Como si, en lugar de aplacarle, eso le aguijoneara aún más, Oberlus tironeó de la cadena y avivó el paso, arrastrando a su víctima casi a cuatro patas durante un centenar de metros, para adentrarse luego por una profunda cañada que dividía en dos la parte más oriental de la isla.
Cuando al fin se detuvieron ante la boca de una pequeña cueva, amarró con fuerza las piernas de su cautivo, convirtiéndole en una especie de fardo incapaz de realizar por sí mismo un solo gesto, lo amordazó con un jirón de su propia camisa, y le obligó a rodar hasta el fondo de la oquedad, donde quedó tendido boca abajo, como un guiñapo tembloroso.
— Si intentas escapar, vuelvo y te corto en pedazos — fue todo lo que dijo, antes de disimular con rocas y ramas la entrada de la gruta.
Cuando se sintió satisfecho de su tarea, convencido de que nadie conseguiría nunca descubrir el escondite, se alejó a toda prisa, trepó hasta la cumbre del acantilado, y acechó desde allí, oculto entre la maleza, las idas y venidas de los restantes miembros de la tripulación.
Hacia el mediodía, los cuatro hombres, que llevaban largo rato junto a la lancha, comenzaron a inquietarse por la tardanza de su compañero, y al inicio de la tarde se desparramaron por la isla, gritando a pleno pulmón.
Faltaba una hora para el oscurecer cuando se les unieron diez o doce hombres más, que pasaron la noche acampados en la playa en la que encendieron grandes hogueras, intentando sin duda orientar al desaparecido, pero al anochecer del segundo día debieron de perder toda esperanza, convencidos de que había muerto, o tal vez se ocultaba intentando desertar voluntariamente, y con las primeras sombras, el Monterrey levó anclas, largó todo su trapo y se alejó, cabeceando, rumbo al Sur.
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— ¿ Cómo te llamas?
— Sebastián.
— ¿Sebastián qué?
Se diría que la pregunta le tomaba de sorpresa y tenía que meditarlo, como si no estuviese acostumbrado al hecho de que alguien se interesase por su apellido.
— Sebastián Mendoza… — dijo al fin.
— ¿Dónde naciste?
— En Valparaíso.
— Conozco Valparaíso… ¿Cuántos años tienes?
— No lo sé.
— Yo tampoco he sabido nunca los míos… ¿Qué hacías en el barco…?
— Era ayudante del cocinero y camarero del capitán.
— ¡Bien…! ¡Muy bien…! Eso está bien… — los labios de Oberlus se distendieron en lo que quería ser una sonrisa que afeaba aún más su rostro —. Aquí serás mi cocinero, mi criado y mi esclavo… ¿Has comprendido…? Mi esclavo.
— Yo soy libre. Nací libre, mis padres eran libres y siempre seré libre…
— Eso sería fuera de esta isla… — fue la respuesta, fría y seca —. Ahora te encuentras aquí, en Hood, la «Isla de Oberlus» como se llama ahora, y donde no existe más ley que la mía.
— ¿Te has vuelto loco?
— Si repites eso, te corto un dedo… — le advirtió seriamente —. Y otro, cada vez que hagas o digas algo que no me agrade… — su tono de voz denotaba a las claras que estaba convencido de lo que aseguraba —. Y te cortaré un pie o una mano, si la falta es más grave… Pienso imponer una rígida disciplina, y la impondré a mi modo.
— ¿Con qué derecho?
Oberlus le miró como si en verdad le costara trabajo comprender lo que pretendía con semejante pregunta, pero tras cavilar un instante replicó en idéntico tono:
— Con mi propio derecho, que es el único que reconozco… — puntualizó —. Con el derecho que habéis tenido a la hora de humillarme, despreciarme, ofenderme y apalearme desde que tengo uso de razón… — hizo una corta pausa y le miró fijamente con odio —. Siempre habéis asegurado que soy un monstruo, y tanto lo repetíais, que terminé por esconderme aquí, en esta roca pelada… — tomó aliento fatigado por una larga parrafada a la que no estaba en absoluto acostumbrado —. Pero me cansé de eso… Si soy distinto para vosotros, también lo sois vosotros para mi…
— ¿Y qué tengo yo que ver con todo eso…? — protestó el chileno —. ¿Qué culpa tengo de cuanto te ha ocurrido, si no te conocía…?
