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He pensado siempre que la Liga de las Naciones es una excelente Escuela de Lenguas Vivas, que se especializa en la traducción de idiomas modernos y da a los oyentes una práctica excelente, porque primero hace que un cabal orador pronuncie un perfecto discurso en inglés, y después de enterado así el auditorio del tono y el contenido del discurso, lo hace pronunciar en un francés fluente, infalible, clásico, por un traductor profesional, con entonación, acento y todo. En verdad, es mejor que la Escuela Berlitz; es una escuela notable para aprender idiomas modernos y la forma de hablar en público. Uno de mis amigos, por cierto, me informó que al cabo de seis meses en Ginebra se había curado de la costumbre del ceceo, que durante años le molestaba. Pero lo sorprendente es que aun en esta Liga de las Naciones, consagrada al cambio de opiniones, en una institución que no puede tener otro propósito que el de hablar, haya una discusión entre Grandes Habladores y Pequeños Habladores, pues los Grandes Habladores son los que tienen Grandes Puños y los -Pequeños Habladores son los que tienen Pequeños Puños, lo cual demuestra que todo este aparato es muy tonto, si no falso. ¡Como si las naciones con Pequeños Puños no pudieran hablar tan inteligentemente como las otras! Es decir, sí no queremos decir otra cosa que hablar… No puedo menos de pensar que esta creencia inherente en la elocuencia del Puño Grande pertenece a esa herencia animal de que he hablado. (No me gustaría emplear aquí el término "bruto", pero parece el más adecuado a este respecto.)

Es claro que el quid de la cosa reside en el hecho de que la humanidad está dotada de un instinto de charla así como de un instinto de pelea. La lengua, históricamente hablando, es tan vieja como el puño o como el brazo fuerte. La capacidad para hablar distingue al hombre de los animales, y la mezcla de palabrerío y golpes parece ser un rasgo peculiarmente humano. Esto parecería apuntar a la permanencia de instituciones como la Liga de las Naciones, o el Senado de los Estados Unidos, o una convención de comerciantes: todo lo que dé al hombre una oportunidad para hablar. Parece que los hombres estamos destinados a charlar a fin de encontrar quién tiene razón. Bien está eso: la charla es una característíca de los ángeles. El rasgo peculiarmente humano reside en el hecho de que charlamos hasta cierto punto, hasta que una de las partes de la discusión, aquella que tiene el brazo más fuerte, se siente tan incómoda o enfurecida -"la incomodidad conduce naturalmente al furor", dicen los chinos-, hasta que esa parte incómoda y por lo tanto enfurecida cree que esta charla ya ha durado bastante, golpea la mesa, toma a su adversario por el cuello, le da un puñetazo, y entonces mira a su rededor y pregunta al público, que es el jurado: "¿Tengo o no razón?" Y, como podemos verlo en cualquier café, el público responde invariablemente: "¡Tiene usted razón!" Sólo los humanos resuelven las cosas así. Los ángeles resuelven sus discusiones nada más que con la charla; los brutos resuelven sus discusiones con sus músculos y garra; los seres humanos son los únicos que los resuelven con una extraña confusión de músculos y charla. Los ángeles creen decididamente en la razón; los brutos creen decididamente en la fuerza; y sólo los seres humanos creen que la fuerza es la razón. De los dos, el instinto de charla, o el esfuerzo por descubrir quién tiene razón, es, claro está, el instinto más noble. Algún día deberemos charlar y nada más. Esa será la salvación de la humanidad. Por ahora debemos contentarnos con el método de café y la psicología de café. No importa que resolvamos una discusión en un café o en la Liga de las Naciones; en los dos sitios somos consciente y característicamente humanos.

