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Siempre fue, desde muy joven, primer arponero de su barco, el más fuerte y el más certero; el más osado y también el más inteligente a la hora de ordenar la ciaboga o alzar los remos a la espera de que la gran bestia apareciera al fin surgiendo de las profundidades, y se sentía orgulloso de no haber perdido, con los años, su potencia.

Cada día, tras el recorrido matinal por las costas de oriente, descendía a la playa y se dedicaba, durante más de dos horas, a mantener su brazo en forma haciendo volar el pesado arpón a treinta metros de distancia, para enterrarlo, hasta el mango, en un montículo de arena.

Otras veces, prefería acechar entre las rocas a los confiados tiburones, cuyos dientes utilizaría más tarde como cuchillas o puntas de flecha con las que capturar a otros peces menores, y le excitaba la lucha con los escualos, casi tanto como le excitó en su día enfrentarse desde una frágil barca a las ballenas y cachalotes.

Era una vida dura aquella de ballenero, pues a cada hora de peligro y entusiasmo seguían a menudo semanas de tediosa espera soportando calores agobiantes, calmas chichas, terribles tormentas y el insufrible hedor del barco, una fetidez que se metía en la sangre, impregnaba la piel, y hacía que, una vez en tierra, ni las más repugnantes y miserables prostitutas quisieran tener tratos con él.

Monstruoso, contrahecho, harapiento y apestando a grasa de ballena, no resultaba en absoluto extraño que ni en el más hediondo burdel del más olvidado puerto, ninguna mujer hubiera accedido jamás a hacer el amor con el primer arponero del Old Lady II, ya que para colmo de males, cuando tocaban tierra, la Iguana Oberlus solía haber perdido tiempo atrás, a los dados, todo su salario.

Lógico resultaba, por tanto, que, hasta aquel momento, la Iguana Oberlus no conservara un solo recuerdo amable de su paso por la vida.

Había dejado transcurrir la noche ofreciendo sacrificios a Elegbá, escogiendo en esta ocasión una gran tortuga terrestre, una de aquellas gigantescas galápagos que daban nombre a las islas, y cuyos inmensos caparazones le servían más tarde para recoger el agua de lluvia cuando sus burdos aljibes rebosaban.

Una luna inmensa le había iluminado extrayendo reflejos plateados del mar y las húmedas rocas, y bajo su resplandor — casi diurno — se entregó a cada vez más complicados ritos, martirizando a la pobre bestia, emborrachándose con aguardiente de cactus, y maldiciendo como un poseso al comprobar que la tortuga no parecía sufrir aunque le clavara el largo cuchillo una y otra vez y la cortara en trozos.

Cuando al fin le cercenó de un tajo la cabeza y ésta cayó al suelo, comprobó, asombrado, que aún intentaba morderle, y lo intentaría durante casi media hora, al tiempo que, por su parte, el cuerpo continuaba viviendo, y palpitando el corazón, que seguiría palpitando, con casi absoluta normalidad, durante más de una semana.

Era aquélla la razón por la que los balleneros acudían desde todos los puntos del globo a cargar galápagos gigantes al archipiélago de Las Encantadas, puesto que no podía encontrarse en parte alguna carne de mejor calidad, que fuera capaz de conservarse además, viva y fresca, durante toda una larguísima travesía.

Una galápago adulta conseguía sobrevivir a bordo más de un año sin comida ni agua, merced a su lentísimo metabolismo, y se la podía ir cortando en pedazos, según las necesidades del cocinero, sin que muriera ni aparentase sufrir dolor alguno. En ocasiones, los más crueles grumetes se entretenían en arrancarles el cerebro — de tamaño apenas mayor que un guisante — permitiendo que anduvieran de un lado a otro por cubierta durante largos meses.

Por todo ello, y conociéndolas como las conocía, pasada la medianoche la Iguana Oberlus, tinto en sangre y con la mente más que nublada por el alcohol, arrojó a un lado el cuchillo y se dejó caer contra una roca, convencido de que la diosa Elegbá no debería haberse conmovido en absoluto por su fatigoso esfuerzo y el sacrificio de un animal al que podía considerarse en realidad casi una planta.

