– ¿Entrar dónde?
– En la conspiración. ¿Quién colocó la bomba de Goma 2 Eco en el sótano de la mezquita, que estalló el 6 de junio, detonó cien kilos de hexógeno ahí almacenado, derribó el edificio de pisos y destruyó una escuela infantil?
– Javier Falcón cumple la promesa que hizo al pueblo de Sevilla -dijo Calderón, gruñendo.
– Nadie lo ha olvidado… y mucho menos yo.
Calderón se inclinó sobre la mesa y recorrió a Falcón con la mirada, desde las pupilas hasta la coronilla.
– ¿Detecto algo parecido a una obsesión? -dijo-. Las cruzadas personales, Javier, no son recomendables en el trabajo policial. En todos los geriátricos españoles debe de haber algún detective jubilado que suspira desde las ventanas, con la mente todavía enredada en alguna chica desaparecida, o en un pobre chaval acosado. No sigas por ese camino. Nadie espera eso de ti.
– La gente me lo recuerda constantemente en la Jefatura y en el Palacio de Justicia -dijo Falcón-. Es más, lo espero yo de mí mismo.
– Te veo en el manicomio, Javier. Resérvame un sitio junto a la ventana -dijo Calderón, apoyándose en el respaldo, mientras examinaba las ascuas cónicas de su cigarrillo.
– No vamos a acabar en el manicomio -dijo Falcón.
– Te empeñas en que me tumbe en un diván -dijo Calderón, intentando recobrar la seguridad perdida-. ¿Y sabes lo que te digo? Que te jodan, a ti y a todos los demás. Preocúpate de tu locura. Sobre todo tú, Javier. Hace menos de cinco años de tu «crisis total», ¿no lo llamaban así? Y se ve que has estado trabajando mucho. Sabe Dios cuántas veces habrás revisado los expedientes del atentado antes de rebuscar en los informes de Zorrita, indagando los resquicios de mi caso. Deberías salir más, Javier. ¿Te has follado ya a esa Consuelo?
– Volvamos a lo que ocurrió hacia las cuatro de la mañana del jueves 8 de junio en tu piso de la calle San Vicente -dijo Falcón, golpeteando el cuaderno con los dedos-. Según una versión, al entrar te encontraste a Inés de pie delante del fregadero y te «alegraste mucho de verla», pero, según la otra versión, estabas «cabreado», hubo una especie de paréntesis, te despertaste tumbado en el pasillo y, cuando volviste a la cocina, te encontraste a Inés muerta en el suelo.
Calderón tragó saliva mientras recordaba aquella noche en la oscuridad de su mente. Lo había pensado muchas veces, más veces que las que dedicaría el director más obsesivo a la edición y reedición de una escena cinematográfica. Ahora lo reproducía en secuencias cortas, pero a la inversa. Desde el momento de intensa culpabilidad en que, atrapado en el haz de luz de la linterna del policía, lo sorprendieron intentando arrojar a Inés al río, hasta ese estado dichoso, anterior al lapso, en que salió del taxi, con la ayuda del taxista, y subió las escaleras de su piso, sin otra intención que irse a la cama lo antes posible. Y ése era el punto al que siempre se aferraba: sabía que en aquel momento no tenía en mente la idea del asesinato.
– No hubo intencionalidad -dijo en voz alta.
– Empieza desde el principio, Esteban.
– Mira, Javier, lo he intentado de todas las maneras: hacia delante, hacia atrás y de dentro afuera, pero por mucho que lo intento siempre hay una laguna -explicó Calderón, encendiendo otro pitillo con la colilla del anterior-. El taxista me ayudó a abrir la puerta de mi piso, dos vueltas de llave. Me dejó allí. Entré en casa. Vi la luz de la cocina. Recuerdo que estaba cabreado, y repito, «cabreado», no colérico ni con ganas de matar a nadie. Sólo me irritaba tener que dar explicaciones cuando lo único que quería era dormir. Así que recuerdo esa emoción muy claramente, y luego nada, hasta que me desperté en el suelo del pasillo detrás de la cocina.
– ¿Qué te parece la teoría de Zorrita de que la gente tiene momentos en blanco sobre cosas terribles que ha hecho?
