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— Es el Virgen Blanca… — señaló Mendoza —. Cubre la ruta Valparaíso-Panamá, pero resulta extraño que navegue tan apartado de su rumbo… Tal vez sea por culpa de los piratas… Dicen que el Flaco Bulois anda por estas aguas.

— Un día vi su barco, el Altar Mayor… — admitió Oberlus —. Fondeó en la ensenada, cargaron tortugas y se emborracharon en la playa… Por lo que pude oír, se dirigían a San Salvador, al norte del archipiélago… Aquélla es una isla grande y agreste, con buenos escondites y calas muy cerradas, pero sin gota de agua. Un desierto de roca… — Agitó la cabeza —. No me gusta ese Bulois… Fue antes cura que pirata, y odio a la gente que cambia de ideas de ese modo.

— Canta misas negras sobre el cuerpo desnudo de una puta, haciendo que el coño le sirva de sagrario… Si lo atrapan no le bastará con la horca… Quieren quemarlo vivo.

La Iguana Oberlus se volvió a mirarle fijamente, con aquellos inquietantes ojos suyos que a menudo parecían querer escapar de sus órbitas.

— ¿Por qué habrían de quemarlo vivo…? — inquirió roncamente —. Cada cual puede decir misa como quiera, y adorar a quien le venga en gana y como mejor le parezca. ¿Quiénes son los curas o la Inquisición para decidir si un método es mejor o no que otro cualquiera…? Será Dios, si existe, o el Demonio, quienes decidan si nuestra forma de ofrecer sacrificios es grata o no a sus ojos.

Sebastián Mendoza, pobre mestizo chileno, nacido y criado en el justo temor de Dios y la Santa Madre Iglesia impuestos a sangre y fuego por los sacerdotes españoles, contempló a su verdugo, no ya con horror, porque desde el primer momento sentía ante su sola presencia un pánico irrefrenable, sino con auténtico asombro; un estupor difícilmente calificable, puesto que cuanto acababa de escuchar superaba las más inconcebibles herejías de que hubiera oído hablar a todo lo largo de su vida.

Dios, y «Yo el Rey», en ese orden — o a la inversa, pues ese detalle era algo en lo que curas y justicias nunca se mostraban de acuerdo —, constituían desde siempre los pilares básicos sobre los que se asentaba su mundo, y nadie, desde que él tuviera uso de razón, se había atrevido a poner en tela de juicio, en su presencia, la autoridad del uno, o los canales establecidos para adorar o ponerse en comunicación con el otro.

Pena de muerte en ambos casos, por la horca o la hoguera, constituían los castigos finales — tras toda una larga cadena de torturas — para quienes se alzaban, tan sólo de palabra, en contra del orden, y en el contexto de una existencia tan sencilla como la de Sebastián Mendoza, nadie se había arriesgado nunca a la hoguera o la horca por el simple capricho de exteriorizar sus convicciones.

— Te quemarían por eso… — señaló, seguro de lo que decía —. La Inquisición ha achicharrado a muchos por la mitad de lo que has dicho.

— Primero tendrían que atraparme… — le hizo notar —. Y nunca, nadie, volverá a ponerme la mano encima. De eso puedes estar seguro… ¡Vamos! — añadió —. Es hora de esconderte.

El Virgen Blanca había virado ya en la punta sudoeste de la isla, y enfilaba la costa de poniente arriando velamen a la busca del seguro refugio de la ensenada norte, y Sebastián Mendoza no tuvo más remedio que seguir a su captor con la sumisión de una vaca conducida al matadero, incapaz del más mínimo ademán que significara rebeldía, convencido como estaba de que aquel nefando ser decididamente inhumano sería muy capaz de cumplir su promesa y amputarle los dedos que le restaban, a la menor protesta.

Alcanzaron la cueva donde lo ocultó la primera vez, y se repitió la escena, pues Oberlus lo ató y amordazó convirtiéndolo de nuevo en un fardo al que deslizó al fondo, disimulando luego hábilmente la entrada con piedras y ramas.

