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Los cañones de la fortaleza de El Morro se entretuvieron durante el día siguiente en practicar ejercicios de tiro sobre el maltrecho casco del desgraciado navío hasta conseguir convertirlo en un montón de astillas, mientras los tiburones de los alrededores disfrutaban de un hermoso banquete de piratas borrachos, que se arrojaban al agua enloquecidos, tratando de escapar del impacto de las bombardas.

Fue entonces cuando el pelirrojo Oberlus comprendió cuánto podía esperar de sí mismo y de su capacidad de resistencia al miedo, aguantando imperturbable, en la última de las sentinas y con el agua al pecho, andanada tras andanada de fuego, explosiones y muerte, íntimamente convencido de que ni el mar ni los cañones podrían con él.

Protegido por la oscuridad, nadó luego entre los escualos que apenas le rozaron, ganó tierra, atravesó la isla, y en Mayagüez robó una barca con la que bordeó las costas de la Dominicana hasta el seguro refugio de La Tortuga, al norte de Haití.

Allí mató a un negro, y a los pocos meses comenzó a crecerle una barba rojiza, enmarañada y rala, que acentuó en su rostro aquella fealdad repelente, furibunda y temible, que espantaba a los niños, hacía volver la cara, asqueadas, a las mujeres e inquietaba a los hombres, incapaces de sostener de frente su mirada.

— Pareces una iguana… — aventuró un sueco a bordo de un tercer ballenero, y aunque de un navajazo le desfiguró la nariz, el apodo arraigó desde entonces entre la marinería, y no quedó barco, puerto, prostíbulo o taberna en el que no se le conociera en adelante por el sobrenombre de la Iguana Oberlus, el más espantoso engendro humano que surcara los mares sobre algo que flotara.

Tantas fueron las burlas y desprecios, y tanta la repulsión y el horror que despertaba a su paso, a partir del día en que un cuchillo más rápido que el suyo le dejó una espantosa cicatriz que le afectaba un ojo — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» —, que una tarde de julio, cuando el Old Lady II cargaba tortugas gigantes frente a la solitaria isla de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, o Islas Encantadas, la Iguana Oberlus se sintió incapaz de soportar por más tiempo la presencia de unos seres a los que aborrecía, y decidió quedarse allí, náufrago voluntario y eremita sin credo, a convivir para siempre con focas, albatros y lagartos.

Y ahora, cuatro años más tarde, podía sentarse en calma, en los atardeceres, a contemplar su reino: un islote rocoso y desolado, sin un árbol capaz de brindar una sombra decente, sin arroyo ni fuentes; corte de amor y escandaloso nido de todas las aves marinas del Pacífico, dormitorio de lobos marinos que sesteaban por cientos en cada cala, cada playa, y aun en las cumbres de los acantilados, de los que súbitamente se lanzaban al mar en inconcebibles saltos.

No era mucho en verdad y lo sabía, pero al menos allí, en Hood o La Española, nadie venía a gritarle que era un monstruo, un «hijo del Averno», la encarnación, tangible, del mismísimo Diablo.

Y eso era más de lo que la Iguana Oberlus había tenido nunca.

Amontonadas como uvas de un racimo demasiado compacto, las iguanas marinas — de un negro sucio y amenazante cresta espinosa — se pisoteaban, molestándose y riñendo por un centímetro de la áspera roca lamida por el mar, en un absurdo gregarismo sin explicación lógica alguna, puesto que a menos de cinco metros de distancia, otra roca, igualmente áspera e igualmente batida por el mar, aparecía solitaria por completo.

Jamás pudo entender, pese a sus años de observarlas, por qué ese desmedido afán por compartir un espacio que ni siquiera era el mismo cada día, y por qué, de improviso, cuando comenzaba a descender la marea, absolutamente todas las iguanas marinas de una determinada roca se ponían en movimiento al unísono y se arrojaban juntas al mar, a pastar en los profundos campos de algas, entre las que las perseguían, ávidos, los insaciables tiburones.

Casi una hora más tarde regresaban de igual modo, en tropel, y eran las primeras las que elegían — al azar — el nuevo emplazamiento que constituiría, a partir de ese momento, motivo de disputa.

