– ¿Y los ocho millones? -preguntó Elvira, todavía poco convencido.
– Es una especie de cuota de ingreso. De esa manera, Lukyanov se ve obligado a quemar sus naves -dijo Cortés-. Una vez robado todo ese dinero, nunca podrá volver con Revnik.
– Los discos del maletín que mencioné en mi informe inicial -dijo Falcón-. Grabaciones de cámara oculta, tíos mayores con chicas jóvenes…
– Los rusos hacen las cosas así. Corrompen a quien entra en contacto con ellos -dijo Cortés-. Quizá vamos a averiguar cómo pasaban sus vacaciones de verano nuestros urbanistas, concejales, alcaldes e incluso algún que otro comisario de policía.
El comisario Elvira se pasó la mano por el pelo perfectamente peinado.
Capítulo 3
Cárcel de Sevilla, Alcalá de Guadaira. Viernes, 15 de septiembre de 2006,13.05.
A través del cristal reforzado de la puerta, Falcón observaba a Calderón, que lo esperaba encorvado sobre la mesa, fumando, contemplando el cenicero de papel de aluminio. El juez, que era joven para su cargo, parecía mayor. Había perdido su lustre hidratado y juvenil. Tenía la piel cetrina y había perdido kilos que no le sobraban, lo que le confería un aspecto demacrado. Nunca había tenido mucho pelo, pero ahora se encaminaba claramente hacia la calvicie. Las orejas parecían haberse alargado, los lóbulos eran más carnosos, como si se hubiera dado un tirón inconsciente mientras cavilaba sobre sus enredos mentales. A Falcón le tranquilizaba ver al juez tan desmejorado; habría sido intolerable que el maltratador de mujeres conservase su ego arrogante habitual. Falcón abrió la puerta al guardia, que sostenía una bandeja de café, y entró detrás de él. Calderón se reanimó al instante, aproximándose a la imagen del supremo embaucador que fue en su día.
– ¿A qué, o a quién, debo este placer? -preguntó Calderón mientras se levantaba y recorría con el brazo la sala escasamente amueblada-. Privacidad, café, un viejo amigo… qué lujos inimaginables.
– Habría venido antes -dijo Falcón, sentándose-, pero, como probablemente sabrás, he estado ocupado.
Calderón lo observó atentamente y encendió otro pitillo, el tercero de su segunda cajetilla del día. El guardia dejó la bandeja y salió de la sala.
– ¿Y qué te induce a venir a ver al asesino de tu ex mujer?
– Al presunto asesino de mi mujer.
– ¿Es significativo, o sólo quieres ser preciso?
– Esta última semana es la primera ocasión que he tenido desde junio para pensar y… leer un poco -dijo Falcón.
– Bueno, pues espero que fuera una buena novela y no la transcripción de mi interrogatorio a cargo del Gran Inquisidor, el inspector jefe Luis Zorrita -dijo Calderón-. Como te puede decir mi abogado, no estuve muy fino.
– Lo he leído varias veces y también he leído el interrogatorio de Marisa Moreno a cargo de Zorrita -dijo Falcón-. Ha venido a verte muchas veces, ¿verdad?
– Por desgracia -dijo Calderón, asintiendo-, no han sido visitas conyugales. Charlamos.
– ¿Sobre qué?
– Nunca se nos ha dado muy bien la conversación -dijo Calderón, inhalando el humo con intensidad-. Teníamos otro lenguaje.
– Estaba pensando que, desde que estás aquí, es posible que hayas desarrollado algún otro tipo de habilidad comunicativa.
– Sí, pero no especialmente con Marisa.
– ¿Y por qué ha venido a verte?
– ¿Sentido del deber? ¿Culpabilidad? Quién sabe. Pregúntaselo a ella.
– ¿Culpabilidad?
– Creo que se arrepiente de haberle contado ciertas cosas a Zorrita -dijo Calderón.
– ¿Como qué?
– No quiero hablar de eso -dijo Calderón-. Contigo, no.
– Cosas como ese comentario que le hiciste en broma a Marisa sobre la «solución burguesa» al costoso divorcio…: mata a tu mujer.
– Cualquiera sabe cómo le habrá sonsacado eso el cabrón de Zorrita.
– A lo mejor no tuvo que presionar mucho -dijo Falcón como si tal cosa.
El cigarrillo de Calderón se detuvo camino de la boca.