Armado de su arpón y su largo cuchillo, descendió más tarde hasta la playa, se ocultó entre la maleza, y aguardó, paciente, a que la tripulación del Virgen Blanca desembarcara.

Fueron en esta ocasión tres las lanchas botadas, y grande fue su sorpresa y su excitación al distinguir las sombrillas y los multicolores vestidos de dos damas que descendían por la escala. Llegaron a tierra acompañadas por un caballero de noble porte y elegante vestimenta, y pronto, viéndolos pasear al borde del agua, dedujo que se trataba sin duda de un matrimonio pudiente y de su joven hija, apenas una adolescente de cabellos negrísimos y tez extremadamente pálida.

Tan ensimismado se encontraba en la contemplación de las idas y venidas de las primeras mujeres que veía en muchos años, que a punto estuvo de dejarse sorprender por un grupo de marinos que se adentraban en la isla a hacer aguada, por lo que tuvo que aplastarse en el último momento contra el suelo y contener incluso la respiración, cuando cruzaron a menos de tres metros de su escondite

Pudo escuchar por ello, con toda claridad, sus soeces comentarios en torno al abultado pecho de la muchacha, y a cuanto podría ocurrirle si sus atentos padres descuidaban un solo instante su vigilancia.

— ¡Pero si no tiene más que quince años…! — protestó uno de ellos.

— Es a los quince años cuando se esconde más fuego entre las piernas… — sentenció el más anciano, divertido —. Luego, el tiempo hace que esa hoguera se vaya consumiendo sin remedio.

Un tercero debió de responder algo jocoso que ya Oberlus no pudo captar, aunque sí le llegó con toda claridad la carcajada general que había provocado, y que se perdió luego en la distancia, cuando dejaron atrás el bosquecillo de cactus y se alejaron sin prisas ladera arriba.

Devolvió entonces su atención a las mujeres que habían tomado asiento en una roca y lo observaban todo a su alrededor con indudable curiosidad, mientras escuchaban las disertaciones del caballero, que parecía tratar de explicarles, con sumo lujo de detalles, las peculiaridades de la isla y sus extraños habitantes.

Resultaba patente que las damas se sentían atraídas por lo agreste del paisaje, su fiera belleza y lo insólito de su fauna, y en especial les llamaba poderosamente la atención la presencia de un rabihorcado, que a no más de diez metros de distancia, y ajeno por completo a ellas, inflaba como un inmenso balón su enorme buche de un bellísimo y brillante rojo violento, emitiendo furiosos y desesperados chillidos con los que trataba de atraer la atención de una delicada hembra que sobrevolaba una y otra vez su nido, indecisa en su elección pese a la perentoria llamada de su rendido enamorado.

Oberlus sabía — lo había visto miles de veces — que antes de oscurecer, la hembra bajaría a posarse junto al agotado galán, ya ronco y exhausto, pero resultaba evidente que, para los recién llegados, aquella fascinante danza amorosa que tenía lugar a unos metros apenas de rocas pobladas por cientos de iguanas marinas, focas, o tortugas gigantes, se convertía, realmente, en un espectáculo insólito y fascinante.

La joven, en particular, era la que más hechizada parecía por el misterio y el magnetismo de unas islas cuyo nombre más popularizado por entonces era el de «Las Encantadas», y cuando una enorme iguana de tierra, de erecta cresta y piel moteada de rojo y amarillo, acudió a olfatear el borde de su enagua con la pasividad de un perrillo faldero, se inclinó a acariciarle suavemente la cabeza, con tanta naturalidad como si estuviera jugando con un conejo de su jardín.

Iba cayendo la tarde mientras las barcas continuaban con su trajín del barco a tierra, y pronto resultó patente que la marinería se afanaba por alzar un campamento, mientras otros grupos de pasajeros — dos curas, un militar y cuatro o cinco caballeros de aspecto igualmente acomodado — desembarcaban sucesivamente, desparramándose por la isla, dedicados unos a sus rezos, otros a curiosear flora y fauna, y dos de ellos a bañarse desnudos en un alejado rincón de la ensenada.