Resultaba estúpido en verdad, el comportamiento de aquellos horripilantes seres de mirada vidriosa, inexpresiva y glauca, que contrastaba con la viveza de los ojos de las iguanas de tierra, individualistas, astutas, casi domésticas, y de vivos colores.

Muchas veces se había preguntado la razón de semejantes diferencias en especies que fueron sin duda en sus inicios semejantes, y por qué unas eligieron alimentarse de algas y afrontar a los escualos, al tiempo que las otras se decidían por los espinosos cactus de tierra adentro, o las diminutas plantas multicolores y los líquenes que el rocío de la noche hacía crecer aquí y allá, entre la agreste lava oscura.

Aborrecía a las iguanas de mar, indigeribles y obtusas, a la par que amaba la gracia patosa de sus primas de tierra cuando acudían a comer en su mano, alzada la cabeza y erecto el rabo, apreciando su carne, blanca y jugosa, tierna y aromática, más sabrosa que la más sabrosa gallina de taberna irlandesa.

Y a menudo pasaba horas contemplando indistintamente a unas y otras, buscando en ellas rasgos de su propio rostro, rasgos que volvía a buscar más tarde en los charcos que dejaba el mar entre las rocas, preguntándose por qué extraño capricho del Creador, la Naturaleza le había castigado con semejante aspecto.

¿Tendrían razón acaso los chiquillos que en la calle le gritaban que su madre había tenido trato carnal con el demonio? ¿Podría alguien ser realmente hijo de Lucifer, y vivir como cualquier otro ser mortal sobre la Tierra?

Años atrás, al regresar de la isla de La Tortuga y desembarcar en tierra haitiana, una vieja hechicera había interrumpido súbitamente su ceremonia vudú haciendo callar a los cantantes y detenerse a los bailarines al verlo aparecer. Se arrojó a sus pies, obligando a los demás a que la imitaran, pues según aseguraba entrecortadamente en su pintoresco francés de negra nacida en las costas africanas, el hombre blanco, contrahecho y pelirrojo que acababa de penetrar en su choza, no era otro que la imagen viva del hijo de la diosa Elegbá, tal como se le aparecía, cada noche, cuando las drogas la sumían en un profundo trance.

Huyó de allí y de la adoración de los haitianos, pero años más tarde, uno de ellos, menos histérico aunque igualmente convencido de la autenticidad de sus creencias, le inició en los profundos misterios de una fe que ya era vieja en Dahomey en los tiempos en que un carpintero judío predicaba a orillas del lago Tiberiades, y que preconizaba la existencia de «muertos — vivientes», a los que un iniciado podía devolver al mundo con el consentimiento de Elegbá, para convertirlo en esclavo que obedeciera hasta el más escondido de sus deseos.

— Los que van al infierno no tienen derecho alguno — afirmaba el negro —. Ni aun a su propia muerte, y, por lo tanto, Elegbá se los entrega como siervos a quienes le demuestran un amor sin límites. Si un día, tu sumisión y tus sacrificios son lo suficientemente gratos a sus ojos, te concederá un «muerto — viviente», un zombie, para que sea tu esclavo en este mundo y en el otro.

— ¿Y no podría Elegbá concederme un nuevo cuerpo y un nuevo rostro…?

El viejo negro — había olvidado su nombre aunque tal vez fuera el de Messiné o Mesriné, había meditado largamente su respuesta, tal vez buscando en lo más profundo de sus recuerdos.

— Una vez — admitió al fin, aunque no podía considerársele realmente seguro de sí mismo — una muchacha se enamoró de un blanco, y le rogó a Elegbá que la volviese blanca a ella también. Tanto suplicó y tantos gallos sacrificó, que la diosa escuchó sus deseos, por lo que pudo casarse con su amado, que la llevó a Francia ignorando su auténtica procedencia. Pero una vez allí, y tras un par de años de felicidad, la muchacha dio a luz un niño idéntico a su abuelo, negro y fuerte, y esa misma noche, el marido, creyendo que le había engañado con un esclavo, la mandó matar. Ya muerta volvió a ser negra, pero allá en Francia nadie pareció comprender el prodigio ni los milagros de Elegbá, y se apresuraron a decir que tenía la peste, por lo que quemaron su cuerpo… Y el de su hijo con ella — se encogió de hombros fatalista —. Tal vez tú tengas más suerte — concluyó.