He presenciado dos de esas escenas de café, o de casa de té, una en 1931-32, y otra en 1936. Y lo más divertido es que en estas dos refriegas hubo la mezcla de un tercer instinto, la modestia. En el asunto de 1931 estábamos en la casa de té y había una persona en discusión con otra, y nosotros, se suponía, éramos los jueces en el asunto. La acusación era por algo así como un robo de cierta propiedad. El tipo de brazo fuerte se sumó al principio a la discusión, pronunció un discurso para justificarse, habló de su infinita paciencia con su vecino: ¡cuánto refrenamiento, cuánta magnanimidad, cuánto altruismo de motivos en su deseo de cultivar el huerto del vecino! Lo gracioso fue que nos alentó a seguir con nuestra charla mientras escapaba subrepticiamente de la sala y completaba el robo plantando una verja en torno a la propiedad robada, para venir luego a pedirnos que fuéramos a ver si no tenía razón. Fuimos todos, vimos la verja que era llevada cada vez más al oeste, porque aun en ese momento estaban cambiándola. "Y bien, pues, ¿tengo o no tengo razón?" Dimos el veredicto: "¡No tiene razón!"… algo de insolencia hubo en nosotros al decir tal cosa. Entonces el tipo del brazo fuerte protestó que se le insultaba en público, que se lastimaba su sentido de la modestia, y se manchaba su honor. Enfurecido y orgulloso salió de allí, limpiándose el polvo de los zapatos con burlón desprecio, pensando que no éramos buena compañía para él. ¡Imaginad un hombre como ése creyéndose insultado! Por eso digo que el tercer instinto de la modestia complica las cosas. Luego la casa de té perdió buena parte de su reputación como lugar para la científica solución de disputas privadas.

En 1936 fuimos llamados a juzgar en otra discusión. Otro tipo de brazo fuerte dijo que pondría los hechos de la disputa ante nosotros, y pediría justicia. Oí la palabra "justicia" con un estremecimiento. Y le creímos, no sin cierta prevención, en cuanto a lo difícil de la situación y a nuestra dudosa capacidad como jurado. Decididos a justificar nuestra reputación de jueces imparciales y competentes, le dijimos llanamente que no tenía razón, que no era nada más que un matón. También él se sintió insultado; estaba lastimado su sentido de la modestia y manchado su honor. Bien, pues: tomó al adversario del pescuezo, salió y lo mató, y luego volvió y nos preguntó: "Ahora, ¿tengo o no tengo razón?" Y nosotros hicimos como un eco: "¡Tiene usted razón!" con una profunda reverencia. No satisfecho todavía, nos preguntó: "¿Soy buena compañía para ustedes?", y nosotros.gritamos como uno de esos comunes grupos de casa de té: "¡Es claro que sí!" Pero, ¡cuánta modestia por parte del asesino!

Esta es la civilización humana en el Año de Nuestro Señor de 1936. Creo que la evolución del derecho y la justicia debe haber pasado por escenas como la antedicha, en su primera alborada, cuando éramos poco más que salvajes. De esa escena de la casa de té a la Corte Suprema de Justicia, donde el convicto no protesta que se le insulta con la condena, parece haber un camino largo, larguísimo, de progreso. Durante unos diez años, desde que empezamos los juicios en la casa de té, pensamos que íbamos por el camino de la civilización, pero un Dios más sabio, conociendo a los seres humanos y nuestros rasgos humanos esenciales, podía haber predicho el revés. Desde el principio debía haber sabido que íbamos a fracasar y vacilar, porque sólo somos semicivilizados al presente. Ahora, la reputación de la casa de té ha desaparecido, y hemos vuelto a caer unos sobre otros, a arrancarnos el cabello y a clavar los dientes en la carne de los demás, en el verdadero, en el gran estilo de la selva… Pero todavía no es total mí desesperanza. Esto que se llama modestia o vergüenza es al fin de cuentas una cosa buena, y también lo es el instinto de la charla. Según me parece, estamos al presente casi desprovistos de verdadera vergüenza. Pero sigamos fingiendo tener un sentido de la vergüenza, y sigamos charlando. Sólo charlando lograremos algún día el bendito estado de los ángeles.

VI. DE TENER UNA MENTE

La mente humana, se dice, es probablemente el producto más noble de la Creación. Esta es una proposición que admiten casi todos, particularmente cuando se refiere a una mente como la de Albert Einstein, que pudo demostrar la curvatura del espacio por una larga ecuación matemática, o la de Edison, que pudo inventar el gramófono y el cinematógrafo, o las mentes de otros físicos que pueden medir los rayos de una estrella que avanza o retrocede, o estudiar la constitución de los átomos invisibles, o la del inventor de las cámaras cinematográficas para obtener colores naturales. Si lo comparamos con la curiosidad sin objeto, vacilante y movediza de los monos, debemos convenir en que tenemos un noble, un glorioso intelecto, que puede comprender el universo en que hemos nacido.