– ¿Qué más crees que se habrá arrepentido de contarle a Zorrita? -preguntó Falcón.
– Me encubrió. Dijo que salí de su piso después del momento en que lo hice. Pensó que me hacía un favor, pero Zorrita tenía todos los horarios, porque se los había proporcionado la compañía de taxis. Fue una estupidez. Y eso me ha perjudicado. Ha dado la impresión de que yo necesitaba ayuda, sobre todo si se combina con el hecho de que los policías me encontraron a orillas del Guadalquivir intentando deshacerme del cadáver de Inés -dijo Calderón, que hizo una pausa, frunció el ceño y fumó concentradamente. Después añadió-: ¿Para qué coño has venido, Javier? ¿Qué te traes entre manos?
– Intento ayudarte -dijo Falcón.
– ¡Venga ya! -dijo Calderón-. ¿Cómo vas a querer ayudar al presunto asesino de tu ex mujer? Sé que Inés y tú ya no estabais muy unidos, pero… aun así…
– Me dijiste que eras inocente. Lo dijiste desde el principio.
– Pero bueno, inspector jefe Javier Falcón, tú sabes muy bien que el asesino siempre tiende a negarlo todo -dijo Calderón.
– Sí -replicó Falcón-. Y no voy a ocultarte que mi investigación sobre lo que ocurrió aquella noche tiene otras motivaciones.
– Claro -dijo Calderón, apoyándose en el respaldo de la silla, paradójicamente satisfecho por esta revelación-. No pensaba que quisieras sacarme del atolladero… sobre todo si has leído la transcripción tantas veces como dices.
– Hay algo que huele muy mal, no te lo voy a negar, Esteban.
– Ni yo -dijo Calderón-. No me importaría retroceder en el tiempo en toda mi relación con Inés.
– Tengo algunas dudas sobre la transcripción -dijo Falcón, intentando evitar una posible caída en la autocompasión-. Entiendo que la primera vez que pegaste a Inés fue cuando descubrió las fotografías de Marisa desnuda en tu cámara digital.
– Estaba intentando descargárselas en su ordenador -dijo Calderón a la defensiva-. Yo no sabía cuáles eran sus intenciones. Vamos, no es sólo que las encontrara, sino que me pareció que pretendía utilizarlas de algún modo.
– Estoy seguro de que para entonces Inés te conocía muy bien -dijo Falcón-. Así que, ¿por qué dejaste la cámara a la vista? ¿En qué estabas pensando cuando le sacabas fotos a tu amante desnuda?
– Yo no las saqué, fue Marisa… mientras yo dormía. Pero lo hizo con delicadeza. Me dijo que había dejado unos «regalitos» en la cámara -dijo Calderón-. Y no dejé la cámara a la vista. Inés me hurgó en los bolsillos.
– ¿Y por qué llevabas la cámara cuando la cogió Marisa?
– Saqué unas fotos en una cena de abogados a la que asistí ese mismo día -dijo Calderón-. Era mi coartada, si Inés encontraba la cámara.
– Cosa que sabías que ocurriría.
Calderón asintió, fumó, hizo memoria; algo que hacía con frecuencia últimamente.
– Me quedé dormido en casa de Marisa -dijo-. Eran las seis de la mañana y la verdad es que no estaba tan sereno como de costumbre. Aparentemente, Inés estaba dormida. Pero no. Cuando me quedé dormido, se levantó y encontró las fotos.
– Y ésa fue la primera vez que le pegaste -dijo Falcón-. ¿Has pensado un poco en eso desde que estás aquí?
– ¿Vas a ser también mi loquero, Javier?
Falcón le mostró las manos vacías.
– Si no le sacaste tú las fotos a Marisa, y el único motivo por el que llevabas la cámara era el tener una coartada para Inés, ¿cómo es que estaba al alcance de tu amante para que se fotografiase desnuda?
Calderón miró fijamente la pared durante un tiempo hasta que, paulatinamente, empezó a cortar el aire con los dedos del pitillo.
– Me dijo que me había registrado los bolsillos de la americana. Dijo: «Soy de familia burguesa; aunque me rebelo contra ello, me sé todos los trucos» -dijo Calderón-. Siempre te registran los bolsillos. Es lo que hacen las mujeres, Javier. Forma parte de su educación. Son muy exigentes con los detalles.