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Tal como el Mono, siempre nos rebelamos, y no habrá paz ni humildad en nosotros hasta que seamos vencidos por la Diosa de la Misericordia, cuyas dulces flores arrojadas desde el Cielo nos harán caer. Y no aprenderemos la lección de verdadera humildad hasta que la ciencia haya explorado los límites del universo. Porque en la epopeya, el Mono se rebeló aun después de su captura y preguntó al Emperador de Jade en el Cielo por qué no se le daba un título más alto entre los dioses, y tuvo que aprender la lección de humildad mediante una apuesta final con Buda, o Dios Mismo. Apostó que con sus poderes mágicos podía ir hasta el fin de la tierra, y el premio era "El Gran Sabio, Igual al Cielo", o la sumisión completa en caso de perder. Saltó, pues, por el aire, y viajó con velocidad de rayo a través de los continentes, hasta que llegó a una montaña con cinco picos, que juzgó debía estar tan lejos que en ella jamás habían puesto pie los seres mortales. A fin de dejar prueba de que había llegado al lugar, orinó al pie del pico central, y satisfecho ya con su hazaña volvió y relató su viaje a Buda. Abrió entonces Buda una mano, y le pidió que oliera su propia orina en la base del dedo medio, y le dijo cómo durante todo ese tiempo no había salido siquiera de la palma de la mano. Sólo entonces logró humildad el Mono, y después de estar encadenado a una roca por quinientos años, fue libertado por el Abate y se unió a él en su peregrinación.

Al fin y al cabo, este Mono, que es imagen de nosotros mismos, es una criatura extremadamente simpática, a pesar de su vanidad y sus travesuras. Así deberíamos nosotros, también, ser capaces de amar a la humanidad a pesar de todas sus debilidades y defectos.

II. A LA IMAGEN DEL MONO

De modo que, en lugar de atenernos al criterio bíblico de que fuimos hechos a imagen de Dios, llegamos a comprender que estamos hechos a la imagen del mono, y que estamos tan alejados de Dios perfecto como, digamos, están alejadas las hormigas de nosotros. Somos muy hábiles, bien seguros estamos de ello; a menudo nos envanecemos un poco de nuestra habilidad, porque tenemos una mente. Pero llega el biólogo a decirnos que la mente, después de todo, es un progreso muy reciente, en cuanto atañe al pensamiento articulado,' y que entre las cosas que contribuyen a la factura de nuestra fibra moral tenemos, además de la mente, un juego de instintos animales o salvajes mucho más poderosos que aquélla y que son, en realidad, la explicación de que nos comportemos mal, individualmente o en nuestra vida de grupos. Podemos comprender mejor entonces la naturaleza de la mente humana que tanto nos enorgullece. Vemos, en primer lugar, que además de ser una mente comparativamente inhábil, es también una mente inadecuada. La evolución del cráneo humano nos demuestra que no es nada más que el ensanchamiento de una de las vértebras dorsales y que, por consiguiente, la función del cerebro, como la de la médula espinal, es esencialmente la de presentir el peligro," afrontar el ambiente externo y preservar la vida: no la de pensar. En general, esto de pensar se hace muy pobremente. Lord Balfour debería pasar a la posteridad sólo por haber dicho que "el cerebro humano es un órgano para buscar comida, tal como lo es el hocico de un cerdo". No llamo verdadero cinismo a esto, lo llamo solamente una generosa comprensión de lo que somos.

Comenzamos a comprender genéticamente nuestras imperfecciones humanas. ¿Imperfectos? Pues sí, pero el Señor no nos hizo jamás de otro modo. Mas no es éste el punto. El punto es que nuestros remotos antepasados nadaban y trepaban y se lanzaban de una rama a otra en la selva primitiva a la manera de Tarzán, o colgaban suspendidos de un árbol como monos, por un brazo o una cola (1). En cada etapa, esta actividad, considerada por sí misma, era casi maravillosamente perfecta, a mi modo de pensar. Pero ahora se nos pide que realicemos una tarea de reajuste infinitamente más difícil.

Cuando el hombre crea una civilización propia, se embarca •en un curso de desarrollo que biológicamente podría aterrorizar al mismo Creador. En cuanto se refiere a la adaptación a la naturaleza, todas las criaturas de la naturaleza son maravillosamente perfectas, porque ésta mata a las que no se adaptan perfectamente. Pero ahora ya no se nos exige que nos adaptemos a la naturaleza; se nos exige que nos adaptemos a nosotros mismos, a esto que se llama civilización. Todos los instintos eran buenos, eran sanos en la naturaleza;

en la sociedad, en cambio, llamamos salvajes a los instintos. Toda laucha roba -y no es más o menos moral por robar-, todo perro ladra, todo gato se escapa de noche y desgarra aquello en que pone sus uñas, todo león mata, todo caballo huye al ver el peligro, toda tortuga duerme las mejores horas del día, y todo insecto, reptil, ave y bestia reproduce su especie [8]en público. Ahora, en términos de civilización, toda laucha es ladrona, todo perro hace demasiado ruido, todo gato es un marido infiel, cuando no es un vándalo salvaje, todo león o tigre es un asesino, todo caballo un cobarde, toda tortuga perezosa y, finalmente, todo insecto, reptil, ave o bestia es obsceno cuando cumple sus naturales funciones vitales. ¡Qué transformación en masa de los valores! Y ésta es la razón por la cual nos sentamos a ponderar por qué nos hizo el Señor tan imperfectos.

III. DE SER MORTALES

Hay graves consecuencias producidas porque tenemos este cuerpo mortaclass="underline" primero, ser mortales; después, tener estómago, tener músculos fuertes y tener una mente curiosa. Estos hechos, debido a su carácter básico, influyen profundamente en el carácter de la civilización humana. Porque esto es tan evidente, que jamás pensamos en ello. Pero no podemos comprendernos ni comprender a nuestra civilización, a menos que veamos claramente estas consecuencias.

Sospecho que toda la democracia, toda la poesía y toda la filosofía nacen del hecho, dado por Dios, de que todos nosotros, príncipes y pobres por igual, estamos limitados a un cuerpo de tal alto y tal ancho y a una vida de cincuenta o sesenta años. En su conjunto, el arreglo es muy cómodo. No somos demasiado largos ni demasiados cortos. Por lo menos yo estoy satisfecho con un metro y sesenta de estatura. Y cincuenta o sesenta años me parecen un tiempo tan horriblemente largo; es, por cierto, cosa de dos o tres generaciones. Se halla todo arreglado de manera que cuando nacemos vemos a ciertos abuelos que mueren con el correr del tiempo, y cuando llegamos a abuelos vemos a otros chiquitines que nacen. Esto parece la perfección. Toda la filosofía de la cuestión está en el dicho chino de que "Un hombre puede poseer mil acres de tierra, pero duerme en una cama de dos metros". No parece que un rey necesitara más de dos metros y medio, a lo sumo, para su cama, y allí tendrá que ir a estirarse por la noche. Yo, por consiguiente, soy tanto como un rey. Y por rico que sea un hombre, raro es el que excede el límite bíblico de setenta años. Vivir después de esa edad significa, en China, ser llamado "antiguo-raro", por la frase china de que "es raro para el hombre vivir más de setenta años, desde los tiempos antiguos".

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[8] Es ésta la razón por la cual, cuando estamos en un columpio y vamos a hamacarnos hacia adelante después de haberlo hecho hacia atrás, sentimos un escozor en el extremo de nuestra columna vertebral, donde había anteriormente una cola. El reflejo está aún allí, y tratamos de tomarnos de algo con una cola que ya ha desaparecido.