— La que tenéis todos… ¡Mírame…! — ordenó obligándole a alzar el rostro a base de tomarle bruscamente por el mentón —. Mírame a la cara… Es fea, ¿verdad? Mira esta cicatriz de la mejilla, y esta mancha, roja y peluda… Y mira mi espalda, mis piernas torcidas, y mi mano izquierda inútil, que parece una garra… — sonrió —. Veo que no puedes disimular tu asco… ¡Te repelo…! Pero ¿tengo yo la culpa de haber nacido así? ¿Pedí acaso que me proporcionaran este aspecto…? ¡No! Pero ni uno solo entre vosotros me ha demostrado nunca comprensión, afecto o simpatía.. ¡Ni uno solo…! ¿ Por qué tengo yo entonces que comportarme de otro modo…? Ahora me toca a mí. Serás mi esclavo, harás cuanto te ordene, y a la menor queja que tenga de ti, seré tan duro, que juro que te arrepentirás de haber nacido… Te encadenaré los pies y trabajarás de sol a sol. Te estaré siempre vigilando aunque tú no me veas, y cuando caiga la noche tendrás que dormir donde quiera que te sorprenda, porque si te descubro moviéndote en la oscuridad, te cortaré los huevos… ¿ Está claro?
Sebastián Mendoza perdió dos dedos de la mano izquierda — los mismos que su «amo» tenía atrofiados — antes de llegar al convencimiento de que no podía permitirse el menor error, y tenía que obedecer al instante y sin la menor vacilación, las órdenes que recibía.
Oberlus se los amputó uno tras otro, con un intervalo de unos quince días, sin sadismo, pero sin ningún tipo de vacilación tampoco, colocándoselos sobre una piedra, para cercenarlos de un seguro machetazo, y cauterizar al instante la herida con la hoja de un cuchillo al rojo vivo.
Mendoza se desmayó de dolor en ambas ocasiones, sufrió calenturas y vértigos por dos días, pero al tercero tuvo que ponerse en pie nuevamente dispuesto a trabajar doce horas si no quería arriesgarse a quedar inútil por completo en pocos meses.
El miedo de un principio se convirtió con el tiempo en un terror irrefrenable, acentuado por el hecho de que, a menudo, transcurrían semanas sin distinguir a su captor, pese a que continuamente percibía su amenazante presencia en derredor.
Dónde se ocultaba o cómo se las ingeniaba para trasladarse de un lado a otro sin delatar su paso pero haciéndole comprender al propio tiempo «que estaba allí», vigilándole, era algo que escapaba a la inteligencia del chileno, pero lo cierto era que la Iguana Oberlus se deslizaba como una sombra o un ente invisible, y más de una noche, Sebastián Mendoza despertó sobresaltado, convencido de que le observaba mientras dormía, como si su horrendo enemigo tuviera la propiedad de ver, como los gatos, en las tinieblas.
Intentaba no llorar, sin conseguirlo, y con las primeras sombras, cuando tenía que dejarse caer en cualquier parte, con buen tiempo o con lluvia, con calor o con frío, no conseguía evitar que amargas lágrimas de miedo, soledad e impotencia, corrieran por sus mejillas, sintiéndose más desamparado y solo que el más asustado de los niños.
Transcurrieron así dos largos meses, y ya los últimos albatros gigantes habían abandonado la isla, rumbo al sur, cuando por ese mismo sur hizo su aparición el desplegado y altivo velamen de un navío de alto bordo.
Fue Oberlus el primero en divisarlo desde su atalaya de los acantilados de barlovento, y casi de inmediato acudió en busca de su prisionero, que cavaba la tierra, y enlazándole por el cuello con la cadena, le obligó a seguirle a las alturas sin consentir que se separara de su lado un solo instante.
Juntos observaron cómo el navío enfilaba directamente hacia la isla, dispuesto al parecer a rodearla y buscar el seguro refugio de su ensenada norte, admirándose de la esbelta línea y el espléndido velamen que le confería un elegante aspecto de inmensa gaviota que rozase apenas la superficie de las aguas.