Lo observaron.
— Tocaremos tierra con la caída de la tarde — prometió la Iguana.
— ¿Qué vas a hacer conmigo?
La miró sin interés.
— Te dejaré marchar… — replicó al fin —. Si te diriges al norte, bordeando la costa, pronto o tarde encontrarás gente… — Hizo una pausa —. Puedes llevarte parte del dinero y las joyas… Son robadas y tú sabrás si te conviene contar tu historia o callar para siempre… — Se encogió de hombros —. No me importa lo que hagas, porque para ese entonces yo ya habré cruzado las montañas adentrándome en la selva… Allí nadie irá a buscarme…
— Siempre me asombras.
— No trato de asombrarte… — replicó —. Únicamente trato de conservar la vida, y no tengo más ganas de matar, aunque ya no signifiques nada para mí… Nadie significa nada, porque para obtener de una mujer lo que he obtenido de ti, creo que lo mejor es seguir solo… — Agitó la cabeza —. No quiero tener que enfrentarme de nuevo al dilema de matar o no a un niño… No quiero engendrar monstruos, ni abrigar absurdas ilusiones mintiéndome a mí mismo al imaginar que una mujer puede llegar a amarme… Quizá tú eras lo que faltaba para que me sintiera capaz de asumir la plena realidad de quién soy, y ya lo he hecho… — Se encogió de hombros —. Viviré bien en la selva… Será un cambio; un nuevo aprendizaje, una lucha distinta en la que tendré que probarme otra vez a mí mismo, día tras día… — Sonrió y a punto estuvo de hacerlo casi agradablemente —. ¡Venceré…! Venceré, porque yo, Oberlus, la Iguana, siempre venzo…
Aferró los remos, y se enfrentó una vez más al mar que ya no era ilimitado.
Largas, mansas, perezosas, las olas rompían sin furia ni fuerza contra una interminable playa; olas sin ánimo de lucha, pero capaces por su tamaño y por el entrechocar de sus corrientes de hacer zozobrar una embarcación en un momento dado, y Oberlus lo advirtió cuando se encontraba ya muy cerca de la costa.
— ¡Sujeta el timón…! — ordenó —. Mantén siempre las olas a popa, porque si nos toman de través nos voltearán y las corrientes son aquí muy traidoras… — se escupió en las manos desolladas dispuesto para el último y definitivo esfuerzo —. ¡Vamos allá! — exclamó —. Si haces lo que te digo, pronto estaremos en tierra…
Comenzó a remar y remar y remar, impulsando cada vez más aprisa la ballenera, confiriéndole la velocidad que necesitaba para que la primera ola la tomase en su cresta lanzándola hacia adelante aún más rápidamente, y a esa ola siguió otra, y entre ambas Oberlus no cesó ni un instante de bogar, mientras Niña Carmen se aferraba con fuerza a la caña del timón, y así, mar y hombre, unidos, condujeron la embarcación hasta el comienzo de la arena.
En el momento en que parecía que la proa iba a clavarse en ella, la Iguana Oberlus saltó ágilmente al agua, tomó el largo cabo sujeto a proa y corrió hacia tierra con el agua a media pierna, resoplando y gruñendo porque la mojada soga le desollaba el hombro.
Tiró luego con fuerza; una fuerza que parecía nacerle de las mismísimas entrañas, y aprovechó al fin el impulso de una nueva ola para varar en seco, a salvo, la pesada y ya maltrecha ballenera.
Tan sólo entonces se dejó caer sobre la arena, rendido y agotado, pero feliz por su victoria.
Cerró un instante los ojos, tomó aliento aguardando a que el corazón se le serenara, y cuando alzó de nuevo el rostro descubrió, en pie frente a él, apuntándole con una pesada pistola ya amartillada, a Niña Carmen.
La observó unos instantes antes de inquirir conservando sin embargo la calma
— ¿Vas a matarme ahora…? ¿Ahora que hemos llegado y estás a salvo?
Ella asintió con un leve gesto de cabeza:
— Este es el momento de matarte… — dijo —. Cuando hemos llegado, y estoy a salvo… — Hizo una pausa —. Pero antes dime una cosa… ¿Era niño o niña…?
La Iguana Oberlus se encogió de hombros:
— No lo sé… — aseguró, y no mentía —. Únicamente le miré a la cara.
Sonó un disparo y cayó de espaldas con el pecho atravesado por una pesada bala.
Carmen de Ibarra — ya nunca sería para nadie Niña Carmen, y ni tan siquiera Carmen de Ibarra — regresó a la embarcación, recogió el saco de las joyas y un barrilete de agua, y se alejó, playa adelante, siempre hacia el Norte, sin volver, ni una sola vez, el rostro.
Tumbado sobre la arena, clavando en ella las manos para no gritar, la Iguana Oberlus la contempló largamente, mientras caía la noche y las últimas aves marinas regresaban mansamente a sus nidos.
•
La Iguana Oberlus no murió en aquella playa.
Capturado, malherido, por las autoridades de la ciudad de Paita, en Perú, fue juzgado por la muerte de un desconocido en las rocas del islote de Hood; muerte de la que habían sido testigos ochenta marineros ingleses, ninguno de los cuales acudió a testificar.
Sospechoso, además, de innumerables atrocidades que no se le pudieron probar, se dictó auto de detención, ingresando en prisión a la espera de la comparecencia de la única persona que podía atestiguar en su contra: Carmen de Ibarra.
Encerrado en una profunda y oscura mazmorra de dos metros cuadrados de superficie, en la que ni siquiera podía erguirse por completo, quedó por tanto a la espera de la aparición de Niña Carmen.
Olvidado por la justicia de los seres humanos contra los que siempre luchó, la Iguana Oberlus, aquel engendro; aquel genio del mal; aquel espíritu indomable, sobrevivió en semejante agujero sin que nadie volviera a ver su rostro, hasta que murió, de viejo, treinta y dos años más tarde.
LANZAROTE, ENERO 1982