Bebió hasta agotar las últimas gotas del explosivo brebaje que él mismo se preparaba, cerró los ojos vencido por el sueño y el agotamiento, y cuando horas después los abrió de nuevo, lo vio allí, de pie ante él, alto, fuerte, semidesnudo y negro como el azabache; el más perfecto de los «muertos — vivientes» que imaginar cupiera; la dádiva que había venido suplicando a Elegbá durante casi cuatro largos años.

En un principio, le costó admitir que no continuara siendo un sueño más, y agitó varias veces la cabeza tratando de alejar los efectos de la borrachera, pero, pese a que abrió y cerró los ojos varias veces, el «zombie», se mantuvo allí, fantasmagóricamente iluminado por una luna que casi se recostaba ya en el horizonte.

Se puso en pie, giró lentamente en torno al negro, admirando su fuerza y su porte, y alargó al fin la mano para palpar sus músculos, y cerciorarse de que en verdad se encontraba allí, ante él, y pese a estar muerto continuaba siendo de carne y hueso.

— Eres fuerte y hermoso… — musitó roncamente, casi para sí mismo —. Podrás trabajar día y noche, y no tendré que darte ni siquiera comida… — se detuvo frente a él y le miró de cerca, comprobando satisfecho por la inexpresividad de su rostro que no se sentía en absoluto impresionado por su fealdad —. Eres muy hermoso… — repitió —. Un hermoso regalo de Elegbá.

No obtuvo respuesta, porque, según la leyenda, los «zombies» no hablaban, y tan sólo se les permitía abandonar los cementerios para trabajar para sus amos, sin una voz, sin un lamento, incansables, sufridos e indestructibles, armados tan sólo por la fuerza «divino — demoníaca» de Elegbá, la diosa negra que reinaba, desde el comienzo de los tiempos, en lo más profundo de las selvas dahomeyanas.

— ¡Ven…! — ordenó luego autoritario, feliz de que alguien, al fin, tuviera que escucharle, obedecerle, y soportar su presencia sin mostrar desprecio o repugnancia —: ¡Ven…! ¡Sígueme…!

El «muerto — viviente» se puso en movimiento, como un autómata, y su paso era lento, pesado, un tanto inseguro y bamboleante, como el de los marineros poco acostumbrados a pisar tierra firme, o el de un ser que hubiera permanecido siglos inmóvil en el fondo de una fosa.

El paso de Oberlus, por el contrario, se hizo pronto rápido y nervioso, habituado como estaba a los accidentes del suelo volcánico de la isla, saltando de una roca a otra como una cabra animada de una extraña vitalidad, exultante de alegría, y ansioso por que llegara un nuevo día cuya luz le permitiría comprobar, en el primer charco del camino, si Elegbá había escuchado también sus súplicas de proporcionarle un nuevo rostro.

Trepó por una empinada ladera de rocas sueltas, espantó a una familia de cormoranes que alzó el vuelo para alejarse mar adentro, y se sentó a aguardar a su esclavo, que ascendía pesadamente tras sus huellas.

La luna comenzaba a perder su fuerza, desdibujándose, y muy pronto el alba se apoderaría rápidamente de las islas, anunciando la inmediata presencia de un sol amarillo rabioso que se dispararía hacia arriba desde la línea del horizonte, como si se tratara de una gigantesca pelota arrojada al aire por un niño ciclópeo.

— Me gustaría saber qué atrocidades cometerías en vida, para que, mientras tu alma se quema en los infiernos, ni siquiera tu cuerpo tenga derecho al descanso de la muerte — comentó Oberlus cuando el negro llegó a su altura y se detuvo, resoplando, frente a él —. Pero aunque nunca llegue a saberlo, me alegra todo cuanto hicieras, pues de este modo, Elegbá me ha proporcionado un esclavo tan fuerte como tú… ¡Vamos..! — le apremió poniéndose de nuevo en pie —. Pronto amanecerá y quiero ver cómo trabajas…