraciones -dijo Domecq-. Pero no vivía lejos de aquí, así que se dejaba caer de vez en cuando a saludar. Probablemente la vi hace tres o cuatro meses.

– Muy bien, José Manuel. Muchas gracias -dijo Falcón, recogiendo la fotografía.

Unos minutos después, Falcón volvía caminando hacia la plaza arbolada de tres carriles. Entró en el coche y se sentó al volante con la fotografía en sus manos. La plaza Alfalfa estaba tranquila, el calor era demasiado opresivo para sentarse en la terraza del bar Manolo. La mujer encantadora de la foto lo miraba con ojos grandes y oscuros. Domecq tenía razón, era un encanto; pero era una foto de la actriz americana Halle Berry la que le había mostrado al propietario de la galería, no de Marisa Moreno.

Era evidente que Alejandro Spinola se había dado prisa en actuar. Primero, pidiendo a su padre que transmitiera la queja al comisario Lobo, nada menos. Cambiando ligeramente la versión de los hechos, de manera que Falcón «interrumpió una conferencia de prensa» sólo para hablar de la antigua novia de Calderón. Eso podía interpretarse como «conducta inestable». Y ahora, ahí estaba, borrando sus huellas en la Galería Zoca. Domecq debía de necesitar la red social y profesional de Spinola para mentir por él de ese modo.