– Me he encontrado con situaciones así en mi actividad profesional. No lo dudo. He revisado hasta el último rincón de mi mente…
– ¿Y qué era eso de que te alegraste al ver a Inés?
– Mi abogado dice que Freud tiene un término que designa eso: «satisfacción del deseo», lo llamaba -dijo Calderón-. Cuando deseas intensamente que algo se cumpla, a veces tu mente se lo inventa. Yo no quería que Inés estuviese muerta en el suelo. Deseaba tanto que estuviese viva que mi mente sustituyó la realidad por mi deseo más ferviente. Ambas versiones salieron en medio de la confusión del primer interrogatorio con Zorrita.
– Ya sabes que éste es el quid de tu caso -dijo Falcón-. Los errores que he encontrado son pequeños: lo de que Marisa te revisó los bolsillos, lo de que llevó la voz cantante en la riña con Inés en los jardines Murillo y lo de que te quemó el pie para despertarte. Estas cosas no son nada en comparación con tu declaración grabada, en la que afirmas que entraste solo en el piso cerrado con dos vueltas de llave, viste a Inés viva, perdiste el conocimiento y luego la encontraste muerta. Tu turbación interior y toda esa chorrada de la satisfacción del deseo no tienen nada que hacer al lado de esos hechos contundentes.
Calderón volvió a fumar concentradamente. Se rascó el pelo ralo y torció el ojo izquierdo.
– ¿Y por qué crees que la clave es Marisa?
– Lo peor que podía ocurrir en aquel momento de nuestra investigación sobre el atentado era que nuestro juez de instrucción, y nuestra imagen más fuerte ante los medios, fuese detenido por el asesinato de su mujer -explicó Falcón-. Al perderte a ti, descarriló todo el proceso. Si tu caída en desgracia era planificada, entonces Marisa fue un factor crucial en su ejecución.
– Hablaré con ella -dijo Calderón, asintiendo, con las facciones endurecidas.
– No vas a hablar con ella -dijo Falcón-. Hemos cancelado sus visitas. Estás demasiado desesperado, Esteban. No queremos que reveles nada. Lo que tienes que hacer es desbloquear tu mente e intentar averiguar algún detalle que me ayude. Y sería aconsejable que te ayudase algún profesional.
– ¡Ah! -dijo Calderón, comprendiendo al fin-. El loquero.
Capítulo 4
Puticlub, Estepona, Costa del Sol. Viernes, 15 de septiembre de 2006, 14-35.
Leonid Revnik seguía sentado en la mesa de Vasili Lukyanov en el club, pero esta vez esperaba noticias de Viktor Belenki, su número dos. Cuando Revnik tomó el control de la Costa del Sol después de que la policía hubiese organizado la Operación Avispa en 2005, encargó a Belenki la dirección de las empresas de construcción, a través de las cuales blanqueaban lo recaudado con el tráfico de drogas y la prostitución. Belenki tenía el barniz adecuado de empresario apuesto de éxito y además hablaba español fluido. Sin embargo, el barniz era del grosor de un traje caro, pues Viktor Belenki era un tipo rudo y violento con prontos de ira tan incandescente que hasta los esbirros más psicopáticos de Revnik le tenían miedo. Belenki también podía ser muy agradable y sumamente generoso, sobre todo si la gente hacía lo que él quería. Esto significaba que había desarrollado buenos contactos en la Guardia Civil, algunos de los cuales tenían gruesos fajos de euros de Belenki escondidos en sus garajes. Leonid Revnik esperaba que Belenki pudiese decirle dónde habían acabado el dinero y los discos que Lukyanov había robado de la caja fuerte del puticlub. Iba por el tercer cigarro del día. La caja fuerte vacía seguía abierta. El aire acondicionado estaba estropeado y él tenía un calor desagradable. Sonó el móvil encima de la mesa.
– Viktor -dijo Revnik.
– He tardado en obtener esta información, porque está fuera de la zona normal de jurisdicción de mi contacto -dijo Belenki-. Los guardias civiles que acudieron al lugar del accidente eran de una ciudad cercana a Sevilla llamada Utrera. Cuando encontraron el dinero, llamaron a la Jefatura de Policía en Sevilla y, como estaba claro que no era un viejo cualquiera que había muerto en un accidente de coche, pidieron instrucciones al máximo responsable: el comisario Elvira.